Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
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2 de marzo de 2015
El juego del escondite
Ahora que soy mayor, quiero jugar de verdad al escondite.
Que alguien cuente hasta cincuenta y me dé la oportunidad de esconderme. Buscaré deprisa un lugar en la penumbra, donde estar aislado. Cualquier cosa que me libere de ser visto, de estar vivo e interactuar. El escondite es un juego de esperanza para la búsqueda del sosiego y la paz.
La gente no busca esas cosas, solo yo, que soy extraño.
Cuando te escondes, es morir, porque dejas de existir para otros si lo haces bien y no te encuentran.
El juego del escondite es un ensayo preliminar a la muerte.
Uno, dos, tres, cuatro... Y busco con ilusión el mejor lugar, no temo al ridículo, quedan aún muchos números para madurar y reconocer qué soy. Busco un lugar donde hayan vehículos destrozados con láminas metálicas cortantes. Nadie te busca si hay demasiado peligro.
Cinco, seis, siete, ocho, nueve... Un momento de duda ¿Y si me escondo mejor entre la vegetación? Es menos peligroso, pero no sería lo suficientemente dramático para mi gusto.
Diez, once, doce, trece, catorce... Hay un pozo por el que dejarse caer; pero sería morir de verdad. Recuerda, es solo un ensayo, no es necesario mayores daños; tendré suficiente con saber que desaparecer no es un trauma para nadie. Solo una efímera sorpresa. Hay tiempo de morir, no debe ser causa de aflicción cuando juegas.
Quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve... Yo tuve diecinueve alguna vez; pero estaba demasiado triste y ocupado con llorar y trabajar como para maravillarme de la libertad de ser adulto e independiente. Solo era consciente de que la gente muere y esclaviza. No tuve la feliz idea de jugar al escondite.
Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis... Si pudiera cavar rápidamente un hoyo en la tierra sería el ganador eterno del juego. Respiraría por un trozo de paja a través del barro que me cubriría mientras unos gusanos cubren mi cuerpo. No tengo tiempo para eso; pero desearlo tiene algo de macabro.
Veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres... El tiempo pasa rápido hasta para esconderse. Me gusta la voz que recita los números, tan lejana, tan inocente... Esperando descubrir su ojos para encontrar a alguien, como si eso fuera buena cosa.
No imagina que soy un jugador oscuro y denso sin alegría alguna. Alguien que no gritará de sorpresa ni con alegría por haber sido descubierto.
Treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve... Trepo a un árbol. Me hiero una mano porque alguien clavó hierros en el tronco. Observo caer la sangre de la palma de la mano, me gustaría saber si he interrumpido una línea de vida o amor. Algo importante. La voz que cuenta es un eco cada vez más lejano que parece venir hacia mi horizontalidad con verticalidad. Es curioso que la muerte sea horizontal y la vida vertical. Ahí está la secreta forma y proporción del esfuerzo y el descanso. La sangre no es vertical, solo se expande por la tierra y se enfría rápida, como el semen.
Cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco...
Me siento en el lugar donde han caído las dos gotas de sangre, las dejo entre mis piernas. No sé en que número está la cuenta. Solo interesa que las gotas han hecho dos cráteres en el polvo y desaparecen con rapidez. La tierra tiene sed. Un gato llega, se sitúa entre mis piernas y se tumba encima de la sangre. Ronronea con la panza arriba y es suave...
No le importa la sangre, ni el escondite. Solo quiere ser confortado. Me enseña que las cosas no tienen porqué ser difíciles.
Cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y ¡Cincuentaaaaa! Grita triunfal la voz desde allá arriba, porque la vida está arriba y la muerte abajo. Es un hecho.
Los muertos lo demuestran por mucho que los quemen.
A menos que un día lancen los cadáveres al espacio y así vendernos viajes en atmósfera cero para el día de los muertos. La muerte puede tener el atractivo de un parque de atracciones, solo es cuestión de marketing. Bastaría meterles un circuito integrado y un pequeño propulsor en el embalsamado ano para tenerlos localizados y en órbita geoestacionaria. Los niños a través de las ventanillas de la nave, podrían disparar con pequeños punteros láser e iluminar sus muertos.
Aún así, siempre los muertos están por debajo nuestro, no hay forma de mirarlos hacia arriba aunque parezcan zepelines, la falta de vida da esa perspectiva.
Viene corriendo hacia a mí, es una mujer hermosa, más hermosa de lo que como hombre puedo merecer, así que bajo la mirada hacia el suave pelaje del gato. No ambiciono cosas fuera de mi alcance, no usurpo edades que no me corresponden.
Se detiene e intuyo que ya no sonríe, simplemente nos observa al gato y a mí en silencio durante unos segundos para irse corriendo en la dirección opuesta en la que vino.
— ¿Dónde estáis? —pregunta con ilusionada voz infantil.
Las niñas bonitas no quieren tristezas, las niñas bonitas no quieren pensamientos adultos, porque es mejor ser joven toda la vida. Porque los tristes son siempre viejos, son feos. Y las niñas bonitas son siempre jóvenes.
También hay niños jóvenes toda la vida, solo se trata de este momento; de este lugar. Es meramente accidental que cuente una niña. Hay de todo y lo que abunda, lleva el sello de la banalidad.
Acariciar ese pelaje del gato es estar muerto y observar la superficialidad que quedará en toda la tierra cuando no respire. Es oír las risas de los encontrados y los que encuentran sin que ellos mismos puedan identificar la causa de esa alegría.
Soy extrañamente ajeno a esas risas, soy ajeno a todo.
No me siento especialmente feliz por los que juegan y pierden al ser encontrados.
Está bien, morir no será una gran pérdida. Aunque no hacía falta jugar para llegar a esta conclusión.
A veces soy un ingenuo, que más que esconderse busca tener la importancia de ser encontrado. No siempre tendré el valor de confesarlo; pero ahora que nadie me encuentra, nadie me oye, puedo hablar horizontalmente conmigo mismo.
Estoy a salvo de la indignidad.
Iconoclasta
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