El cementerio tiene muchos pasillos formados
por los mini edificios de nichos, casitas de juguete de muertos…
Unos cientos de metros más abajo, a los pies
de la loma están los muertos ricos, los que han sido enterrados en fosas con
grandes lápidas, los que encima de su cadáver soportan el peso de un panteón a
menudo adornado por una escultura tosca y sin gracia de un ángel de alas rotas
y sucias. Cagado por los pájaros.
—Rezar a los muertos es una forma más de
relajarse o dormir, solo que más molesta porque no hay asientos frente a la
tumba, ni siquiera una máquina de bebidas—piensa metiendo la mano en la
bragueta excitando el pene.
Tiene una forma un tanto particular de visitar
y rezar a los muertos.
De honrarlos.
Se encuentra en la agrupación de nichos más
alta de la montaña, hay una buena panorámica del cementerio que se extiende por
toda la ladera sur y se prolonga a sus pies casi un kilómetro en forma de valle
de tumbas.
Se debería extender cientos de kilómetros.
Se interna entre el pasillo que forman dos edificios
para situarse frente al 430-1, en la hilera más baja de los cinco pisos. La
lápida dice: Familia Hurtado. Josefina
Lara, esposa de Ramón Hurtado, 1930-2012. Tu hijo y tu marido no te olvidan.
Tiene una cosa entre las piernas que a veces
se hace notoria y se lleva gran parte de la sangre de su organismo para
alimentarse y crecer.
Y no es precisamente un rosario.
Es bueno que eso ocurra, que se haga grande y
se expanda como el gas liberado. Es bueno que el cerebro se quede seco para
dejar de existir y ser uno con ellos, con los muertos. Ser frío como sus
huesos…
Ellos miran y callan sin poder decir nada,
ellos tragan el semen y el olvido. Los muertos no expresan su asco. O no
deberían; algunos no se relajan.
Su oración es húmeda, un gemido obsceno ante
la muerte.
Ocurre cuando una tristeza innombrable le
embarga el ánimo y la promesa le pesa como una losa. Cada mes, cada treinta
días de mierda. Es bueno su organismo sobreviviendo. Cuando todo es
insoportable, la polla se expande en el espacio y el ritmo de la vida lo marca
su puño. Cuando la soledad pesa demasiado, se acuerda de madre y que padre
pronto estará con ella.
Y salpica con semen el marco de acero que
protege la lápida de mármol. La lefa habría salpicado la foto de su madre. No
tardará mucho en salpicar la de su padre que aún está encerrado en el manicomio
agonizando con una sonda en la polla. Su próstata está tan hipertrofiada por un
tumor, que no puede soltar una sola gota de orina a pesar de su incontinente
locura. Dentro de poco le enseñará también como reza a los muertos.
En la consola del comedor de su casa no hay
más foto que la de su madre muerta, cuando muera su padre, colocará otra, solo
dos fotos en una gran superficie… Se ve un poco vacía sin los muertos; pero no
ha habido nada más que fotografiar a lo largo de su “cochina inexistencia”.
Piensa que las únicas fotos que debería haber
en una casa, son las de los muertos. A los vivos mejor no ponerlos en fotos,
porque cambian; un día los amas y otros deseas su muerte. Los vivos son
demasiado inestables.
Cuando mueren no hay problema con sus fotos,
porque siempre se odian, se recuerdan tal y como murieron, con la misma
sensación de asco de saber que vivieron demasiado. Con la repugnancia de saber
que se comparte una sangre o un gen con ellos.
No importa que se vea vacía la consola del
comedor, no es su deseo tener otra compañía u otros muertos que recordar.
Tiene buenas fotos de tigres del National
Geographic.
Y de cerdos…
Solos los humanos, se hacen bestias y huraños,
cosa que está bien si no hay a quien hablar, a quien hacer caso.
Para morir de asco, mejor hacerlo empapado en
semen. Con los muertos pasa igual, mejor regarlos y por supuesto, no va a ir
con una regadera en el autobús teniendo una polla tan hermosa heredada del
cruce ocasional entre padre y madre.
El semen se muere rápidamente, se enfría y da
algo de paz al puto calor que genera el planeta. Es una reflexión que nace de
frotar una gota de leche entre los dedos.
Porque estar vivo es ser acumulador de calor.
Los cadáveres se refrigeran enseguida, es la
ventaja de estar muerto. Sus palabras quedan como recuerdos congelados en algún
lugar de la cabeza, una molestia que se puede soportar de vez en cuando.
El semen frío en la fría piel de un cadáver.
Maravilloso, las cosas encajan por si solas.
Si no se arriesgara a ir a la cárcel, sacaría
el ataúd y se correría en la calavera de madre.
Ha sido una masturbación rápida, siempre se
corre más rápido en el cementerio que en su casa, tal vez la emoción del riesgo
de ser sorprendido.
