Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
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6 de marzo de 2016
La leyenda de los amantes atómicos
Las emociones liberan una sutil energía que produce imperceptibles cambios en el entramado sub- atómico del planeta. Es un hecho que nadie ha comprobado; pero yo sí. Soy memoria perdida.
Dolorosa y triste memoria.
Hay pequeñas heridas en el aire, en el tiempo, en el pensamiento. Llagas cuánticas, aberraciones que son solo sensibles a los amantes, los que se corresponden de la forma más triste y solitaria.
Algo completamente inusual.
A eso le llaman la triste existencia. Una afinidad entre seres que desean lo mismo, pero no se localizan.
Y desesperan.
Hay una sintomatología muy clara: en un momento determinado pierden un latido del corazón o una respiración queda suspendida entre los labios porque ambos se piensan, ambos se escuchan a través de órganos sensoriales formados por nodos neuronales en el cerebro profundo. Desconocen su identidad, solo saben que existen en algún lugar, en algún momento. En alguna nostalgia sin explicación y entre los gemidos de un sexo que no consuela, que no es el que quieren, ni con quien quieren.
Despiertan tristes cada día.
La vida les ha estafado.
Es un mal arreglo curar la tristeza con compañía de consuelo, porque se convierte en frustración y llanto.
Hasta que llegue la muerte que todo soluciona. Que anestesia de la vida.
Por alguna razón nacieron con deseos difíciles de gestionar en un lugar que no está preparado para ello. Son seres que no caben en estadísticas ni en pilas bautismales.
Acarician sus propios sexos pensando en posibilidades quiméricas.
Sus tristezas en los despertares siempre iguales, nacen de las esperanzas rotas de encontrar un ser que pudiera llenar sus huecos, sus necesidades, sus ilusiones de vivir. La triste energía que los envolvía se hizo agresiva. Se hizo peligrosa en potencia.
Sin saberlo estaban a punto de unir sus grises y vitales fuerzas para crear una deformación en el entramado de las corrientes empáticas de la humanidad.
Su energías eran idénticas y se sumaron. Se convirtieron, sin poder evitarlo y sin control, en dos generadores conectados en paralelo, duplicando la potencia, amplificándola en un microsegundo al reconocerse ambos.
Una potencia poderosa por la desesperación, por la tristeza vital que los llevaba con paso firme y seguro hacia la salida de emergencia. Hacia el suicidio.
En una tarde gris y fría, solitarias las calles, caminaban en direcciones contrarias, hasta que se cruzaron.
Ella lloraba serenamente pensando en la caída desde un puente de metal oxidado y aguas heladas. Su cabello dorado y mojado dejaría escapar desleídas hebras de sangre por las rocas. Él había llorado, se notaba en sus ojos enrojecidos de escleróticas radiadas por venas rojas de tabaco y solución salina en forma de lágrimas. Su puño se cerraba en el bolsillo en torno a una navaja de afeitar que liberaría la demasiada vida que había en sus venas.
Y ocurrió en un parque de viejos plátanos sin hojas, de grandes troncos verdes y corteza suave, una piel que en algunos lugares había desaparecido dejando cicatrices blancas. Vitiligo arbóreo...
Con sus ramas desnudas rezaban con verticalidad hacia el universo, como si le pidieran nuevas hojas. Cierta clemencia.
Era el decorado preciso.
Los columpios infantiles enfriaban el alma con su grisentería y quietud.
El ruido de la grava al caminar creaba un rumor funesto.
El amor se encendió de repente, rompió las conocidas dimensiones y creó una nueva innombrable. El encuentro, el sueño cumplido los hizo ajenos, extraños ante el mundo. Fueron transportados a otra atmósfera dentro de la misma Tierra.
Es un hecho extraordinario por lo escaso; pero obedece a leyes cuánticas de efectos mensurables.
Se abrazaron sin mediar palabra, gemían agotados...
La dimensión de su pasión se convirtió en muro infranqueable para ellos y para el resto de seres vivos y muertos.
Se encendió una fosforescencia púrpura a su alrededor. Los árboles tenían miedo, parecían temblar en aquel parque de un otoño desolado y tañeron las campanas de un viejo monasterio sin que fuera necesario.
