Dicen que hay diversos métodos para tratar la angustia; pero en realidad no se puede tratar o gestionar. Solo puedes distraerte de ella hasta que pase la crisis.
Lo más habitual es el método del alcohol y las drogas; pero
yo soy más de cagarme en dios y la puta que los parió a todos.
Y hablar poco, lo mínimo. Volcar mi pensamiento violento en
el papel, esculpirlo y que adquiera el poder de las tridimensionalidad.
Se me da bien el silencio, paso horas sin decir ni una sola
palabra; como el cazador que debería haber sido, acechando en silencio durante
horas en el bosque la posible presa que muchas veces no conseguía y debía entonces
recolectar y comer bayas antes de que oscureciera.
La angustia es un trance que nace de tu ignorancia. No sabes
lo que te ocurre, no sabes quién te hace daño porque te han educado para creer
en el poder de un jerarca y sus dioses. Por tanto ¿qué te hace sentir tan mal
si estás protegido en los brazos del poder de los dioses y sus obispos (los
políticos lo son, predican su palabra) codiciosos y enfermos de poder? Los que
te educaron robándote la infancia para que creyeras en ellos.
Es muy sencillo, el ser humano es un animal triste. Al
contrario que el resto de las especies salvajes nace en cautividad y crece para
dar su vida al estado y a dios. Toda su existencia está destinada a engordar con
oro y dinero a generaciones de poderosos y dioses, sin tiempo a mirar las nubes
y si las mira, es porque le han dado un permiso especial para ello.
Como todo animal en una granja o zoo, los humanos se
deprimen.
Tu instinto te grita que no naciste para vivir en una granja
vertical. Que naciste como animal en el planeta y te tratan como gallina o
cerdo en granja.
Eso es la angustia que sientes. El que hayas creído y
asumido que alguna ley debe haber en este mundo sobre tu cabeza y que vivir
esclavizado es la única forma de vida posible; a pesar de que la historia de
esta civilización y sus cimientos no supera los veinte mil años, y el ser
humano, la especie más evolucionada de homínidos, dicen que lleva trescientos
mil años sobre el planeta.
La angustia es la tristeza instintiva que sientes por esos
últimos veinte mil años de generaciones de codiciosos que, por falta de
inteligencia y fuerza, eran incapaces de cazar o recolectar. Y comenzaron a
parasitar tu esfuerzo, tu vida y tu tiempo. Esos que hace poco más de veinte
mil años empezaron a clavarte en el cerebro un orden, una ley, un dios, una
policía, un censo y un trabajo sucio a perpetuidad a través de un hechicero que
se convertiría en rabino o sacerdote y luego, algunos crearían castas de
políticos.
No sabes lo que sientes porque eres ignorante de tu propia
especie. Eres un animal que nació para ser libre y lo convirtieron en esclavo.
No es tristeza, es la alarma que lanza tu instinto de que esta sociedad o
civilización te esclaviza, tu vida como ser vivo, es la más triste del planeta.
No hay falta de espiritualidad alguna, ni de altos valores
en ti. Naciste en cautividad y te vendieron a un amo.
No tienes suficiente cultura ni formación propia gracias al
oscurantismo del poder para reconocer lo que te ansía, porque tu pensamiento
mismo es esclavitud y dependencia. Simplemente has oído que lo llaman angustia,
ansiedad, depresión o ataque de pánico. Incluso trastorno bipolar.
Eres un pobre animal en una granja y tu instinto animal se
rebela. El leopardo loco que da vueltas en la jaula rugiendo lastimosamente
porque te asfixias. Porque no queda nada de tu especie en ti. Nada de lo que
sentirse orgulloso cuando te metes con cientos de reses como tú en un vagón o
en una carretera hacia tu centro de explotación.
Y la angustia la desencadena esa compleja química que se
pone en marcha por orden de tu instinto para avisarte que algo huele mal en tu
vida, que no es así como debieras vivir. Es justo la misma angustia o
expectación del cazador frente a su presa en atávicos tiempos, la de urgencia,
la de apremio.
Una angustia o tristeza existencial que surge
periódicamente, y te roerá el ánimo hasta que consigas entender dónde te
encuentras, con quién y en qué condiciones. Una enfermedad propia de una
sociedad decadente, ya a punto de venirse abajo. Cuanto mayor es el nivel de
opresión, más se rebelan los instintos y se impondrá la ley del más fuerte que
no teme armas ni prisiones. Morir por morir, mejor eliges tú el cómo y el cuándo.