Las flores marchitas de los pequeños y
oxidados jarroncitos no mejoran con las gotas de semen. No hay peor rocío que
una densa gota de esperma estéril rompiendo una flor: la muerte se pega a la
muerte.
Toma una con las manos y se resquebraja entre
los dedos, un pequeño pétalo amarillento ha caído rápidamente sin encontrar
resistencia al aire, el peso del semen muerto e inocuo…
Su pene asoma aún duro y húmedo, el reflejo
del vidrio del nicho crea una imagen miserable.
Y entre ella la cara de su madre aparece
manchada de esperma.
— ¿Por qué me haces esto?
—Me hiciste prometer que acudiría una vez al
cementerio para recordarte. Te recuerdo, recuerdo cada día de tu amargura, de
tus palabras vulgares y tu mediocre forma de pensar. De tu continuo lamento de
ser una madre abnegada. Papá debería haberte follado más a menudo. Yo te
compenso.
—No sabes lo que duele, César. Aquí hay
soledad, hay encierro. No necesito que me escupas nada, basta con una oración.
No vengas más, te libero de tu promesa.
— Hasta podrida te quejas, madre. Sabes de
siempre que solo creo en esto —responde César agarrando el pene y meneándolo
frente a los ojos sin vida de su madre—. Me gusta este momento. Tu marido va a
morir muy pronto, lo enterraré ahí dentro, contigo. ¿Los muertos disfrutáis del
sexo?
— Calla, César. Los muertos deberíamos descansar.
No hay nada más que paz, tenemos siempre miedo, esperamos algo que no sabemos
que es y nunca llega. Los días no se diferencian el uno del otro.
— Es lo mismo que cuando estabas viva, madre,
tu vida era peor aún que la muerte. A mí los días me corrían deprisa entre
paliza y paliza de padre. ¿Te acuerdas cómo te encerrabas en la cocina cuando
me pegaba y no salías hasta que la comida casi se quemaba? Me correré cada mes
ante ti, en tu cara. Tal vez abra la puerta de vidrio para que te llegue más cerca
el semen que tu cochino marido nunca te hizo beber.
— Estoy cansada y tengo miedo. Hay madres aquí
que se sienten confortadas por la visita de sus hijos. Ya he pagado, estoy
muerta.
— No es cuestión de pagar, es cuestión de que
a mí me guste hacerlo. ¿Sabes que voy a visitar a padre al manicomio? El
alzheimer le llegó demasiado viejo, me hubiera gustado que su cerebro se
hubiera podrido hace quince años, para que sufriera más. ¿Sabes que voy para
mover la sonda que tiene metida en la polla? No tiene cerebro ni para gritar;
pero sus costillas se marcan bajo la piel por el dolor y continúo meneando el
tubo hasta que aparece una gota de sangre. Y entonces llamo a la enfermera:
“Señorita Marga, la sonda está sucia de sangre ¿es malo?”. “No se preocupe, a
veces es normal”, me dice. Y la vuelve a mover tanteando si sigue en su sitio,
la empuja más adentro para asegurarla, mientras padre se rompe los dientes
apretándolos de dolor. Sin soltar una sola palabra. Pronto me correré en su cara
también. Os rezaré y regaré a los dos.
Suena una melodía electrónica en su bolsillo,
el teléfono sobresalta a su madre.
— ¿Quién es? —pregunta el reflejo de la vieja
muerta intentando sacar la cabeza de la superficie de vidrio
— Cállate, coño —le responde su hijo, dando
una patada al vidrio —. ¿Diga?
— Gracias, no se preocupe, estoy bien. Voy
para allá ahora mismo. ¿Cómo? Sí, tengo
la póliza a mano, ahora llamo a la funeraria. Buenos días.
— Tu marido por fin ha muerto, has tenido
suerte, dentro de tres días volveré a enseñarte lo muy hombre que es tu hijo y
con tu marido ahí dentro, tendremos un ménage
à trois. ¿Crees que muerto estará igual de loco?
Lanza un escupitajo contra el vidrio y se
aleja.
Todos los rostros de los muertos se reflejan con
sus tristes ojos apagados de vida en todos los cristales de los nichos,
observándolo marchar.
— ¿Problemas con tu hijo, Pepita? —le
preguntan a coro.
El reflejo de la madre se retira al interior
del ataúd.
— Al menos no la olvida —dice algún muerto.
— Y lo bien dotado que está… —responde otra
muerta.
— Habrá que conocer al padre —responde un
tercero.
Los reflejos retornan a sus tumbas contando
chistes y el único lamento en toda la agrupación es el de la madre.
César saca una cámara del bolsillo y
fotografía el cadáver de su padre aún en la cama del hospital, antes de que lo
vista y maquille el servicio funerario.
— Ahora te toca a ti, padre. No te olvido, no
te olvidaré nunca.
En ese instante, se extiende una mancha de
sangre en la sábana, entre las piernas del muerto.
César sonríe.
— Sí, padre, para mearse de risa. Es que me
parto también…
Iconoclasta
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