Sin ser consciente, a veces sonrío y saludo a una pequeña nube que ha tapado al hijo puta del Sol.
Y acto seguido siento vergüenza, porque no sé si he hablado en voz alta.
Y no quiero hacer el ridículo ante el planeta.
Y volverá a ocurrir porque soy un hombre agradecido a las nubes.
Al final, acabas haciendo amigos, sean nubes o sapos muertos.
Aprecio sobre todo a mis amigas las nubes aunque me pudieran partir con sus rayos.
Me provocan un dulce sopor cuando aportan el fresco consuelo de cubrir los rayos del sol.
Mis ojos se cierran y mi alma suspira.
Ella está a mi lado y apoya su cabeza en mi hombro.
Entreabro los ojos para besarla y los entrecierro metiendo la mano entre sus muslos, acariciando los húmedos labios de su coño con posesión. Es ternura infinita y un deseo feroz.
A veces no me entiendo.
Los árboles y el aire crean un rumor que parece un saludo, una conversación con alguna parte de mi cerebro a la que no tengo acceso; pero siento que está porque relaja mis nervios, mis ansias.
Temo cuando callan, cuando no hay sonidos y el calor aplasta mi cuerpo y el pensamiento.
Cuando el silencio es expectación, como si el bosque pidiera tragedia, pidiera sangre.
También cierro los ojos para intentar buscar consuelo en la oscuridad; pero ella está a mi lado. Y la quiero, la amo, la deseo, la necesito...
Me gustaría decirle que se aleje de mí, pero los rayos de sol han cerrado mis labios, los ha fundido como si fueran de cera.
Mi mano entre sus muslos lleva una navaja y la acaricia con brutalidad, con el filo.
Muchas veces...
Por sus muslos bajan ríos de sangre. No puede gritar porque en algún momento le he cortado el cuello.
La sangre es más fría que el aire que me asfixia, me llevo las manos empapadas a la cara y me froto.
No me gusta ese sueño, esa imagen me da miedo.
Miedo de mí mismo.
Temo cuando las nubes no tapan el sol y nada intercede por mí ante el abrasador calor que enturbia mi pensamiento.
Por eso estoy tan agradecido a las nubes; me cuidan.
Se merecen que les hable.
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El celador observa detenidamente a Jonás sentado en uno de los bancos del jardín del hospital psiquiátrico forense. El enfermo habla mirando al cielo con los ojos entrecerrados, con una ternura en su rostro que le sobrecoge.
Entre calada y calada de cigarro, se pregunta cómo es posible que un cerebro pueda estar tan podrido.
Tira la colilla al suelo y se dirige hacia el interno.
- Vamos adentro, Jonás, ya hace mucho calor y no te sienta bien.
Jonás se pone en pie y le sonríe.
-Gracias Álex, eres como una nube que me alivia de mí mismo -le agradece el loco antes de que cierre la puerta de su celda.
Y Álex siente alivio cuando le da la espalda a la locura. Se siente a salvo cuando toda esa letal demencia está encerrada.
Iconoclasta
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