Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
11 de enero de 2016
Morir ante el horizonte
Es tan fácil morir aquí.
Es el momento, es el lugar. A cualquier hora, donde quiera que pises es lo oportuno. Lo que pide cada célula del cuerpo: morir y trascender por encima de la vida o dentro de ella.
No más multiplicarse, es hora de disgregarse.
Solo los que se dieron por muertos y los que llevan como amigo el leal dolor, pueden sentir como el corazón late fuerte ante las nubes que asoman imponentes tras una montaña y te dicen que vayas con ellas. Es como asistir a la creación de la tierra que uno pisa, al aire que corta los labios...
Qué peligro, qué tentación de belleza. No quiero volver a casa.
Me han invitado, de alguna forma, todo me arrastró aquí a este momento. Como si el dolor y el miedo que se ha padecido fueran esos afables amigos que te invitan a entrar en su casa, con su cálida mano posada en tu espalda. Así es como vamos hacia el horizonte.
Adquiere sentido morir cuando lo has visto todo, cuando sabes que ya no queda emoción mayor que la apoteosis del cielo vertiginoso. O la vida que se desprende a jirones de humo blanco de la tierra cuando el sol la hiere.
Las nubes son vapor de agua y yo soy agua, al morir seré jirones. No tendré conciencia de ser; pero estaré, acariciaré otras vidas, entraré en intersticios prohibidos al cuerpo, prohibidos a los ojos.
Es maravillosa la dinámica de fluidos.
Tal vez por ello tenga estas ganas de llorar.
Sin saber, sin doler...
Cuando se existe sin conciencia, no hay dolor, no hay angustias, es la liberación absoluta.
Hay que morir ante la libertad absoluta. La transformación final, lo que los cuerpos agotados y las mentes saturadas necesitan.
En sueños somos perfectos. En la muerte también, no hay lugar para el error. Es tan sincera... Habla claro mi amiga, lo necesitaba.
Para morir llegamos aquí.
Es un proceso natural, lo pide mi piel: extenderse en el suelo y evaporarse, dejar de existir con esperanzas que nunca llegan y angustias. Ser sin más complicaciones.
Como el chillido del águila, o el jilguero que posado en la rama me observa de reojo, ya soy casi ellos.
Observas el maravilloso cielo, la grandeza de la tierra y te das cuenta que la muerte es la meta. Es subir por fin al pódium para poder vivir, para ser libre.
No importa lo que hayas hecho, no hay castigos. Todo lo que una vez fue o estuvo trascendió y llovió sobre nosotros, lo pisamos, lo bebimos y lo comimos. Somos lo que otros fueron, por ello nos odiamos.
Hay que mirar a los amplios y monumentales horizontes para sentir el deseo de abrir los brazos y pedir muerte bendita cuando el viento azota tu ropa de la misma forma que lanza las nubes en una veloz carrera.
Es como si...
Como si tanta vida, pidiera muerte para alejar el dolor de la existencia.
No necesito entender, se acabó buscar.
Está todo ahí, todo lo que murió...
Todo lo que fuimos es el cielo y la tierra.
Mis muertos queridos, os siento entrar entre mi ropa, sois una fría acaricia...
Este es el único momento, en el que es legal llorar.
Ahora sí.
Pronto, ya pronto...
Iconoclasta (texto y foto)
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