O lo intentas.
El poder de la civilización actual, quiere borrar de sus
reses todo rastro de naturaleza humana y ahí radican los problemas: no puedes
dar caza a quien te esclaviza porque pervirtieron durante toda tu infancia y
adolescencia tu esencia, tienes una orden programada. Debes ser una res
ejemplar, mansa, obediente y, ante todo productiva; es difícil romper la
programación incrustada durante tantos años.
Si en Filipinas gritan por miedo al calor, todo el planeta
grita al mismo tiempo. Como en las películas las vacas sedientas de un rebaño
corren en estampida al agua que huelen. Son reses ya globales, en lugar de
llevar etiquetadas las orejas, las han dotado de celulares, de teléfonos “inteligentes”.
El problema está que el animal que ha nacido en cautividad,
no se adaptará o morirá en libertad. Tal vez eso es algo que sabes; pero
gracias al adoctrinamiento recibido en tu infancia, vuelves a la línea de
programación: que una vida sin leyes, sin poderosos y sin dioses, no es
posible, sería el caos.
Te equivocas, el dogma que te implantaron es mentira. No se
produjo ningún caos durante los cientos de miles de años (toda la historia real
de la humanidad) en los que el ser humano nacía y vivía libre. Donde evolucionó
en inteligencia.
Si eres consciente de ello, de tu naturaleza, pasará pronto
la depresión y reconocerás que no es angustia, es simplemente rebeldía. Y entenderás
que debes seguir el juego a los granjeros o dioses, porque te matan de hambre o
a tiros si no lo haces; reconocer esto es importantísimo para tu salud mental.
No tienes otra opción hasta que llegue el momento de reconquistar al ser humano
como especie libre.
No te preocupes, cada vez son más los cerdos humanos de
granja que no saben porque se deprimen o se sienten acosados por algo, o
alguien. La sensación de que algo malo va a pasar no es un don adivinatorio o
parapsicológico, es un aviso de lo más recóndito de tu cerebro: estás viviendo
una mala vida, indigna.
No vayas a un psicólogo o psiquiatra, ellos se limitan a
ajustarte de nuevo adormeciendo tu atávico instinto con meta drogas. Y
colocando leyes, sacerdotes y políticos en el aparador principal de tu pensamiento.
Es todo una mierda, lo hicieron mal, te deformaron cuando destruyeron
tu infancia y tu juventud en ser amaestrado.
A la fuerza tiene que pesarte. Es normal y lógica esa
tristeza, ese ataque de pánico que no lo es. Porque se trata de puro arrebato,
rebelión.
Hasta que un día enciendas un cigarrillo asqueado de
trabajar para darte un respiro, solo para ti, sin dar explicaciones a nadie y
en contra de lo establecido en las normas de la empresa y gobierno. Y en medio
de ese humo que aspiras y exhalas pensativamente, puedas ver en una difusa y
vaporosa pantalla en lo que te han convertido y en lo que te espera.
Pero tranquilo, puedes distraer la angustia durante el fin
de semana: unos litros de ginebra, unos gramos de coca, unos porros de maría,
un par de ácidos; una paliza a la parienta y el lunes estarás como nuevo para
comenzar tu semana laboral esclava. Olvidado ya lo que pudieras haber razonado en
un arrebato de claridad, lo que realmente eres y quienes son ellos, el poder.
Lo verdaderamente deprimente, es que por ti mismo seas
incapaz de saber lo que ocurre en tu cabeza. En tu naturaleza.
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El cielo que nos
robaron.
No somos lo que debemos.
Porque nos lo prohibieron, emplearon nuestra infancia y
juventud en ello.
El recuerdo de tantos años de niñez y juventud bajo el
adoctrinamiento de esta sociedad o civilización, nos dejó una cicatriz que
huele rancia en el pensamiento, una suciedad que no podemos quitar. Una
violación que nunca olvidas.
A unos destruyeron como humanos puros. Otros nos sentimos
silenciosamente orgullosos de ser libres y no globalizados o infectados por el
pensamiento insectil de un rebaño.
Nuestras certezas viajan invisibles entre las potentes
frecuencias de la mediocridad y su uniformidad.
