3
Tomó el metro y transbordó en el tren de
cercanías. Trabajaba como especialista en una prensa de moldes de plástico.
Llegó dos horas tarde, se sentía mal, con el vientre dolorido y una sensación
de náusea.
Lo rutinario y monótono de su trabajo apenas
lo abstrajo de sus pensamientos y miedos. No podía dejar de ver a su esposa
como en un sueño, a través de una gasa, penetrada por su propio pene oscuro,
como si fuera un animal venenoso.
El intenso ruido de la maquinaria pesada no
era suficiente para acallar sus miedos.
La prensa bajaba con fuerza haciendo temblar
el suelo. Lo hacía miles de veces a la semana; por fin, algo se había roto en
toda aquella rutina y se arrepintió de haber deseado muchas veces que algo
cambiara en la monotonía de su vida. Ya no sabía si aquello era realidad o un
sueño que se repitió hasta el engaño. Lo real era su pene alejándose de su
cuerpo, su miedo, la locura…
— ¡Fausto! ¿Qué te pasa? Ve a descansar —le
ordenó Sánchez, el supervisor de la planta—. No deberías haber venido, amigo.
Ve al médico, porque haces muy mala cara.
Fausto se encontraba inmóvil
ensimismado en sus pensamientos y la prensa se había detenido; el personal de
la cadena de montaje necesitaba sus piezas.
Lo que verdaderamente le obsesionaba era su
propia imagen en el vientre materno. De alguna forma tenía la certeza de ser él
aquel feto que flotaba compartiendo útero y placenta con un pene que era su hermano.
Dos seres en un mismo vientre, algo imposible que no puede ocurrir.
Si estuviera loco, no habría aquella sangre;
si estuviera loco, su esposa lo habría notado. Si estuviera loco, no sería tan
extraño todo.
—Lo siento Sánchez. No me encuentro nada bien.
Voy a recursos humanos para avisar que voy al médico.
—Tranquilo, ve y descansa. Que te mejores.
Por supuesto, no acudió al médico. Era la una
del mediodía del jueves cuando llegó a casa, se metió en la ducha y se estiró
desnudo en la cama. Tenía una extraña comezón en el pubis, muy adentro.
Tomó el pene y tiró de él para separarlo. Le
produjo un dolor tan intenso que volteó sobre sí mismo en la cama cayendo al suelo.
Entre el bello del pubis surgió sangre dibujando el contorno donde se alojaba
el bálano-móvil.
La puerta de casa se abrió Se apresuró a
meterse en la cama y apareció Maricel en el umbral de la puerta.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué has llegado tan
pronto? —le preguntó su hija sorprendida.
—No me encontraba bien, estaba mareado y con
dolor de estómago. He pedido permiso por indisposición.
Maricel se acercó y le dio un beso en la
mejilla.
— ¿Quieres que te prepare algo o vaya a la
farmacia?
— No, esto con un poco de descanso se curará.
No te entretengas y ve a comer, que te queda poco tiempo para la próxima clase.
—Sí y hoy comienza un poco más pronto. ¿Lo
sabe mamá?
—No la he llamado, no tiene importancia.
Su erección se hizo potente y le dolía, sentía
vivamente como el miembro intentaba desprenderse.
Y se desprendió dejando un pequeño rastro de
sangre, el último acto de voluntad propia de Fausto fue llevarse las manos al
punto de dolor que era el pubis. El pene reptó bajo las sábanas entre sus
piernas, su conciencia quedó en un segundo plano y su cuerpo lacio. De una
forma impersonal observaba el avance del pene con sus testículos encogiéndose y
estirándose con cada avance.
El pene en el vientre materno viajó lentamente
desde cerca de su rostro hasta alojarse entre sus incipientes piernas. Recordó
aquello como su primer contacto con el dolor, cuando una especie de boca
dentada se abrió en la base de aquel pene y rasgó su tejido aún fetal para
clavarse a su pubis vacío. Su madre padeció una pequeña hemorragia a la que los
médicos no dieron importancia.