Hubo gente que bajó de sus colmenas de ladrillo y cemento para admirar el suceso, porque era tarde depresiva de domingo, necesitaban alguna novedad, algún suceso extraño que hiciera su vida, si acaso por unos minutos, remotamente trascendente.
Los hallados dejaron de entender cualquier lenguaje hablado o escrito. Los gestos humanos se hicieron incomprensibles. Las voces no llegaban a penetrar en su dimensión. Su burbuja neuro-atómica era ahora su planeta. Eran ellos quienes veían a las bestias hablar y gesticular en aquella jaula colosal en la que se convirtió la Tierra.
Su planeta se detuvo en un eterno y suave alba. Un amanecer amable, de medias penumbras y claridad de oro que duró el resto de sus vidas.
La Tierra había desaparecido y se convirtieron en isótopos de amor sin saberlo, dulcemente.
Una de las dimensiones rotas fue el tiempo. Apenas se amaron eternamente durante unos minutos frente al mar y el horizonte de un nuevo amanecer.
Consumían la vida a velocidades de taquiones; pero en su mundo, en aquel accidente cuántico, se sentían eternos, vivieron decenios. Tal vez, aún estén vivos.
Los humanos golpeaban aquella púrpura bola de amor, les gritaban que dejaran de abrazarse: "¡Os estáis desintegrando, idiotas!".
Los hallados ya no estaban, habían viajado lejos. La gente solo veía una proyección, un holograma que se disolvía por momentos.
Y se hicieron leyenda en unos minutos. Se hicieron mentira, porque esas cosas son imposibles y los testigos dudaron de sí mismos cuando volvieron a sus colmenas. Alguien dijo que el agua estaba contaminada, que estaban intoxicados.
Los amantes atómicos fueron un insulto a la mediocridad, a la pasividad, a la banalidad...
Los amantes atómicos no conocían ni les importaba que hubiera una ley natural que prohibía el profundo amor, que quien amaba con todas sus fuerzas, con todas sus fuerzas quemaba su vida.
Porque el amor puro es una partícula cuántica que desarrolla una energía destructiva para el tejido humano, para la razón humana.
Para la civilización castradora de ilusiones.
Y desaparecieron dejando reflejos erráticos y caóticos en las pupilas humanas. No quedó nada, la naturaleza del planeta y del universo borró todo vestigio de aquella imposibilidad atómica de amor con la firmeza de un castigo.
Lo cierto es que el planeta no pudo hacer nada para vengarse de esa afrenta, viajaron a velocidades de dios. Se escaparon de las severas leyes tácitas.
Anatema humano. El pecado capital es trascender.
La humanidad respiró más tranquila, no tenía nada ya que envidiar. La mediocridad no corría peligro.
Como era de prever, quedó latente el fenómeno de amor atómico como una leyenda sin claro origen en la conciencia humana. Se designó un día de fiesta anual para celebrar paganamente a los amantes atómicos. Los cobardes, los que temían a la soledad, se exhibían bailando descalzos sobre alfombras de vidrios rotos para demostrar que eran tan valientes como aquellos tristes enamorados que se desintegraron abrazados en una burbuja de amor cósmica.
Y los perros, en las playas lamen los pies ensangrentados de los cobardes ebrios que jamás morirán por amor.
Fue cierto, no es leyenda. Fui testigo desde mi tumba eterna y solitaria del endo-cosmos de los suicidas. Cuando me lancé desde lo alto de aquel edificio, ella se aproximaba, lo noté cayendo. Ya era tarde. Y cuando todos mis huesos se rompían, se creó una anormalidad cuántica que desapareció cuando mi cerebro estalló contra el suelo.
Morí en el preciso momento de cruzarnos, por eso sé de estas cosas.
Soy un muerto y mudo testigo.
Ella se suicidó poco después, lo intuyo. Ahora debe ser una tristeza flotante como yo; ya no nos podremos encontrar jamás.
Somos cuantos sin energía, restos de amor que flotan como la chatarra espacial en el vacío. Una fisión fallida.
Estuvimos a un paso, a una fracción de segundo de ser amantes atómicos.
Ahora solo somos quarks de la tristeza.
Iconoclasta
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