Ambos, los conversos y los libres pensadores, perdimos la
infancia y la juventud (nos las robaron) en las escuelas de acondicionamiento a
la esclavitud que eran todas: castigos, himnos, leyes, credos, normas,
tradiciones, patriotismos, urbanidad (mezquindad de rebaño), sociales (historia
amañada) y autoridades: obediencia y respeto.
Pero en la adultez unos nos desprendimos de ese pelaje
piojoso con el que pretendieron uniformarnos. Imagino que nacimos con una
corteza dura que protegía al cerebro de la doctrina de la esclavitud y la
mansedumbre.
Caminamos relajadamente porque no nos preocupa la
moralidad del rebaño ni la patria que dicen que tanto hay que amar. No es
extraño que despreocupadamente marque con orina mi territorio o como decían en
el colegio: “mi patria”.
Nuestro hogar es el planeta; pero si para tranquilidad de
los mediocres hemos de gritar “¡Viva mi patria!”, lo hacemos, somos buenos
actores, aprendimos cinismo en la escuela para sobrevivir. Y luego escupimos
para limpiarnos del veneno de la mezquindad.
Realmente hemos pensado al gritar: “Ni amo ni dios”, sin
entusiasmo, porque lo pensamos a un millón de revoluciones por minuto todos los
días. Es algo congénito, un acto puramente instintivo como rascarse el culo al
despertar.
En lugar de redacciones bobas de montaña y mar y
vacaciones y familia y amigos; escribimos y describimos el mundo y lo que
contiene de maneras que a nadie gusta, o les hace toser.
Y ahí está nuestro gran triunfo, en ser la minoría
incorrupta.
Llevamos las de perder, en las falsas democracias, la
mayoría sin cerebro gana.
Nos jodemos.
Nada nuevo bajo el sol.
No es extraño que sintamos esporádicos y breves ataques
de una angustia surgida de vivir en un tiempo y lugar que no es nuestro, que no
pedimos. Con la fatalidad de haber nacido en una civilización o sociedad
esclavista y mezquina que devora al ser humano como individuo y le mete cosas
en el culo para que se obsesione con el ano y no con la imaginación que,
pudiera ser inadmisible e ilegalmente creadora.
Sabes que las ciudades son criaderos humanos, que el
poder hace muchos siglos entendió que cuantas más reses humanas criara en sus
tierras, más riquezas ganarían cobrándoles el impuesto por respirar, por vivir
en su feudo o país. Se construyeron miles de grandes ciudades verticales.
La religión, la política y la economía, técnicas de pura industria
ganadera, tal como el vacuno. Y se crearon razas humanas más mansas y
obedientes por simple selección de crianza de forma espontánea.
Y ahora que son tantas las reses estabuladas y cuesta
demasiado dinero alimentarlas, matan/sacrifican a las viejas que no rinden y prohíben
el pastoreo al aire libre de las activas. Y así siempre encerradas para recaudar/robar
el dinero que gastaban en ocio porque no lo necesitan ya. Tienen teléfonos y
televisores para ver el mundo aposentadas sobre sus grasas y excrementos. Están
aterrorizadas en su ignorancia por la superstición apocalíptica del clima
predicada por el poder. Las vacas humanas darían a sus crías en holocausto a
sus amos poderosos si así se lo pidieran/decretaran por evitar el apocalipsis
que se avecina.
Así, conociendo la historia sin pasión, fríamente (si acaso
asco) tranquilizamos al animal que llevamos dentro y está nervioso: “Tranquilo,
bestia, desahógate. Ya ves como ha ido la historia, no te agobies, es
irreparable. Son unos hijoputas y algunos morirán antes que nosotros, así que
disfruta de ello, de lo que puedas; porque no hay tecnología para escapar de
este planeta”.
Y mientras la angustia se apacigua y se forja un tonto
orgullo, fumamos un relajante cigarrillo que nos llena los pulmones de todo
aquello que en la escuela, catequesis y telediarios adoctrinaban que era malo.
Soñamos con cazar, comer y follar salvaje y libremente.
Con morir…
Luego, dormiríamos agotados de cara al cielo que nos
robaron los adultos cuando éramos niños.
Como debería haber sido, si no hubiéramos tenido tan mala
suerte al nacer.
Iconoclasta
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