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25 de junio de 2011

Ganchos



Índigo observaba fijamente la cabeza despellejada que le miraba desde el aparador: sus fibras rosadas, la grasa blanca que se confunde con hueso. Los ojos sin párpados negros, opacos y sin vida.
Las pupilas se dilatan mucho con la muerte, pensó.
—Póngame medio kilo de lomo —le pide al carnicero.
—¿Quiere también un cuarto de callos? La tripa está muy bien lavada y es fresquísima. Acompañan muy bien con una carne tan magra.
—No gracias, no me gustan las vísceras.
Índigo seguía con la mirada fija y un poco perdida en los ojos fríos de la cabeza, un tanto ausente. Por el tamaño, estaba seguro de que sería de macho.
—La cabeza bien horneada es un plato exquisito ¿la quiere?
—No sé, no me acaban de gustar los ojos, me recuerdan los de mi hermano.
—Tal vez lo sean; yo el otro día me comí unas manos y algo me hizo pensar que eran las de mi hijo mayor que murió hace tres semanas. El vino ayuda a pasar los malos pensamientos.
—Bueno, me la llevo; pero quítele los ojos.
El carnicero tomó la cabeza y con la punta del cuchillo extrajo los globos oculares. La metió en una bolsa de plástico transparente y la pesó.
Los labios rosados y la lengua roja eran prueba de que había sido correctamente desangrado.
—No es mi hermano, lo sé por los dientes.
—¿Dónde vivía su hermano?
—En este mismo estado, a unos doscientos kilómetros al sur.
—La ley obliga a que los sacrificados sean vendidos en otro estado a una distancia no inferior a trescientos kilómetros de sus límites —dijo el carnicero recitando una ley básica en su trabajo.
—Lo sé; pero he oído casos de quien se ha comido a sus padres.
—Siempre puede haber un error en los envíos. Es mejor no pensar en ello.
El carnicero colocó en la tabla una gran pieza de lomo que sacó de la cámara refrigeradora. Cuando abrió la puerta, Índigo pudo ver que tenía al menos cuatro piezas sin cabeza colgadas por los talones de los ganchos.
Cortaba las rodajas de lomo del mismo espesor y cada una iba a la balanza mientras charlaba con Índigo.
—¿Qué edad tiene si no es mucho preguntar?
—Cuarenta y cuatro.
—¿Y cuánto pesa?
—Ochenta y cinco.
—Pronto le tocará…
—Lo sé, no estoy nervioso.
—Yo ya he recibido la carta. Para el año que viene, durante las vacaciones tengo que ganar quince kilos. Por una parte estoy impaciente por pasar ese año entero de vacaciones en ese paraíso tropical; pero me deprime que me sacrifiquen. Tengo pesadillas.
—Yo creo —respondió Índigo con tono de voz confidencial y observando a su alrededor— que en muchos casos no aciertan a suprimir el gen del deseo de vivir de nuestro ADN al nacer. Son unos inútiles a pesar de tanto avance que dicen haber conseguido. Propaganda basura.
El carnicero asintiendo, se cortó el dedo índice con el cuchillo; lentamente cortó media uña y dejó al descubierto la punta del hueso. La carne quedó prendida en el cuchillo.
—Se ha cortado —le avisó Índigo.
El carnicero tiró a la basura su trozo de dedo, metió el cuchillo en la solución desinfectante y cogió un puñado de carne picada para ponérsela en la sangrante herida del dedo mutilado.
—Al menos han acertado con el dolor. De hecho sabemos que estas cosas duelen porque nos lo enseñaron —dijo el carnicero mostrando su dedo herido coronado por el pegote de carne picada.
—Sí, alguna cosa hacen bien. Hace cuatro meses, mi hijo en la cocina, se carbonizó la mano en la plancha; estaba muy resfriado y cuando notó el olor a carne quemada, la mano era irrecuperable.
—¿Le han trasplantado una nueva?
—No. Ya sabe como son los críos; quiso una garra metálica de esas que tienen tanta fuerza.
—¿Y el médico no le aconsejó un sacrificio en lugar de esa operación?
Índigo, antes de responder, señaló en el aparador una bandeja de hígado (de africano, decía la etiqueta).
—Los niños, la carne tierna está muy valorada. Mi mujer y yo lo pensamos durante dos días: nos ofrecían por nuestro hijo, dos años más de vida a cada uno y un año y medio de vacaciones pre-sacrificio —sintió que había hablado demasiado e hizo una breve pausa de cortesía.
—La verdad es que apreciamos a Astro, y decidimos no darlo en sacrificio —continuó explicando Índigo en vista de que no respondía.
El carnicero hizo un gesto de indiferencia.
—Yo daría a mi hija ahora mismo por un año más de vida.
—Si a nosotros nos hubiera llegado la carta para el sacrificio, también hubiéramos cambiado a Astro por los dos años de vida. Es normal.
Índigo pensó en las historias antiguas que hablaban de padres que se sacrificaban por sus hijos. No lo podía entender.
Le parecía que la vida era muy corta y los niños abundaban en exceso. Los viejos no, salvo algún presidente de un país o un millonario que con dinero hubiera conseguido comprar mucho tiempo, no conocía a ninguno. Sólo los había visto en la televisión.
¬El carnicero le alcanzó por encima del aparador la bolsa con su compra e Índigo pagó con la tarjeta de crédito.
—Gracias y que mejore ese dedo.
—Esperemos que durante las vacaciones sane, ya me tocan pronto. Pero para lo que me queda de usarlo…
—No hay que pensar en ello, a todos nos llega nuestra hora. Adiós.
—Cuídese —le despidió el carnicero alzando la mano del dedo herido, la carne picada rezumaba sangre que resbalaba por su muñeca para meterse dentro de la manga de la bata.
Cuando Índigo salió de la carnicería, sintió frío. Caminó hacia casa cerrando su chaqueta y ordenando en el monitor interno que se activara el sistema calefactor.
En seguida sintió el alivio del calor. Estaba a punto de nevar, las nubes estaban altas y muy densas. Casi podía sentirse el eco del mundo que rebotaba en aquel cielo. Era un día “sordo” donde el sonido pierde matices y no se puede asegurar de qué dirección llega.
Los coches levitaban silenciosos en un tráfico denso en la pista inferior, la superior estaba casi vacía, llevaba al norte, a los pueblos cercanos a la capital. Los que vivían más lejos eran los primeros en acabar su jornada y los primeros en empezarla. Una especie de justicia idiota e inservible que nadie entendía bien para que servía.
Un aero-móvil pasó a gran velocidad en la pista superior, apenas pudo distinguir el modelo. Cuando alcanzan los setecientos kilómetros por hora, es difícil fijarse en detalles. Era enero del 2348 e Índigo no estaba cansado de trabajar en la fábrica de computadoras orgánicas; la Dosis del Reposo que le inoculaban cada día a través del oído (y a todos los trabajadores) al acabar la jornada, le proporcionaba algo parecido a la paz.
