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21 de junio de 2022

La envidia de Dios


Dios odia las cosas buenas, por envidia, por celos. Me las arrebata para ser el único a quien amar o desear se pueda.

Es un hijo de puta.

Así que piso con displicencia sobre las tumbas de cadáveres putrefactos o los secos, los que ya no tienen carne que roer. Y sin ser necesario meo en las lápidas marcando territorio para cuando muera, ser el cadáver más respetado del cementerio.

A ver si ese dios cabrón lo supera.

Y digo que amo el veneno porque no defrauda. Ni la bala certera, ni el filo quirúrgico.

Y el coño infectado de la puta y mi glande invadido por un chancro purulento que me envenena la sangre toda.

Amo el trozo de pulmón podrido que me sale de la boca como un animal muerto.

Dios no sabe que es un pobre mediocre previsible como sus cochinas creaciones. Por eso tanta vulgaridad y seres que no importa si viven o mueren, porque es todo a su imagen y semejanza.

Me cago en dios porque es la justa blasfemia que me libera y alivia la presión de su envidia podrida.

Así que amo lo pútrido para que se joda. Y me santiguo salpicando gruesos goterones de mi esperma en el pecho.

No creo en satanás porque es la cara de la esquizofrenia sagrada del mismo dios. Su rostro enloquecido y repugnante; falso como la madera podrida.

Amo lo sórdido, lo que duele, lo que rompe como un cristal la razón y la adoración de los imbéciles.

Así las cosas, digo que dios debería existir para poderlo envenenar y desangrar. Y ceñirle la corona de espinas de su hijo en esos ojos enfermos de envidia y demencia.



Iconoclasta