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5 de julio de 2011

Semen Cristus (9)



Cuando María abrió la puerta de su casa, se santiguó y esperó que la madre de nuestro Señor, la santificara y bendijera. Candela deseaba la bendición del Otro. María era solo un trámite por el que debía pasar.
María la acompañó hasta el cuarto de Semen Cristus. Este respiraba muy débilmente, sus tremendas ojeras no hacían más que acentuar su rostro demacrado por la fiebre y el dolor. Sufría breves espasmos musculares que le hacían lanzar las piernas al aire con un sobresalto.
Candela tocó su frente:
—Te amo mi Señor. María, tu hijo está ardiendo, hemos de llamar al médico enseguida o no pasará de mañana.
—No puedo, no quiero volver al manicomio.
—¿De qué me hablas?
—Me harán responsable de su muerte. Soy esquizofrénica.
—¿Entonces todo es una farsa? ¿Tu hijo es esquizofrénico también?
—No somos unos farsantes, mi hijo es Semen Cristus el nuevo mesías, al que habéis adorado tantas veces y os ha hecho mujeres cuando simplemente erais un objeto de trabajo, una sirvienta para vuestra familia. El os ha redimido de vuestra vida vacía. El ha hecho la alegría en vuestros coños. ¿Es un farsante? En tal caso, vosotras con vuestra gran devoción a su polla, no sois más que unas fariseas. Mi hijo y yo estamos locos a vuestros ojos; pero vosotras sois unas sucias putas que tan solo buscáis que llenen vuestra entrepierna de placer como ningún hombre lo ha conseguido.
Candela sintió el peso de la frustración y de su vergüenza ¿Cómo había llegado a adorar a una pareja de locos? ¿Cómo no se dio cuenta?
El sexo le palpitaba con tanta fuerza la primera vez que asistió con Lía a la misa de Semen Cristus, que tal vez borró toda duda. Tal vez ni siquiera se planteó si era cierto o no. Era puro placer.
Y la repetición constante del ritual, las maneras... Se crearon verdades y fe en base a la locura. Adoraban a dos seres enfermos de gran magnetismo.
Tenía razón María, eran unas hipócritas, unas zorras con el coño ardiendo.
Semen Cristus debía continuar su misión en la tierra.
No. Estaban locas.
—Basta ya María, hay que llamar a una ambulancia. Y tú tienes que curarte, has de medicarte. Tú eres la enferma, nosotras las zorras...
—Jamás volveré al manicomio. Ni por mi hijo ni por nadie.
Los ojos de María se tornaron brillantes de delirio. Metió la mano bajo la camiseta y sacó un cuchillo carnicero de la cintura del pantalón y lo clavó en el estómago de su hijo sin demasiada prisa. Fríamente. Y otra vez en el corazón, y en la cara. Semen Cristus despertó de su enfermedad con un grito de dolor. Candela se abalanzó sobre ella, María la empujó con fuerza y la tiró al suelo.
Cuando Candela se incorporó, Semen Cristus estaba inmóvil, con un nuevo y profundo corte en la cara y un ojo destrozado. Vomitó bilis y sintió el terror que la invadía y le quitaba la razón.
—¿Qué has hecho María? —Candela lloraba, tenía la blusa manchada de la sangre de Semen Cristus.
—No volveré al manicomio. Y si abres la boca, todo el mundo sabrá de nuestras misas, daré todos vuestros nombres, las horas y los días en los que habéis asistido a las misas de Semen Cristus ante su cuerpo menor de edad crucificado. ¿Qué te pensabas, puta? ¿Qué soy tan idiota? Ayúdame a esconderlo.
Todo se precipitó en la mente de Candela y el horror a la vergüenza superó el del asesinato.
Envolvieron el cuerpo de Leo con las sábanas ensangrentadas y lo llevaron al patio trasero de la casa. Ya había una fosa cavada. Lo tiraron dentro y María le ofreció una pala a Candela. En media hora cubrieron el cadáver y aplanaron la tierra cuanto pudieron con golpes de pala.
—Límpiate y ve a casa. No hables con nadie de esto, porque antes de matarme, lo escribiré todo y lo enviaré al cuartel de la Guardia Civil.
Candela se lavó la cara y las manos. María limpió las manchas de su blusa con jabón líquido y un poco de agua hasta que no resultaron tan escandalosas.
Cuando salió de la casa sin decir palabra, pensó que jamás llegaría a su casa, le flaqueaban las piernas y una náusea constante le oprimía el estómago.
De alguna forma llegó y entró en casa en silencio, sabiendo que su hijo estaba en su cuarto, seguramente escuchando música con los auriculares mientras hacía las tareas de la escuela.