Pero era una paz triste. Era apatía.
El espacio de calzada delimitada como paso de peatones se iluminó y el semáforo inmovilizó los aeromóviles al instante; los conductores de la primera fila, a pesar de que seguramente habían recibido su Dosis del Reposo, golpeaban el timón o bien decían alguna cosa entre dientes mirando con hostilidad a los peatones que habían provocado su detención.
El ruido de la calle provenía de los zapatos de la gente que caminaba por ella y alguna música con un volumen correcto y constantemente corregido por la Red de Control Ambiental.
Eran casi las siete y las paredes de los edificios se iluminaron con una tenue luz anaranjada que iba ganando potencia a medida que el sol se ocultaba en el horizonte.
A Índigo le animó aquella luz. Le gustaba. En los días nublados los edificios eran neutros, grises. Cuando empezaba a anochecer, parecía que uno pisaba el mismísimo crepúsculo.
A pocos metros de su casa, un edificio de trescientas plantas, había un corrillo de gente entre el que destacaba un agente de policía con su uniforme azul marino.
—Solo me he roto una pierna, dentro de dos meses me voy a mis vacaciones pre-sacrificio.
—Ya sabe la ley, señora. Si alguien mayor de cuarenta y dos se rompe una pierna, ya no se justifica el gasto de su sanación, traslado a domicilio y rehabilitación; es un gasto inútil.
La mujer había caído desde el balconcito de su casa, por lo visto estaba regando unas macetas con flores digitoplásmicas que tenía instaladas en el tejado del balcón, cuando la banqueta que usaba para elevarse, se movió y cayó al vacío.
Bajo la bata blanca térmica, no llevaba más que unos calcetines. La tibia se había fracturado y el hueso astillado había salido a través de la pantorrilla. No había mucha sangre. Hablando con el agente, empujaba el hueso para poder ocultarlo de nuevo en el músculo gemelo sin conseguirlo. Reducir esa fractura requería dos personas.
—Yo quiero disfrutar de mis vacaciones, no es justo. Puedo ir en silla de ruedas, no es necesario que me curen. Incluso me la pueden amputar.
El agente habló por el monitor de su muñeca. Con rapidez se arrodilló frente a la mujer que aparentaba tener veinte años y le inoculó Dosis Masiva de Reposo con un aerosol nebulizador. La mujer dejó de hablar y se recostó más tranquila en el inmaculado suelo de la calle.
Índigo se mantenía a unos cincuenta metros de aquel corrillo de gente, el sonido llegaba claro ante la ausencia de ruido. Como en el agua, no tardaría en nevar.
No pasaron dos minutos cuando una aero-patrulla y un aero-matadero llegaron al lugar.
Los cinco agentes que bajaron del vehículo rodearon al grupo de gente.
—¡Atención, ciudadanos! Por el artículo 159 del Código de Vida Ciudadana, están obligados a presenciar el sacrificio y ser testigos de que la ley se cumple con rigor y agilidad. Durante el proceso pueden hacer grabaciones y podrán hacerlas públicas en la red para que ayude así en la educación cívica de los habitantes de Ciudad Bella.
Algunos sacaron el monitor de entre sus ropas y empezaron a grabar lo que sucedía ante ellos.
Del aero-matadero bajaron tres matarifes y deslizaron una plataforma cerca de la mujer de la pierna rota.
—¡Qué rabia! A solo dos meses de mis vacaciones… ¬—dijo resignándose cuando casi le rozó la plataforma.
El agente se agachó para hablarle.
—¿Es católica?
—Sí.
Se sacó el monitor de la muñeca y tecleó durante unos segundos, para luego mostrarle a la mujer la pantalla.
Un sacerdote (según rezaba en el título de crédito bajo el busto parlante) le preguntó su nombre. Y tras esto le dio la extremaunción y se cortó la comunicación.
El agente sacó un frasco del bolsillo y le dibujó con aceite una cruz en la frente diciendo “amén”.
El policía se hizo a un lado para dejar paso a los técnicos matarifes.
El suelo de la plataforma era en realidad una cubeta y en ella había dos puntales de acero inoxidable en cuyas puntas se asentaba una barra horizontal con cuatro ganchos carniceros.
Dos matarifes elevaron a la mujer cabeza abajo y clavaron los tendones de los talones en los ganchos, la mujer quedó suspendida de las piernas, balanceándose desnivelada, ya que la parte del cuerpo que era sostenido por la pierna rota, era mucho más flexible y parecía que de un momento a otro se iba a desgarrar, la punta del hueso roto desapareció entre el tejido sometido a la tensión.
La bata le cubría la cara y su larga melena rubia caía sobre la cubeta.
Uno de los matarifes rasgó un poco la bata con el cuchillo y tiró de los extremos hasta partirla en dos.
Los enormes pechos se mantenían erguidos por los implantes de silicona y los retocados labios de su vagina, dejaban asomar un clítoris terso y brillante.
Uno de los operarios sujetaba en ese momento su cabeza, otro la golpeó en la sien con un mazo de madera. La mujer cerró los ojos y todo su cuerpo se convulsionó. El cerebro estaba ya desprendido. El tercer matarife ocupó el lugar de su colega y abrió la garganta en toda su longitud con un cuchillo tan brillante como el platino.
Las convulsiones de la mujer y las manos de los matarifes presionando las piernas y los brazos, ayudaban a que la sangre saliera con más rapidez del cuerpo.
En cuatro minutos dejó de sangrar y los operarios matarifes succionaron los cinco litros de sangre con un aspirador.
Le clavaron un marchamo en la oreja derecha, con los datos de nombre, edad, y domicilio. Cuando partieron el cuerpo por la mitad (separaron el tronco de las piernas cortando por la cintura con una sierra eléctrica), la metieron en la zona refrigerada del aero-matadero y se alejaron con rapidez.
Los agentes dispersaron el grupo de gente ahora completamente silenciosa y observaron que no hubiera ningún resto biológico en el suelo.
Índigo llegó al portal de su casa y tras un cortés saludo electrónico, la puerta se abrió y entró directamente a uno de los treinta ascensores que se desplazaban horizontal y verticalmente.
Violeta se encontraba tendida y desnuda en el diván mirando un programa de televisión cuando el ascensor se detuvo en el interior del apartamento.
—Buenas noches, Sr. Lerva —le saludaron las paredes.
—¡Hola Indi! ¿Cómo ha ido hoy el día, cariño?
—Acaban de sacrificar a una mujer aquí mismo.
—¿Ahora? ¿Lo has grabado? ¿Por qué no me has llamado?
—Ahora mismo y no lo he grabado. Y tampoco he pensado en llamarte para compartir esa mierda.
—Mira que eres soso.
—La mujer quería disfrutar de sus vacaciones, tenía cuarenta y dos.
—¿Qué le ocurrió?
—Cayó desde un segundo piso y su tibia se quebró.
Violeta se arañó el pubis y deslizó un dedo en la vulva.