Esas visiones las vivía de una forma directa y
dolorosa, con todos sus sentidos. Recuerda el miedo, la repulsión que le
inspiraba aquella cosa que estaba encerrada con él.
Maricel ya estaba en la cocina preparando la
comida del refrigerador para calentarla en el microondas. Vestía un pantalón
vaquero ajustado con el botón de la cintura desabrochado y una camiseta de
cuello redondo estampada. Su cabello liso y negro estaba recogido en un moño en
la coronilla, atravesado por dos lápices con goma de borrar.
El pene entró en la cocina, y se acercó hasta
el pie calzado con unas sandalias de tiras de cuero. El glande lucía brillante
y mojado, dejaba pequeños hilos de baba enganchados en el suelo que se rompían
con el avance. El meato parecía una sonrisa de alma podrida o un ojo ciego del
diablo.
Cuando rozó la piel del pie, Maricel se
sobresaltó y lanzó un grito de horror ante aquella monstruosidad. El pene la
acechaba siguiendo el movimiento de su piel, hasta que le dio una patada
lanzándolo fuera de la cocina.
— ¡Papá, papá! —gritaba corriendo hacia la
habitación de su padre.
Su padre estaba inmóvil con los ojos abiertos
mirando nada.
— ¿Qué te ocurre? —le gritaba zarandeándolo.
La sábana cayó dejando desnudo a su padre,
observó con un escalofrío que no tenía genitales y que del gran agujero de su
pubis, manaba aún un poco de sangre.
El pene ya se encontraba en el umbral de la
puerta. y subió a la cama, reptando por la sábana caída en el suelo.
Maricel subió a la cama, al lado de su padre y
le palmeó las mejillas para intentar devolverlo a la conciencia; pero no
respondía. Buscaba por el suelo aquella cosa repugnante. No quería separarse de
su padre ni para llamar por teléfono para pedir ayuda.
Oyó que algo rozaba la sábana a su espalda y
cuando se giró para enfrentarse a lo que fuera, el pene erecto y sobre sus
testículos se encontraba en la almohada, casi a la altura de su rostro; le
escupió un líquido incoloro y espeso en la cara pringándole los ojos y la boca.
Se sintió invadida por un denso olor a orina. Saltó por encima de su padre al
suelo, gateó y al llegar a la puerta de la habitación se detuvo. Se puso en pie
y se bajó los pantalones y las bragas, para luego acostarse en la cama. Sus
dedos acariciaron el monte de Venus depilado, se acariciaba los bordes de los
labios de la vagina anticipándose al placer, esperando el pene que reptaba
entre sus piernas hacia su coño.
Fausto observaba desde la bruma a su hija con
las piernas abiertas y una sonrisa de placer lasciva en la boca, sus labios
lucían brillantes por la sustancia que le había escupido su pene, no se
limpiaba el moco que se había formado en sus ojos.
El pene presionó su glande empapado contra la
vagina y retorciéndose la penetró. Maricel acariciaba aquello que se metía en
ella.
— ¡Qué zorra soy! ¡Siempre me ha gustado que
me jodan! —gritaba a medida que el bálano profundizaba y se retorcía entre las
paredes de su vagina.
Su padre la observaba sin emoción alguna. De
su sexo abultado y lleno sobresalían obscenamente unos testículos que se
agitaban y acariciaban con el golpeteo el ano rítmicamente.
En el vientre de su madre, su cuerpo ya estaba
casi formado y el pene se había integrado plenamente en él. Ya no sentía miedo,
estaba alimentándose tranquilo. Oía el sonido exterior a través de la piel del
vientre de su madre, como todo crío se familiarizaba con breves mensajes
sensoriales del mundo en el que tenía que vivir.
Su pene se agitó y tuvo una pequeñísima
erección y le llegó claro el llanto de su madre.