Se fue a su cuarto y se desnudó con prisa para meterse en la ducha.
Con el pelo aún empapado se vistió con un pijama e hizo jirones la ropa que se había quitado, incluso la ropa interior y los calcetines. Lo tiró todo a la basura.
Hizo acopio de valor y abrió la puerta del cuarto de Fernando.
—Hola cariño ¿Tienes muchos deberes? —le dio un beso en la mejilla y Fernando torció la cara con disgusto, como adolecente que era.
—Como siempre —respondió con parquedad.
Temeroso de que invadieran su intimidad.
Candela sintió que rompía a llorar, el “como siempre” ya nada sería como había sido antes. El “como siempre” ya provocaba añoranza en ella; había dejado de existir y de repente sintió la urgente necesidad de despertar de aquella pesadilla. Abrir los ojos y pensar que todo fue una terrible alucinación.
Salió del cuarto de Fernando y se sentó en la mesa de la cocina a llorar lo que necesitaba.
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María, tras bañarse salió al patio de la casa y rodeó la tumba con tantos cirios encendidos como encontró.
Oraba a Dios pidiendo perdón, lloraba su propia desgracia y ofrecía la muerte de su hijo como un sacrificio.
Le rogaba al Nuevo Mesías que resucitaría emergiendo de esa tumba, que cuando llegara ante Dios Padre, intercediera por ella. Ante la sepultura se masturbaba evocando el necrótico pene.
Evocaba los momentos de placer, manteniendo la psicótica esperanza, de que de un momento a otro, aquel cuerpo resucitaría con un alma más pura y su pene erecto, de su glande manaría aquel fluido denso y viscoso que lo lubricaba.
Durante su orgasmo, los cirios parecían ser atacados por un viento que no había, su llama se estiraba, se encogía y cuando parecían apagarse, reanudaban su fulgor.
Su mirada quedó prendida en uno de aquellos pabilo, en ellos comenzó a entrever una figura formándose. Era Cristo Crucificado. La cruz suspendida de la nada, se colocó a unos centímetros a lo largo de la tumba.
María se santiguó el sexo y las tetas. La mano derecha de Jesucristo se estaba tensando, desclavándose de la madera, desgarrándose por la cabeza del clavo que la sujetaba. Jesús lloraba ante la tumba de su hijo mojando de lágrimas la tierra.
Su mano avanzaba a lo largo del clavo y la sangre caía espesa para formar un barro rojizo. Jesús suspiraba de cansancio y dolor.
Pidió ayuda a su Padre, pero nadie le respondió. Con un último esfuerzo, lanzando un grito apagado, la mano venció la resistencia del clavo y destrozando el dorso, por fin quedó libre.
La usó para acariciar la tierra, y untarse la cara con ella.
—Mi hermano… Voy a por ti, por tu espíritu. Te guiaré y juntos iremos con nuestro Padre y demostraremos con nuestras muertes y cicatrices que hemos hecho todo lo posible por el ser humano, que nada nos queda ya de sangre para poder ofrecer. Que nuestro Padre nos de perdón y descanso, Hermano mío.
Jesucristo giró la cabeza hacia María, al hacerlo su corona de espinas cayó encima de la tumba de Semen Cristus.
—Dios no te pidió esto, María. Mi padre no te pidió que asesinaras a mi Hermano. Eres una enferma, pudriste a tu hijo. Dios no quería que lo convirtieras en una máquina de placer carnal. Ni tu locura te absuelve de tus pecados. Te abandonamos a ellos, no velaremos por ti, tu alma está condenada, podrida María. Y que Nuestro Padre me perdone por tanto odiarte.
Jesucristo se esfumó en el aire gimiendo de dolor, con su voz grave y agónica, eternamente cansada por respirar crucificado; dejando la corona de espinas gotas de sangre en la sucia tierra de aquel inmundo sepulcro.
La cara de María estaba salpicada de la Sagrada Sangre.
Se asustó de su alucinación y lavándose la cara de sangre, le escocían los dedos, donde se clavaron las púas de la corona de espinas que retiró de la tumba de su hijo.
Y sólo por un momento, deseó que alguien le metiera mil voltios en el cerebro y borrara esa alucinación de su mente. Y que desapareciera la maldita espina que le dolía entre uña y carne.
Se durmió con el pecho apoyado en la mesa de la cocina comiendo tocino rancio con pan y aceite.
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Iconoclasta

Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón



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