—¿Crees que le dolió? —hablaba excitada.
Índigo se sacó el pene del pantalón y lo acercó hasta la cara de Violeta.
—No le dolió, sólo se sentía triste.
—¿Sus tetas eran grandes?
—Enormes y tersas —respondió Índigo llevando el pene a los sensuales labios de Violeta.
El glande estaba lleno de cicatrices, había varias recientes. Incluso en la base, se podía observar la merma de carne.
Violeta lo succionó y sus incisivos se clavaron profundamente en la carne. No había dolor, todo era placer.
Índigo llevó la mano al pubis arañado, que presentaba también un sinfín de cicatrices. Había cráteres en la suave piel producto de cigarrillos apagados.
Clavó las uñas en los muslos interiores, dañando también los labios vaginales.
Ambos suspiraban con excitación.
De una cajita de espejo y con un display que indicaba la presión sanguínea por el contacto de los dedos, entre suspiros de placer, Violeta extrajo tres agujas cortas y de grueso calibre.
Índigo había introducido el dedo corazón e índice en su vagina e intentaba lacerar con las uñas la húmeda y elástica carne interior sin conseguir hacer daño debido a la masiva lubricación de su mujer. Una mancha húmeda se extendía en la tapicería del diván bajo el sexo de Violeta.
—Le golpearon la cabeza para atontarla con un mazo. Su cerebro se hizo papilla, un matarife sujetaba su cabeza…
Violeta respondía con gemidos, cada vez más excitada. Girando lo que pudo el torso para enfrentarse a los testículos, clavó la aguja en el escroto, en la parte superior donde la piel tenía contacto con el pene y lo atravesó con rapidez y decisión.
Manó sangre y la bolsa testicular pareció llenarse de repente, posiblemente había dañado un vaso sanguíneo y provocado con ello hemorragia interna.
Le ofreció una de las agujas a su Índigo y éste sacó los dedos de su vagina, se arrodilló frente a ella y atravesó uno de sus labios vaginales, de tal forma que la cabeza de la aguja, rozaba el clítoris continuamente.
Violeta separó las piernas todo lo que pudo. Índigo lamió las heridas de sus muslos y cogió la otra aguja que le ofreció su mujer.
La clavó en el perineo, en diagonal, de tal forma, que la punta dañó el conducto rectal.
Tal vez fuera la ausencia de dolor, lo que aquel daño estimuló un violento derrame de flujo, como una eyaculación transparente y viscosa que se mezclaba con alguna gota de sangre que se filtraba entre el metal de la aguja y el tejido.
Sus gemidos obscenos crecieron en intensidad. Índigo tiró de la cabeza de la aguja que rozaba el clítoris y la soltó de tal forma que lo azotó. Los ojos de Violeta se pusieron en blanco, su espalda se arqueó y sus uñas se clavaron en el escroto. Índigo jadeaba, sentía como una caricia el daño que los dientes infligían al glande. Y él movió su pelvis para hacer más profundo el roce.
Los dientes de su esposa estaban sucios de sangre, y de la comisura de sus labios se escurría una saliva rojiza.
Se subió encima de Violeta y la penetró violentamente, hundiéndose en ella hasta que los pubis quedaron completamente aplastados. Ella pedía más, con las piernas le rodeaba la cintura y le obligaba a profundizar más. La aguja del escroto erosionaba la vulva. El daño, la herida, como en un milagro, se convertían en placer.
Su naturaleza pervertida a nivel genético exigía placer a costa del cuerpo, de la sangre y de la carne.
La penetró por el ano y en el bálano se hizo un profundo arañazo con la punta de la aguja que atravesaba el perineo y dañó alguna vena.
Ella se sacudió con una serie de orgasmos interminables, y ante el movimiento desenfrenado y la violenta crispación del placer, se desgarró el labio vaginal desprendiéndose la aguja que presionaba su clítoris.
Índigo eyaculó en el ano, con la punta de la aguja inmovilizando su pene en aquel estrecho agujero. Para poder extraer el pene, tiró de la aguja. Del ano de Violeta rezumaba semen rosado.
Tras recuperar el aliento, Índigo hizo una video-llamada a uno de los quince médicos que atendían aquel edificio.
—Hemos realizado el acto, doctor. Necesitamos cura y profilaxis —dijo mostrando su pene herido, ensangrentado y lleno de excremento.
—En dos minutos estaré en su casa, señor Lerva.
Violeta e Índigo se encendieron dos cigarrillos de marihuana y coca y esperaron al médico compartiendo el diván.
—¿Nos harán lo mismo que a esa mujer?
—Sí, solo que será en un lugar más íntimo, y estaremos más sedados. No estaremos tan nerviosos.
—Bueno, sea como sea, lo importante son las vacaciones —Violeta acababa de aspirar dos bocanadas de su cigarrillo y sus palabras tenían ya una entonación narcótica.
El ascensor se abrió y dejó pasar al médico de guardia.
—El doctor Guerrero ha llegado.
Violeta e Índigo continuaron tendidos en el diván hasta que apareció el médico en el salón.
—Buenas noches, doctor.
—Buenas noches. ¿Han sido heridas muy profundas? ¿Se sienten débiles por hemorragias?
—En absoluto, doctor, no hemos sido muy agresivos.
No era un médico amable, sólo era eficiente. Los médicos eran la única clase social a los que se les había instaurado el gen del dolor. El médico ha de conocer el dolor, para reconocer el daño ajeno.
Y eso no les hacía tener una buena consideración de los actos de sus pacientes.
Ni como doctor, podía entender aún bien, como la ausencia de dolor podía llevar a que una persona fuera tan cruel con su cuerpo.
Posiblemente es el mismo sistema por el que el torturador es capaz de despedazar a sus víctimas; si el torturador hubiera sentido en su propio cuerpo todo ese dolor, es muy posible que se dedicara a cosas más amables.
Del maletín extraño un separador que colocó entre los muslos de Violeta. Revisó su vagina con una lupa luminosa y unió la herida del labio desgarrado con sutura química. Cicatrizó la herida con láser azul.
Para reparar el perineo, introdujo una pequeña sonda por el ano, mediante el control remoto, y a través del monitor, introdujo una cánula extremadamente corta y aplicó desinfectante y un tejido artificial a presión, este se hizo una masa dura que taponó el agujero. Era un lugar delicado, ya que los excrementos podrían infectar rápidamente la herida.
Por último, aplicó loción con colágeno y cortisona en el monte de venus.
Atendió a Índigo tras practicarle un lavado de pene. Cicatrizó la herida del escroto y con láser cerró la vena que en su pene se había rasgado con la punta de la aguja.
A pesar de los años que llevaba curando heridas, no podía hacerse a la idea de cómo era posible hacerse tanto daño sin sentir dolor. Sentía que a él mismo le dolían las operaciones y curas que realizaba; pero en las caras de sus pacientes solo se podía observar aburrimiento.