—Yo no quiero este niño, Juan. Es el hijo de
quien me violó, sácamelo. Ayúdame a abortar, por favor.
—No lo hagas, Isabel. Yo lo acepto, acéptalo
tú, porque si lo haces, un día te arrepentirás y yo también. Somos católicos.
No era un sueño, era un recuerdo latente
durante su formación intrauterina, un regalo de su “hermano”. Su madre estaba
ya embarazada cuando fue violada, pero el matrimonio no lo sabía. Eran dos
hermanos de distinto padre compartiendo un mismo útero. Se sintió furioso y
confuso sin que pudiera hacer nada más que estar prisionero en su propio
cuerpo.
El pene era el hijo del violador, con toda su
tarada genética.
El problema era qué hacer con aquello que se
estaba follando a su hija, cómo escapar del pozo donde su conciencia se hallaba
y tomar el control de su cuerpo.
Y se colapsó dentro de sí mismo ante la carga
emocional. Su existencia se había limitado en ese momento a ser los ojos de los
genitales que estaban violando a su hija. Lloraba por dentro.
Maricel estaba llegando al orgasmo y llevó sus
manos entre las piernas para acariciar los testículos y meterse el pene más
adentro, con más fuerza de lo que lo hacía.
— ¡Hijo de putaaaaaaa…! ¡Por el amor de Dios,
me estás matando de placer! ¡Así, así, así…!
Su espalda se arqueó cuando los testículos
soltaron su carga seminal, llevó los brazos tras la cabeza. Su pelvis estaba
alzada y su sexo chorreaba semen entre los resquicios del coito. Sacó aquella
carne oscura de su vagina, se encontraba cubierto de esperma, resbaladizo. Tomó
con las dos manos el pesado glande, abrió la boca cuanto pudo y se metió esa
carne hirviendo de calor y sangre, lo lamió hasta que no quedó rastro de
esperma.
— ¡Es delicioso! Dame más —dijo sosteniéndolo
entre sus manos en alto, observándolo con admiración.
Y en una fracción de segundo, los ojos de
Maricel se llenaron de horror. La realidad se hizo patente con un fogonazo de
luz en su cerebro y sintió asco y rechazo.
A punto de lanzar aquella obscenidad lejos de
sí, el pene se revolvió entre sus manos para hundirse en su boca de nuevo.
Maricel tragó aquella baba narcótica y volvió al estado de excitación sexual en
apenas unos segundos. En un principio se pellizcó los pezones excitándose de
nuevo por la felación que estaba haciendo y de repente pataleó desesperada
intentando sacarse aquel trozo de carne que estaba obstruyendo su garganta, casi
dos minutos después murió asfixiada. Una nueva andanada de semen bajaba por la
comisura de sus labios, por el mentón regando el cuello ya muerto.
El pene cayó exhausto en la cama, y lentamente
se dirigió a su alojamiento entre las piernas de Fausto. Cuando se acopló,
quedó lacio y los ojos del hombre se cerraron.
Pasaron cinco minutos hasta que por fin pudo
adquirir conciencia y se apresuró a hacer el boca a boca a su hija, le hizo
masajes cardíacos como había aprendido en los cursos de primeros auxilios de la
empresa; pero a cada segundo estaba más fría.
Escupió restos de semen que había en la boca
de su niña y se derrumbó llorando y abrazándola.
Apenas eran las dos de la tarde.
Arrastró el cuerpo de Maricel a su habitación
porque no sabía que hacer y debía hacer algo, lo que fuera. Debía alejar a su
hija de él mismo, lo debería haber hecho antes, cuando se excitó la noche
pasada viéndola en ropa interior.
Intentaba pensar con claridad, cómo actuar,
cómo explicar lo ocurrido. Porque la única explicación posible era que él había
violado y matado a su hija.
El dolor y la confusión eran abrumadores. Se
estiró en la cama y durmió porque su mente estaba completamente dislocada.
Iconoclasta
No hay comentarios:
Publicar un comentario