En el campamento de chabolas los drogadictos hablaban entre si un idioma desconocido, un farfullo solo comprensible para los cerebros hechos papilla. Sentados frente a las ruinosas casas se abrazaban las rodillas balanceándose, intentado contener el ansia por chutarse. El que le vendía las hormonas y otras drogas, suministraba en aquel barrio.
En uno de los callejones sin salida, se encontraba estacionado un Audi negro, y un chico tembloroso de “mono” se encontraba hablando con el conductor. Metió la mano en el interior del coche y la volvió a sacar para meterla enseguida en el bolsillo de la cazadora vaquera. Cuando salió a la calle principal, giró la cabeza a izquierda y derecha y emprendió camino cabizbajo.
El conductor del coche se encendió un cigarrillo.
María se mordía el labio inferior nerviosa dentro de la furgoneta.
Acercó el vehículo al bordillo y estacionó frente al callejón, delante del parachoques del Audi.
El conductor hizo sonar el claxon varias veces con enfado. Gesticulaba con las manos indicándole que aparcara a un lado, no allí delante.
Cuando María bajó de la furgoneta, el hombre dejó de hacer sonar el claxon tras reconocerla.
María, al igual que el yonqui, se agachó para hablar a través de la ventanilla.
El hombre accionó un pulsador en la puerta y la luna bajó rápidamente.
—Hola, Martín.
—Hola María. Menudo susto me has dado. No sabía si eras una poli o un mugriento yonqui de éstos. ¿Qué necesitas con tanta urgencia que te ha traído hasta aquí?
—Necesito unos cuantos sedantes, valium o diazepan. Y también que me digas cual es el chico más necesitado, el que se prestaría a venir conmigo para trabajar en casa. Alguien sin familia o que nadie pregunte por él.
—Puedes encontrar a patadas de esos por aquí, no tienes más que elegir uno al azar.
—Lo quiero muy joven, no he visto a ninguno así por aquí. Te pagaré seiscientos euros si me envías a un chico a casa de entre quince y dieciséis años. Que venga pensando en tareas de granja. Estará servido de cualquier cosa a la que esté enganchado.
—¿Se puede saber qué tramas?
—Estoy cansada para limpiar la mierda del establo y atender además a mi consulta. Y mi hijo quiere irse del pueblo y conocer otros lugares. No me quiero quedar sola.
—¿Sabes en lo que te vas a meter? Esta gente, en cuanto siente el mono, son intratables.
—No te preocupes por eso, lo tendré contento. Y sabes que siempre te he pagado, yo cumplo —le pasó un papel doblado.
—Esto es mi dirección y teléfono, que llame antes de venir.
—¿Y los seiscientos?
—Cuando el chico esté trabajando para mí, te compraré más mierda. Y en ese momento te pagaré lo acordado.
—Está bien, a ver si encuentro alguno entre toda esta basura. Te llamaré en cuanto sepa algo —le entregó una bolsita llena de pastillas a María—. Esto son ciento cincuenta.
María sacó el dinero del bolso y se lo entregó.
—Que sea rápido, Martín. Tengo prisa.
Cuando María ya se dirigió hacia su furgoneta, Martín arrugó la nariz con disgusto por el olor que desprendía María la loca.
—Te hace falta ayuda y jabón, so guarra —pensó.
María se volvió hacia él con una mirada de intenso odio y Martín temió haber pensado en voz alta; pero la mujer se subió a la furgoneta sin decir nada.
Cuando llegó a casa, el contestador acumulaba un gran número de mensajes. Eran las feligresas, querían su misa.
Llamó a Candela.
—¿Estás más tranquila, Candela?
—Estoy que me va a dar un ataque de nervios. No puedo ni dormir ni pensar.
—Necesitas a Semen Cristus.
—Necesito olvidar que mataste a tu hijo y yo lo enterré.
—Entonces date prisa en olvidar, porque no será bueno ni para ti ni para mí que alguien sepa lo ocurrido.
—¿Y qué harás cuando pregunten por tu hijo?
—Encontraré su reencarnación y volveremos a celebrar la misa del Gran Placer. Ten fe.
—Estás loca.
—Te avisaré cuando esté lista la próxima misa.
Candela colgó el teléfono y todo el autocontrol que había conseguido reunir se hizo añicos. Sintió su corazón palpitar con latidos arrítmicos. Estaba a punto de sufrir una crisis de ansiedad. Tenía que hacer cosas, olvidar.
Salió de casa con el carrito de la compra y en lo que menos pensaba era en lo que iba a comprar.
La única opción que tenía, era conservar su trato con María y convencerla de que no hablaría jamás de aquello.
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Carlos escuchaba la radio confortablemente sentado en su tractor, yendo y viniendo de un extremo a otro del campo, arando la tierra por enésima vez en seis meses, infinita en toda su vida. Pensaba en Candela, en la rápida depresión en la que se estaba sumiendo. Dando vueltas a la cabeza para encontrar las palabras adecuadas para convencerla que debía acudir al psicólogo. No sería la primera mujer de un agricultor que debía acudir en busca de ayuda médica.
Se desvió y llegó hasta situarse discretamente lejano de la casa de María. La mujer estaba apeándose de la furgoneta. Su hijo no iba con ella.
Debería hablar con ella. Comentarle que Candela se encontraba distante y triste, consultarla como cliente y conocer así más de cerca a la loca. No podía ser casualidad que Candela hubiera pasado de un estado de tranquilidad inicial cuando comenzó sus visitas y de pronto cayera en especie de apatía y tristeza.
Pero por alguna razón dejaría que el cura se informara discretamente, a un lugar donde solo van mujeres, un hombre aunque sea un vecino conocido, causaría desconfianza.
Esa misma mañana, se acercó a la parroquia y habló con el padre José.
—Buenos días, José.
—Buenos días, Carlos. ¿Qué te trae por aquí tan pronto?
—Tengo que consultarte algo, porque Candela se encuentra muy decaída. ¿Sabes por casualidad que tipo de tratamientos ofrece la María a las mujeres? Candela inició sus visitas hace ya meses y parecía que iba bien; pero hace unos días ya que va deprimida.
—Pues te parecerá extraño; pero con la cantidad de mujeres que acuden a casa de la María, no tengo ni un solo chisme de ninguna. Y María misma, es una asidua a misa. Pero no cuesta imaginar que siempre se trata de remedios caseros y un poco de cuento y supersticiones. En definitiva, creo que se curan por distracción, de tanto hablar entre ellas, que por las infusiones o pomadas que prepara.
—No sé que decirte, José. Candela anda muy triste y sigue acudiendo a la consulta de esa curandera, que por cierto, huele que apesta y se trae ese mismo olor a casa.
—Un día de la próxima semana tengo que ir a la parroquia vecina y me pilla de paso la casa de María, haré una visita de cortesía y de paso le pediré un remedio para el dolor de pies, y veremos que prepara. Te comentaré lo que vea. Pero yo no me preocuparía, Carlos.
—Gracias, José. Me dejas más tranquilo.
Cuando Carlos se metió en su auto, el padre José entró en la parroquia y se sorprendió al ver que Jobita, la mujer de Gerardo lo miraba con intriga.
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Iconoclasta
Las imágenes son de la autoría de Aragggón
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