Guerrero, mientas realizaba su labor, pensaba que si la gente viviera más allá de los cuarenta y pocos años, no podrían reponer más tejido. Después de sus prácticas sexuales y deportes violentos, llegaban a faltar grandes trozos de piel y carne irrecuperables. Aún no se podía cultivar tejido humano para restaurar los trozos que llegaban a faltar. Al menos, no para la gente normal, esos cultivos estaban dedicados a gente con mucho poder y gran nivel adquisitivo.
El sistema acústico avisó de la entrada de Astro.
—¡Hola! —saludo chasqueando su poderosa garra mecánica.
Era un niño de abundante pelo rizado, de piel morena y musculoso, dentro del rango de peso y talla de los demás niños.
—¡Hola Astro! ¿Cómo ha ido el colegio? —preguntó Violeta
—¡Genial! Pero se me ha soltado un nervio de la garra y no puedo mover el meñique —dijo con una sonrisa en la boca mostrando el engendro mecánico en su brazo izquierdo.
—¿Le podría dar un vistazo, doctor Guerrero?
—Vamos a ver esa garra…
Astro se acercó al doctor y éste con unas pinzas extrajo el nervio que pendía suelto desde un desgarrón de carne muy cerca de la muñeca.
—¿Qué edad tienes, Astro?
—Doce.
Guerrero pinzó el nervio con un electrodo, sacó de su maletín un hilo de titanio del grosor de un cabello y lo sujetó a otro. Las dos puntas iban a parar a un fusionador de tejido y titanio. Tras una breve descarga verdosa, el tejido nervioso y el titanio quedaron soldados. En la muñeca se creó una fea quemadura que el médico trató con plástico orgánico.
—Gracias doctor — dijo Astro haciendo chascar los dedos metálicos.
—¿Eres buen estudiante?
—Sí señor. Mis segundos padres son una familia rica, subiré de escala social.
—Ya va a visitarlos dos veces a la semana y algún fin de semana lo pasa con ellos. No tardaremos en recibir la carta para las vacaciones y el sacrificio —explicó Violeta al doctor.
—Desde que cumplí los cuarenta y tres, la Junta de Sacrificios buscó los nuevos padres de nuestro hijo —aclaró Índigo.
—¿Sois los padres originales?
—Por supuesto, Astro es muy joven para haber tenido otros —contestó Violeta.
—No es raro que a su edad algunos niños, por la muerte de sus padres, vivan con otros de adopción. De cualquier forma me alegro mucho de que todo vaya tan bien. Y yo me voy que tengo aún un par de pacientes que visitar. Buenas noches, familia.
—Buenas noches, doctor Guerrero —respondió casi al unísono la familia.
Astro se acercó a su padre y observó el pene aún enrojecido tomándolo con su garra izquierda con sumo cuidado. A Índigo le sobrevino una erección.
—Esta vez no te lo has estropeado mucho.
—Apenas nada. Si quieres practicar sexo con tu madre, ella también está curada, no ha de guardar dos horas de reposo como otras veces.
Violeta separó las piernas para mostrar la vagina curada a Astro.
—No me apetece ahora, quiero ir a jugar con la computadora.
La madre hizo un mohín de desencanto y le dio un beso en los labios.
—Tienes dos horas de juego antes de cenar.
—Suficiente —contestó Astro ya corriendo hacia su cuarto.
Al cabo de dos horas cenaron viendo un programa de caza humana y sacrificios ilegales. No tuvieron ningún tipo de conversación en las tres horas que duró el programa.
Índigo soñó que era sacrificado en plena calle y que Astro y Violeta le besaban los labios despidiéndose. Tras su beso, su mujer le asestaba un golpe en la sien con un pesado martillo. Su hijo le abrió la garganta con un cuchillo adaptado al dedo índice de su garra. Cuando le clavaron el marchamo en la oreja, le dolió.
Cuando despertó, se inoculó dos Dosis del Reposo y su humor mejoró.
Su angustia era más soportable.
La tercera dosis de la mañana se la inocularon en la recepción de la fábrica de computadoras orgánicas y se le borró todo rastro de angustia de la memoria.
Aún así, pensó en la tristeza que decía sentir el carnicero, a él le estaba pasando igual. Tal vez fuera por el efecto de la conversación con el doctor.
Tal vez fuera porque le acababan de entregar la carta para el sacrificio junto con las órdenes de trabajo de la jornada: en febrero del 2348 comenzaría sus vacaciones con su esposa, durante ese tiempo debían de ganar quince kilos de peso. En abril del 2349 serían sacrificados. Un largo mes para iniciar las vacaciones, un año para dejar de vivir.
Violeta sería sacrificada un año más joven; cosa normal, los matrimonios suelen elegir pasar juntos su año vacacional.
Se encontraba inundando en plasma de médula espinal una bandeja de acero inoxidable con cincuenta transistores fabricados con materia gris de hembra alemana. Luego metió los componentes en un liofilizador-conductivo para tratar las materias orgánicas y conseguir su conductividad tan característica.
La materia orgánica había sustituido a los superconductores. Y los ordenadores se adaptaban y aprendían costumbres y comandos de los propietarios. Ya no se medían sus velocidades de procesamiento ni su memoria. Los ordenadores se elegían en función a su tamaño y estética.
El silencio era absoluto en su sala, como absoluta era la pureza del aire, la esterilidad del ambiente. Se encontraba en la sección más delicada y crucial de la fábrica. Su cuerpo desnudo estaba cubierto por una membrana elástica y transparente de silicona, tan adherida a su piel que debía trabajar a cinco centígrados de temperatura para no liberar sudor.
—Indi, he recibido la carta —le habló Violeta directamente a su implante interno auditivo.
—Lo sé, me acaban de entregar la copia.
—No dicen donde pasaremos las vacaciones.
—Nos lo comunicarán cuando acudamos a la Junta de Vacaciones y Sacrificios junto con el plan de engorde y las fechas concretas.
—Estoy contenta.
—Yo siento náuseas —respondió Índigo cortando la comunicación.
Violeta arrugó el ceño sin entender el malhumor de su marido, programó limpieza general de la cocina y acudió al médico de familia para implantarse una prótesis sensitiva en el clítoris que le diera más volumen.
Se masturbó cinco veces antes de que llegara Índigo, el clítoris sobresalía entre sus labios vaginales y no tenía que separar las piernas ni meter los dedos para masturbarse. Astro la masturbó tras la comida.
Violeta estaba radiante de felicidad.
A media mañana, Índigo recibió a un joven de veintidós años para adiestrarlo durante el próximo mes en la operativa de los “seso-transistores”, como así los llamaban entre los compañeros de trabajo.
Ciudad Bella lucía unos edificios sutilmente brillantes para favorecer la visión y evitar el duro contraste de un cielo nítido, las pupilas no sufrían bruscas dilataciones y contracciones. Las retinas se usaban para el tratamiento óptico de las pantallas de televisores y monitores.
