Amanece lloviendo en una mañana bellamente oscura, relajada de luz, con el sonido acolchado que el bajo cielo rebota sin matices, sordamente, como un susurro en el oído. Es un día a juego con la piel de los cadáveres y la silente inmovilidad de sus pulmones.
Con el pensamiento oscuro llega la serenidad de la desesperanza.
No hay nada que esperar, tranquilo.
Y la depresión de los pusilánimes que intuyo, allá muy lejos, me provoca un conato de gozo añadido.
En soledad soy puramente yo, inmune a la vergüenza y al control. Es la razón de que las emociones se derramen como un torrente dentro del cuerpo y las entrañas oscilen flotando en cálidos embates de llantos íntimos, densos y aterciopelados.
Las tristezas se extienden con ternura entrando por los ojos infectando los dedos que, deliran acariciando algo invisible y hermoso en el aire. O cierro los ojos a una brisa que porta recuerdos y emociones por las que valió la pena nacer.
Y así, indefenso a mí mismo bajo la lluvia, encuentro el cadáver de un pajarito, un ser pequeño y bello que crea una angustiosa oscuridad en el ánimo. Una cuchara tan roma como dolorosa se clava en el corazón y me arranca un trozo del alma que se me escurre por los labios en un gemido mudo.
Es el suspiro más triste del mundo, un espectáculo digno de mí.
Qué pena, pobrecito mío, que no conocía su existencia y he tenido el honor de conocer su muerte, su tierno cuerpo aún incorrupto.
Tan pequeño y tanta desolación acumulada…
Pienso y deseo que ojalá me muera antes de ver otra naturaleza muerta.
Me siento ruin de seguir vivo ante esta hermosa y pequeñita vida que fue.
Purgo la pena dedicándole mis inútiles mejores deseos, un adiós tardío y una pena atómica.
Pareciera que acumulo muertes. Soy el contador de los cadáveres más bonitos del planeta.
Conozco ese dolor de la muerte en sus garras cerradas y crispadas.
Una certeza dolorosa.
Los salmos sabios del horror y la pena.
Lo conozco tan bien…
Siento tanto que haya sentido esa angustia, la certeza del fin durante una pequeña fracción de tiempo.
Pobrecito mío…
Y yo tan vivo de mierda, como un puto cobarde.
No puedo evitar quererlo ahora que está muerto helándose en un frío charco, con los ojos tan abiertos, mirando el cielo al que ya no volará.
No puedo sentir indiferencia. Por favor…
He perdido un trozo de alma y hay un agujero en el pecho que me roba la respiración.
Me duele la cabeza tan adentro que pareciera que nunca más podré sonreír.
Es hora de descansar, no quiero saber de más muerte que la mía.
Misericordia.
Estoy harto del frío en la piel tan parecido a estar muerto, de la gélida lágrima que no acaba de derramarse del párpado y amplía la visión del horror, una lupa lagrimosa y sórdida.
Y aquí entre los seres bellos, no llevo la máscara de la impasibilidad. Estoy indefenso a las tragedias mínimas.
Ojalá el próximo cadáver sea yo. Estoy agotado, cansado y triste de la peor forma posible, en libertad, en soledad. Sin que nadie interfiera en este dolor del súbito vacío.
Tan pequeño, tan bonito…
Soportando la muerte con los ojos bien abiertos.
Que valiente, pobrecito mío.
Y yo tan asquerosamente vivo.
La vida es una pesada carga, ya no quiero saber o experimentar más. Soy más sabio de lo que hubiera querido ser jamás.
Me quiero morir, aquí al lado del valiente.
Desaparecer con él.
Dios es un trozo de mierda, amiguito mío. No temas, el cerdo no existe y serás libre.
Si pudieras ser algo tras morir…
Me quiero acostar junto a él y ver las cosas que ya no ve.
Y no penar más.
Me duele inevitablemente el corazón.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.