Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
26 de octubre de 2005
Altura
Tengo un miedo atroz a la altura, no soporto caminar por estrechos apoyos para salvar un vacío.
Camino muy concentrado en mis pensamientos. No son pensamientos, son vergonzosos fracasos apilados en caóticos montones día tras día.
Los muertos se ríen de mí. Oigo sus voces subir por el patio de 30 m. de altura. No sé que hacen allá abajo.
En realidad son mis compañeros. Mis queridos muertos de mierda siempre intentando convencerme de que lo que hicieron en vida, sí que valió la pena.
No como yo.
Cabrones...
Me concentro mucho para no oírlos, incluso miro al suelo por si me encuentro a mi padre de frente; mi padre muerto que me da consejos que no quiero seguir por el simple hecho de que no son de mi invención. Quiero a ese muerto, pero no hago nunca lo que me dicen, la obediencia pasó a la historia cuando me hice hombre. Ahora no me domina ni dios.
Y padre me mira triste, porque no le presto atención.
Soy orgulloso.
Ahora me encuentro en el terrado de enfrente, distraídamente he pasado por encima de un estrecho tablón a 30 m. sobre el suelo.
Un terror atroz parece hinchar mi cuello y me cuesta respirar.
Debo volver a pasar el tablón para poder bajar, no sé que hago en un tejado.
Tal vez pensaba que los muertos no pueden subir, que siempre están a ras de tierra, sujetos allá donde se les abandonó.
Donde se pudrieron y se están pudriendo.
Ahora no puedo pasar por ese tablón de nuevo, no conscientemente. Y me da vergüenza gritar, mi ropa está en el otro lado.
Mis muertos me miran con expectación.
Me estiro encima del tablón para cruzar el vacío reptando; es un tablón basto, sin pulir y las astillas se clavan en los muslos, en el vientre, en el pecho.
Las manos se han sembrado de finas astillas de madera.
Los muertos ríen porque me ven temblar de dolor y miedo.
Mi padre muerto me dice que me levante y camine como un hombre, no he de demostrar miedo.
Me mira esperando que sea mejor, que tenga más clase y más valor, según él me he de poner de pie y darles una lección a los que ríen.
Pero él ríe.
Nadie conoce a nadie...
Ya sé que no soy valiente para algunas cosas, no soy tan perfecto como esos muertos de mierda de los que tantas cosas buenas me han contado.
Cuando una astilla se hunde profundamente en mi pene, no grito, ni lloro, ni me quejo a pesar de ese dolor ardiente.
No sale sangre de las heridas, se mantienen abiertas como agallas; tal vez para conseguir el aire que mis pulmones miedosos no son capaces de aspirar.
Y parece que el tablón mide kilómetros, que a cada segundo se hace más tosco y menos firme.
Se está redondeando.
Ya está, se ha dado la vuelta y cuelgo de espaldas al vacío, no me quiero soltar a pesar de lo inevitable, no quiero dejarme caer, y las manos despellejadas se aferran con una fuerza que va disminuyendo.
Mi hijo me grita desde algún lugar que no puedo ver:
- ¡Papa, ven a comer!
Y llorando le respondo:
- Ahora, mismo voy.
Y se que no podré ir.
No podré...
Y ellos ríen, mientras la piel de mis manos se desgarra y mi cuerpo se abandona lentamente al vacío.
Las risas, mi vergüenza, el miedo...
No es una buena forma de morir o soñar.
Iconoclasta
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