Mientras miraba la ciudad durante su tiempo de descanso desde la ventana de su pequeño cubículo, Índigo se pinchó con la punta de la pluma la esclerótica de su ojo derecho como acto de rebeldía.
Lloró una lágrima ensangrentada sin dolor, era una simple reacción física.
Astro se encontraba en casa de sus próximos padres, el colegio lo había enviado durante dos horas, era parte del programa educacional.
Se trataba de un matrimonio de veinte y pocos años, aún tenían mucha vida por delante. Era una pareja estéril, que lo mimaban más que sus padres. Los padres artificiales siempre se esfuerzan más por ganarse a los niños.
Gilda había programado en la cocina un costoso pastel de chocolate y nata con pequeños trocitos de trufa. Astro se lo comió y luego le masajeó los pechos hasta que Gilda se atrevió a pedirle que hundiera los dedos en su vagina.
Debido a la torpeza de Astro, no consiguió llegar al orgasmo y ella lo consoló diciéndole que era muy joven que ya aprendería y que ella no se encontraba muy bien.
—Tus padres serán sacrificados el año que viene, me lo acaban de comunicar como a ellos. Ya pronto estaremos juntos siempre. ¿Estás contento?
—Un poco sí, mi papá parece un poco cansado y aburrido últimamente. Ya son viejos.
—No se lo digas, para lo que les queda no es necesario que se sientan mal.
—De acuerdo, Gilda.
—Llámame mamá.
—Sí, mamá.
Astro volvió a su colegio en un aero-taxi que había recogido a otros seis niños en sus próximos hogares.
Violeta, Índigo y Astro cenaban viendo un programa de televisión sobre la caza de focas. Estaban prácticamente hipnotizados con las imágenes de las crías apaleadas.
—Yo quiero cazar crías de foca, papá. ¿Cómo lo hago?
—Mañana puedes comentarlo con tu profesor. Matarifes, cazadores y perseguidores de hombres aprenden en lugares que se encuentran fuera de Ciudad Bella, deberían trasladarte lejos. Tus próximos padres deberían darte permiso para ello.
—¿Y si no quieren?
—Les dices que pedirás unos padres nuevos, que no quieres estar con ellos —respondió Violeta.
En el televisor un hombre vestido con un traje térmico que se fundía en su cuerpo como una segunda piel, asestaba golpes en la cabeza de una cría de foca con un bate de béisbol. La piel de la madre se salpicaba de sangre en vano intento de proteger a su hijo.
—Es precioso el contraste de la sangre en la nieve. Es pura libertad —comentaba Índigo repelando con el cuchillo la carne de la mejilla de su cabeza horneada.
Violeta pellizcó un trozo de grasa dorada que colgaba de la nariz.
—Indi… Estoy un poco nerviosa por el sacrificio. ¿Cómo será morir?
—Morir es simplemente cerrar los ojos y no ser. No hay misterios. Simplemente pensaremos que dormiremos y cuando nuestro cerebro deje de tener impulsos eléctricos, ya no sabremos ni siquiera que un día fuimos. No es complicado.
—¿Dónde pasaréis las vacaciones, papá?
—En las islas Fidji, nos han destinado un bungalow en el interior. Dispondremos de quads para traslados a la playa.
—¿Podré visitaros un día? —preguntó emocionado por la perspectiva de conducir un quad.
—Sabes que cuando seas hijo de tus próximos padres, no nos podrás volver a ver.
Astro guardó silencio llevándose un trozo de hígado poco hecho a la boca.
Violeta se subió la bata y le mostró su enorme y recién remodelado clítoris a Índigo, éste lo mordió y lo mutiló entre los profundos gemidos de placer de su mujer y compañera de matadero.
El doctor Guerrero hizo lo que pudo por dejar el clítoris como nuevo y aunque quedó una pequeña cicatriz, seguía sobresaliendo con una gran sensibilidad.

Febrero 2348
Un aero-taxi de la Comisión de Vacaciones y Sacrificios transportó a Índigo y Violeta hasta el aeropuerto internacional de Ciudad Bella, sin equipaje. Antes se despidieron para siempre de su hijo Astro.
Astro guardó sus cosas más personales y durante los diez minutos que esperaba a que sus nuevos padres lo vinieran a buscar a casa, se sintió solo y pensó que echaría de menos a sus verdaderos y primeros padres.
Con el tiempo, Gilda y Sebastián, convencieron al pequeño para que se implantara una mano natural. Se destruyeron todos los archivos de voz, sonido y texto que habían sido creados durante su vida con sus primeros padres.
Era una norma del Código de Vida Ciudadana.
Violeta se encontraba más animada que su marido y no cesaba de hablar durante el trayecto del vuelo que les llevaba al archipiélago de Melanesia, al este de Oceanía. Índigo leía sobre las trescientas islas que formaban el archipiélago y se preguntó si podrían salir de las Fidji para visitar otras.
Minutos antes de aterrizar, pidió una dosis doble de Reposo. No tenía hambre, no quería engordar y por ello, su ración de costillas de macho afgano (recomendadas por la práctica ausencia de grasa), seguía intacta cuando el avión aterrizó.
Todo en aquel complejo turístico, estaba pensado para que no tuvieran que hacer ejercicio físico. Los bungalows, a pesar de aparentar ser de madera y techo de paja, eran auténticas casas con todos los equipamientos, y una red subterránea de servicios de bebidas y comida, enviaba los pedidos a cada bungalow por medio trenes y ascensores robotizados.
La oferta en pornografía era abundante, pero a Índigo le sorprendió la increíble calidad de los programas de sexo de realidad virtual. Ya no habían sensores en manos o genitales, a través de lo que parecía un auricular, se excitaban todas las partes del cuerpo.
Eyaculaba sin tocarse, su pene se endurecía ante la visión de la mujer que se penetraba el pene cortado de un hombre recién sacrificado (se suponía que ella era la matarife en esa película) y los impulsos eléctricos generados en su oído, bajaban directamente a su glande, creando un manto levemente electrostático en todo su sensible tejido. Violeta a menudo se masturbaba observando con los dientes clavados en el labio, cómo aquel pene se expandía y se agitaba a pesar de que Índigo parecía dormido.
El médico que examinaba a los turistas, mantuvo una charla con Índigo.
—¿Por qué no quiere engordar? Se ha de sentir muy decaído para no comer en suficiente cantidad las exquisiteces que sirven en este paraíso. Con los dos meses que lleva aquí, ya debería haber ganado siete u ocho kilos.
—Tengo algo de miedo, tengo inquietud por el momento del sacrificio. He soñado que gritaba y lloraba, que sentía algo horrible en mi cabeza cuando me aturdían antes de degollarme para el desangrado.
El médico observó sin demostrar preocupación visible, los globos oculares de Índigo: las escleróticas estaban irritadas y presentaban multitud de abrasiones, pequeños pinchazos que incluso llegaban a tocar el iris.
