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18 de abril de 2020

Lo que Murf atisba


Pienso en los seres que más quiero y en todo lo que haría por ellos.
Y en los que odio y las mil formas que imagino de masacrarlos.
Murf me observa con cierto interés, intuye la gran tensión que hay entre el odio y el amor en mi cerebro eficaz y peligroso.
Todos los bordes son peligrosos, cortantes.
Y si caminas por un filo, acabas herido tarde o temprano.
Bueno, más temprano que tarde.
De hecho estoy tocado desde hace mucho.
Y si ya lo estoy ¿qué puedo perder con un acto abominable?
El dolor te hace insano, ergo osado; el hastío, simplemente peligroso.
Y puede que algún día, si antes no muero, tenga que hacer algo por ellos por los poquísimos seres que amo con toda mi alma (si tuviera); como masacrar a los que detesto con una cólera controlada, fría y tóxica. Sistemática como un campo exterminio.
E inevitable.
Tal vez les deje un mundo mejor si descuartizo a cuantos pueda.
Extrañamente, puedo amar y odiar con idéntica pasión. Al mismo tiempo en cualquier lugar.
Algunos dicen que no es posible, pues sí lo es. Perdónales, Dios, porque no saben lo que dicen.
Soy el fracaso de Jesucristo.
Las tradicionales mentiras y leyendas religiosas siempre ayudan a dar más dramatismo a mi pensamiento incierto e inapropiado. Y por otra parte, las irreverencias son fuente de satisfacción.
Cuanto más quiero a esos pocos, más odio a esos millones. Amor y odio son directamente proporcionales y residen en el mismo lugar.
El lugar que mi Murf atisba.




Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

10 de septiembre de 2019

El inmenso peso de una tristeza pequeñita


No identifica el porqué de esa extraña y dulce melancolía envuelta en una gasa ensangrentada de esperanza por algo indefinido.
Por fin se da cuenta de que camina por los alrededores del centro veterinario donde llevó a su compañero antes de saber que moriría. No podía imaginar que se iniciaba el descenso a la imparable muerte.
A veces ocurre que la tristeza se encapsula en el tiempo, y permanece intacta al desgaste.
Debería extirpársela con una navaja de afeitar, por el cuello; se dice sin darse cuenta de que su puño está cerrado con fuerza.
Es desgarrador visitar el último lugar donde empezó a acabarse la vida. Y por alguna razón sus pies lo llevan allá.
Tal vez en su dolor hay una esperanza ingenua, deliberadamente inocente para conjurar esa densa tristeza: pudiera ser que su compañero se hubiera perdido y se encontraran en el último lugar donde aún no había tragedia.
Y llevarlo consigo de nuevo a casa.
No deberían doler tanto los seres tan pequeños. Es ilegal.
Apenas pesaba cuatro kilos.
Y tanta tristeza provocando interferencias líquidas en su campo de visión…
Algo no está bien en el planeta. Las desmesuras de la tristeza y la fatalidad son absolutamente desproporcionadas a su propio peso. A su importancia como ser humano. Es un mediocre y sus padecimientos deberían serlo también, no estas toneladas que caen encima de su ánimo y le aplastan los latidos del corazón haciéndole pensar que morir es una buena forma de salir de esta opresión asfixiante.
El dolor de los que amas y mueren es tan profundo que no llega ningún consuelo a él; se queda entre las entrañas pulsando como una infección caliente con su triste radiactividad que hace mierda cualquier sonrisa y perder el control de la inmutabilidad.
Malditas estas putas ganas de llorar…
¿Y ahora cuál será la próxima, hijo puta? Piensa mirando al suelo, más allá de la basura que hay en él. Más profundo. No busca, solo odia hacia abajo porque el peso de esa pequeña tristeza no le permite mirar al cielo.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.