—No se preocupe por eso, es sólo una idea sin fundamento, algo normal en muchos de los que están próximos a ser sacrificados. La verdad es que no habrá ningún dolor y cuando llegue el momento, no sentirá ningún tipo de miedo ni temor. Toda la vida ha estado preparándose para el sacrificio, y le aseguro que siempre funciona como está previsto.
El médico del complejo turístico le inoculó una dosis de Paz y Amor por los lagrimales y por fin Índigo se sintió más tranquilo y en paz.
Paz y Amor es una droga ansiolítica y sedante que solo se administra en los últimos meses de vida, ya que es adictiva y baja el rendimiento físico y mental.
A partir de ese momento, toda bebida y comida que tomara estaba servida con Paz y Amor. Durante aquellos diez meses de vacaciones su humor mejoró y salvó algún día aislado, no volvió a pincharse los globos oculares como acto de rebeldía.
Todo el resto de su vida permaneció sumido en una controlada y artificial alegría y paz espiritual.
Al cabo de cinco meses ya habían hecho las suficientes amistades como para participar en las orgías y en los cuartos oscuros.
A partir de una orgía en un cuarto oscuro, Índigo comenzó a ganar peso con velocidad.
El matrimonio fue invitado a una fiesta negra, donde los participantes desnudos y llenando las habitaciones de uno de los bungalows, tocaban e intentaban tener actos sexuales con todo aquel que pasara cerca de ellos.
Violeta fue la primera en sentir que algo no iba bien: su pezón derecho había desaparecido, había sido limpiamente seccionado. Se dio cuenta de ello por la humedad que sentía, cuando salió al exterior pudo ver la gran cantidad de sangre que bajaba por su estómago desde el pecho mutilado.
Índigo salió unos minutos más tarde, también había sentido una humedad anormal en la entrepierna: tenía un solo testículo colgando que se quedo en su mano al tocárselo. El otro debería haber caído en la casa.
Llamaron al médico rápidamente para que les curara la hemorragia y denunciaron el hecho en la recepción del complejo turístico.
La mutilación sin permiso, como acto vandálico estaba severamente castigada.
Violeta exigió un pezón electro-orgánico, había oído hablar de ellos, de su extremada sensibilidad: provocaban de cinco a seis orgasmos con sólo chuparlos. El secreto se hallaba en que el implante del pecho llevaba dos electrodos que se conectaban directamente a los labios vaginales, muy cerca del clítoris.
Índigo quiso que al menos, por estética, le cerraran la bolsa testicular con algún relleno anti-alergénico.
En ambos casos las autoridades negaron los implantes, ya que dado el poco tiempo que les quedaba de vida, no era razonable.
A Violeta le cortaron un trozo de glúteo para modelar un pezón. A Índigo le cerraron el escroto vacío con láser azul y le implantaron vello en gran cantidad.
Los agentes que velaban por el Código de Vida Ciudadana, observaron las escenas grabadas en la casa oscura. En todas las casas se grababa constantemente a sus ocupantes. En plena oscuridad las cámaras cambiaban al modo de infrarrojo.
Allí, sin ningún tipo de investigación más que la observación de la grabación, dieron con el mutilador.
Era un hombre de mediana estatura, obeso y calvo. Vivía dos casas más a la izquierda de Índigo y Violeta. Apenas habían cruzado palabra con él. Era un soltero huraño que apenas hacía vida social.
La policía pudo ver como entre sus adiposos glúteos sujetaba un cuchillo de filo de diamante, de hecho es un filo virtual, ya que se trata de luz láser con una longitud de onda mortal.
Tocó a Violeta en su sexo y ésta torpemente a oscuras, lo rechazó empujándolo con la mano en el pecho. Luciano, el agresor, se sacó el cuchillo de las nalgas y con un arco luminoso, cortó el pezón de la mujer sin que ella se inmutara.
Índigo caminaba tras ella. Luciano lanzó la mano de nuevo para herir el sexo de la mujer, pero esta ya se había desplazado y el corte se lo llevó el marido.
Un testículo fue limpiamente seccionado por la mitad junto con el escroto, dejando abiertos y al exterior los conductos seminales, nervios y vasos sanguíneos.
Cuando la policía se presentó en el bungalow de Luciano, apenas había pasado una hora de la agresión y aún estaba trabajando el médico en la herida de Índigo.
Un policía llamó a la puerta de su bungalow.
—Señores Lerva, el caso está resuelto.
El médico seguía trabajando en el escroto sin prestar atención.
Colocaron en el reproductor de Virtuosismo el disco con la grabación de los hechos. Violeta se excitó ante la violencia a la que había sido sometida sin darse cuenta y se acarició el voluminoso clítoris durante los quince minutos de grabación. Disfrutó tres orgasmos en medio del silencio de los hombres.
El médico trabajó la herida con dificultad, ya que Índigo tuvo una fuerte erección con aquellas imágenes.
—Es su vecino, el señor Luciano. Soltero y de profesión guardia de tráfico. Vive dos casas más allá —señaló con la mano en dirección oeste— ¿Desean asistir al acto de justicia que se llevará a cabo en diez minutos aproximadamente?
—Por supuesto —respondió rotundo Índigo.
—Pues yo voy a vestirme y vamos allá —terció Violeta animada.
Llegaron a la casa de Luciano como una pequeña comitiva: el médico que se ofreció para grabar el acto de justicia, el policía, Violeta e Índigo. Pegados al cercado del jardín se encontraban una docena de curiosos.
Un agente de policía sujetaba a Luciano por un codo, desnudo ante los espectadores. Luciano era un tipo con una voluminosa barriga que casi ocultaba el pene en su totalidad. Sus testículos no se podían apreciar porque estaban enterrados entre la adiposidad de los muslos.
Un juez estaba situado a la derecha del obeso con expresión aburrida, mirando continuamente el reloj.
Su papada se sacudía en una respiración forzada, sus ojos estaban enrojecidos y húmedos. Sus labios temblaban con nerviosismo, en sus costillas había grandes hematomas, con el inconfundible color verde de las porras químicas, diseñadas para provocar el dolor que no podían sentir los humanos tras su nacimiento y posterior extirpación del gen del dolor.
Las porras químicas, con cada golpe, inyectaban un ácido irritante que penetraba en las fibras musculares para llegar al hueso, causaba una profunda irritación en el sistema nervioso. Humanos sin tara alguna, es decir con capacidad para sentir el dolor, habían muerto de dolor. El corazón no soportó esa descarga química.
Luciano supo lo que era el dolor a sus cuarenta y cinco años y a quince días de su sacrificio.
—¿Son ustedes víctimas y testigo-grabador?
—Sí señoría —respondió el agente cumpliendo el ritual y presentando al matrimonio y al médico.
—Pasemos entonces a la sentencia. Por la amputación del pezón de la señora Lerva, se condena a Luciano a la extirpación de sus dos tetillas mediante láser e irrigación epidérmica de Dolor Químico en las heridas ocasionadas. Por la mutilación de los testículos del señor Lerva, se condena a Luciano a la castración total de sus órganos genitales mediante láser e irrigación epidérmica de Dolor Químico.
Se considera que la glándula mamaria de las mujeres es mucho más importante que las falsas mamas de los hombres. En un intento de justicia, un servidor, juez y jurado, ha intentado equiparar el daño que ha ocasionado este delincuente. ¿Están de acuerdo las víctimas?
El policía habló en voz baja con Índigo y Violeta.
—Señoría, no están de acuerdo, agradecen su deferencia con la sentencia de la mutilación de las dos tetillas. Pero exigen también la lengua que se podrán llevar para cocinar y que se le mantenga en hemorragia durante cuatro minutos.
—Lo encuentro justo, así pues que se cumpla la sentencia. Oficial, corte primero la lengua para que no se la muerda y se estropee la cena de nuestras queridas víctimas.
El policía colocó una mordaza en la boca de Luciano que se accionó hasta separar al máximo las mandíbulas. Con unos pequeños alicates pinzó la lengua de Luciano y tiró de ella hasta que el hombre parecía a punto de vomitar. Sacó de su bolsillo un láser pequeño y al pulsarlo emitió un haz de luz azul que cortó la lengua, mantuvo la mordaza en la boca para pulverizar en ella Dolor Químico. Luciano se derrumbó entre gritos de dolor. El policía que estaba con el matrimonio y el médico, cruzó el jardín para ayudar a su compañero a poner en pie a Luciano.
La sangre manaba por su pecho y sus grasas se movían espasmódicamente con cada sacudida de dolor.
El agente que cumplió la sentencia, guardó la lengua en una bolsa, practicó el vacío y se la entregó al juez.
Ante la experiencia, los policías decidieron maniatar a Luciano a uno de los postes que aguantaban el techo que formaba el pequeño porche para que no volviera a derrumbarse por el dolor. El agente que ayudaba cogió con los mismos alicates el pezón y la areola del hombre y tiró de ella hasta que el tejido se tensó. El otro agente cumplió la sentencia y cortó la tetilla. El tejido que quedaba volvió a su sitio de repente, quedó una mutilación del tamaño de un puño. Con la otra tetilla hicieron lo mismo; acto seguido se le pulverizó Dolor Químico y se pudo apreciar como la sangre hervía en sus masivas heridas. El hombre se golpeaba la cabeza contra el poste al que estaba atado intentando soportar el dolor.
Con cierta dificultad, los agentes separaron las enormes piernas y accedieron a sus genitales, la sangre que manaba del pecho y la boca les obligaba a limpiar continuamente la zona para poder tener una buena visión. El público no pudo observar la operación puesto que los agentes ocupaban el primer plano. En unos segundos el verdugo lanzó el pequeño pene a los pies del juez e instantes después la bolsa testicular.
Aplicaron Dolor Químico y Luciano se destrozó el cráneo contra el poste ante la locura incontrolable del dolor. Lo liberaron de sus ataduras y dejaron que cayera al suelo, se podía observar pequeños trozos de cerebro entre el pelo de la parte posterior de la cabeza.
Durante cuatro minutos esperaron antes de que un agente médico, cerrara las heridas para evitar la masiva pérdida de sangre.
Luciano se encontraba en estado de shock y apenas se movía. El médico decidió cerrar la herida de la cabeza tras meter con el dedo el trozo de cerebro que asomaba.
Los presentes aplaudieron y el juez y los policías hicieron una reverencia a modo de saludo. Se marcharon todos charlando animadamente. Luciano quedó tirado en el jardín sin consciencia.
A partir de aquel momento, Índigo engordó rápidamente, su voz se tornó más suave y su deseo sexual se inhibió.
Violeta tuvo que satisfacer sus deseos sexuales en casa de amigos y en los locales destinados a ello. Su clítoris sobredimensionado pedía continuamente más atenciones y a medida que se acercaba la hora del sacrificio, dedicaba más horas al sexo.
Por su parte Índigo desarrolló una gran afición por la caza. Al sur de la isla y en el interior, se encontraba un coto de caza, donde se podían elegir piezas grandes, pequeñas o bien, participar en competición junto con otros dos tiradores.
Un aero-quad que reproducía las irregularidades del terreno, era su transporte habitual, Virginia prefería los aero-taxis.
El coto disponía de crianza propia, y por el camino que conducía al campo de tiro, se podían ver aborígenes de la isla en distintas tareas o bien fumando algún canuto de marihuana. Los pequeños correteaban desnudos y de vez en cuando, era fácil golpearlos con el quad cuando saltaban al camino.
El campo de tiro era como un coliseo romano en miniatura, los niños, mujeres y hombres caminaban aburridos mirando de vez en cuando a las gradas, donde los tiradores escogían a sus presas, que tenían un número tatuado en su espalda.
Cada tirador tenía que elegir rápidamente el número de su víctima, no se permitía disparar a una presa ajena. Parte del juego era elegir con rapidez el hombre, mujer o niño más apetitoso para así ganar puntos. Puntos que servirían para comida extra. La castración eleva el apetito.
Los fusiles utilizados eran las clásicas armas de fuego, de gran estampido y pesadas. Las gruesas balas provocaban grandes mutilaciones en los cuerpos. Cuando se disparaba a un presa pequeña de tres o cinco años, en cualquier punto que se apuntara era muerte segura.
Si tras el primer disparo, la presa era herida y en los siguientes cinco disparos no se conseguía matarla, un empleado del campo de tiro, acudía con un cuchillo tradicional y la sacrificaba clavándoselo bajo la nuca.
Los aborígenes no se inmutaban ante los disparos, se encontraban sedados y su única actividad era tumbarse en la arena o caminar en círculos. Algún niño corría o daba algún grito, otro reía por algo que nadie veía.
Olía mal, en el ambiente se respiraba a podredumbre. A matadero.
Índigo eligió una grada para disparar estirado con el cañón apoyado en un trípode. En el mando control de su puesto tecleó: 18. Se trataba de una mujer joven como todas, desnuda; pero destacaban sus pechos menudos y tersos. Sus pequeños pezones a través del monitor de la mira telescópico, se veían erectos. Sus muslos estaban sucios de sangre de menstruación.
Apuntó a la cabeza, presionó el gatillo y falló. No le dio de lleno, sino que le arrancó la oreja derecha. Accionó el cerrojo del fusil para cargar otra bala y disparó de nuevo. Cayó como si se desmayara, no hubo empuje, la bala actuó como si desconectara el conmutador de vida de la presa.
La bala entró por debajo de la nariz y salió por la nuca. El monitor del campo de tiro reprodujo el disparo desde distintos ángulos y se podía observar con total nitidez el agujero de entrada de la bala.
Ganó tan solo quince puntos, por un buen tiro se otorgaban cincuenta puntos como máximo.
Apenas tenía para un riñón español al jerez. Y tenía hambre.
A los pocos minutos, mientras fumaba un puro habano, salió a la arena el grupo folclórico de la islas, se componía de cuatro hembras, cinco niños de cinco a quince años y diez machos adultos de diversas edades.
Cada uno llevaba su propia puntuación pintada en pecho y espalda, era caza libre.
Por la acústica comenzó a sonar la música y el grupo empezó a bailar con una estudiada coreografía, todos sonreían y cada veinte segundos se lanzaban en carrera para formarse en otra parte del campo. Sólo se les podía disparar durante el baile.
Alguien disparó a una niña cuando corría a la formación y se le quitaron los puntos que tenía acumulados.
Eran aproximadamente unos cincuenta tiradores. Los silbidos de las balas no provocaban inquietud en las presas y cuando alguna caía abatida entre ellos, procuraban evitarla y en el intento perdían el equilibrio los más pequeños, algunos de ellos eran tiroteados en el suelo y no se levantaban.
Durante el tercer baile, fue abatida la última presa.
Índigo se llevó aquel día seiscientos puntos y pasó la tarde en un restaurante de buffet libre mientras Violeta practicaba sexo escatológico (una disciplina a la que había cogido afición por una íntima amiga que hizo) con un grupo de adictos al sexo compulsivo.

Abril 2349
Después del desayuno se presentó el aero-transporte que los llevaría al matadero. Un agente llamó a la puerta de su bungalow.
—En cinco minutos tienen que subir al transporte, van a ser sacrificados en quince minutos. Desnúdense y suban al aero-transporte.
Índigo sintió un inmenso vacío en su enorme estómago, ya pesaba ciento cincuenta kilos y le temblaron las rodillas. Violeta había ganado veinte kilos y su piel estaba sucia y maloliente, lanzó un suspiro de tristeza.
El agente les inoculó en el oído una dosis triple Droga del Reposo y en pocos segundos sus semblantes se relajaron.
El aero-transporte tardó cinco minutos en llevarlos al matadero.
El ambiente en la sala blanca alicatada era frío.
—No les proporcionamos abrigo porque esto será muy breve —dijo como todo saludo el matarife abrigado con una parka de pelo artificial.
—¿Quién va a ser primero?
—Quiero ser yo —dijo Violeta rápidamente acercándose al matarife —. Perdona, cariño; pero no me apetece nada ver como te sacrifican.
—Está bien, mujer. Ha sido una buena vida, te amo.
—Te amo, Indi.
—Vamos Violeta, túmbate de pecho en el suelo y relájate —le dijo llevándola al centro de la sala el ayudante del matarife.
Cuando la mujer se extendió en el suelo, el hombre atravesó cada tobillo con un afilado gancho con cadenas al extremo, cuando estuvieron firmemente asegurados, tras unos segundos, se accionó el torno elevador y lentamente se elevó el cuerpo de la mujer desde los talones, dejando caer un reguero de sangre que caía por sus piernas para inundar su vagina y rebosar por espalda y pecho.
Cuando su cabeza se encontraba a un palmo del suelo, se desconectó el torno. El ayudante sujetó su cabeza por la nuca y el matarife le golpeó con gran violencia la sien izquierda. El rostro quedó deformado por la rotura del cráneo y todo su cuerpo se convulsionaba provocando un estridente ruido de cadenas.
Con dificultad, el ayudante, sujetó la mandíbula de Violeta tirando de ella hacia el suelo para mostrar el cuello tenso y accesible. El matarife hundió el cuchillo bajo la papada y abrió el cuello en toda su longitud.
Durante el tiempo que exprimían las piernas para facilitar el desangrado, Índigo pareció sufrir una crisis de ansiedad, temblaba y sudaba. Incluso una lágrima corría por sus mejillas. Gracias a la video-vigilancia, un funcionario del matadero, entró en la sala con un nebulizador y le administró cinco dosis de Droga del Reposo.
Sus ojos y su respiración no mejoraron, pero ya no sufría esos violentos temblores. El cuerpo ya desangrado se dejó caer por una rampa de acero inoxidable que descubrió una trampilla automática bajo la cabeza de Violeta.
—Índigo, es tu turno. Ya sabes lo que hay que hacer.
Cuando Índigo se tiró con dificultad en el suelo, sintió con una sensación inexplicable cómo se desgarraba la carne de sus tobillos al ser atravesados por los ganchos.
—Me duele…
—Vamos Índigo, sabes que eso no es posible.
Cuando la cadena tiró de su cuerpo, sus gritos hicieron que los matarifes se taparan los oídos. Índigo sacudía su cuerpo con violencia. Hasta que el golpe con el mazo en la sien lo dejó mudo. Sentía el dolor; pero ya no era capaz de dominar su cuerpo, su cerebro estaba demasiado dañado.
Cuando le abrieron la garganta sintió cada latido de su corazón lanzar las últimas gotas de sangre. Se volvió loco de dolor mientras sus piernas eran masajeadas para el desangrado total. Su agonía fue intensa hasta que sus pulmones dejaron de coger aire.
La Droga del Reposo en dosis masivas, en algunos individuos causaba una recidiva del gen del dolor. Índigo no tuvo suerte.

Mayo 2349
Astro estaba a punto de cumplir los catorce años y su madre Gilda, le pidió que fuera a comprar algo de carne para comer.
Ya no vivía en Ciudad Bella, hacía seis meses que sus nuevos padres decidieron trasladarse a Costa Perfecta, un estado situado a cuatrocientos kilómetros de su ciudad natal. Le gustaba por el mar.
Sintió su corazón acelerarse, la cabeza de macho era grande y pesada, y sus ojos sin párpados miraban por encima de su cabeza. El blanco de los ojos tenía multitud de pequeños cráteres.
—¿Cuánto cuesta la cabeza?
El carnicero la pesó.
—Sesenta lúmenes.
Llamó a Gilda a través de su implante para pedir permiso para comprarla. Su madre se lo autorizó de buen grado.
Por la puerta entreabierta de la cámara alcanzó a ver los cuartos inferiores de una hembra; de su vagina sobresalía un enorme clítoris. Sintió un ataque de inusitada nostalgia.
Cuando llegó a casa, su madre preparó para él solo la cabeza en el horno robotizado. En cinco minutos humeaba con un delicioso olor a tomillo, ajo y pimiento. Los ojos se habían empequeñecido y parecían dos canicas negras.
Astro los pinchó y se los metió en la boca haciéndolos estallar, un líquido delicioso impregnó su paladar y cerró los ojos de placer. Eran los ojos de su padre. Nunca olvidaría a aquel hombre pincharse las escleróticas distraídamente mientras veía la televisión, no se acordaba ya de su nombre. Cuando acabó de comerse la carne de la quijada, le pidió a su madre que se lo congelara. Le había gustado mucho y al día siguiente se comería el resto.
La pena y el dolor, parecían compartir el mismo gen. Si extirpaban el dolor, la capacidad de sentir pena, también se evaporaba.
Los Estados del Bienestar Ciudadano habían alcanzado un equilibrio perfecto de convivencia y muerte.



Iconoclasta

La ilustración es de la autoría de Aragggón



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