Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
1 de noviembre de 2011
Escribir sin música
Envidio a los cantantes: lo que sienten lo convierten en un placer melódico que proporciona deleite a los sentidos.
Pueden cantar de lo horrible de la soledad o de la plenitud del amor, cantan de celos y muerte. Y transmiten una pena y un placer; provocan que el cuerpo de extraños a sus sentimientos se meza en una hipnótica cadencia. Y se apropian de los sentimientos del cantante para hacerlos suyos.
Usurpan maravillas y miserias ajenas para bailar al son de la paranoia de un autor.
Cierro los dedos en un puñado de cristales rotos y no consigo arrancar ni un gemido a mis labios.
Estoy vacío.
Quisiera crear una música que hiciera sangrar los puños de extraños, que los apretaran fuertemente en un tormento del que no puedan librarse. Así de potente.
Así de eficaz.
¡Tachán, tachán!
Estoy acabado.
No tengo imaginación, no tengo habilidad y lo que hay en mi cerebro es lo que plasmo en el papel: basura.
Yo no puedo hablar de melancolía y provocar que el lector cierre los ojos y se deje llevar por un cadencioso ritmo. Cuento de añoranzas de tiempos de inocencia y de ilusión; pero el universo se queda mudo y mis letras vagan sin ánimo, con la sinuosidad de una víbora convertidas en luz por el espacio.
De pequeño era especial, podía llegar a cualquier parte. Era fuerte y lo sabía todo. No moriría. Me la metieron hasta hacerme sangrar.
Y se repite la historia con la cadencia de una música que no es. No hay banda sonora para el cerebro podrido.
La luz se transmite en línea recta en todas direcciones en el espacio. Mis letras se arrastran desgastándose por estériles asteroides sin que nadie mueva un solo dedo con el chirrido del alma haciéndose pedazos.
Tal vez sea mi voluntad, tal vez después de tantos años por fin soy isla. Por fin no interfiero ni me interfieren con melodías que antes provocaban que me retorciera con emociones que ya no recuerdo. Con notas que no puedo reproducir en mi mente pobre y escasa.
Sin embargo, siento como un dolor el silencio de mis letras, siento que la obra no está como debiera. No me mueve, no me provoca movimiento involuntario en el cuerpo.
Mis dos manos eran dos luchadores encarnando el bien y el mal. Peleaban entre ellas sentado en el inodoro, y yo tarareaba algo ¿qué era? Ahora las miro y son solo manos, ya no hay magia. Mis padres eran dioses, ahora son humanos, tanto como yo; ya no tienen poder para conjurar el miedo por las noches. Pobres padres que ya no son lo importantes que un día fueron.
Me avergüenzo de haber jugado con mis manos, de haber creído que eran héroes y villanos. Perdí el tiempo.
Escribo de cosas pasadas, del cariño de un padre muerto, de una infancia ya lejana, del candor. Y no hay música. Solo sangre que corre veloz por mis venas, como si quisiera huir de mí. El corazón, el muy cerdo, late con más fuerza para que se forme hemorragia en los poros de la piel.
Me acuerdo de canciones que me hicieron sentir feliz, que tarareaba con amigos como si de himnos de camaradería y alegría se tratara. No sirvió de nada, de mis letras sale un silencio vergonzoso. No pude aprender nada.
Nadie baila, nadie se mueve con mi letras mudas.
Un disparo en la cabeza, una fuente de sangre mana en la sien derecha.
Sangre que se avergüenza de si misma. Solo hay un sonido, y es el del fin. No puedo sonreír o llorar cantando mi vergüenza. Mi fracaso.
No es música la sangre que mana a presión.
No hay registro de emociones.
Mi sangre me quiere dejar porque mi angustia no aporta música. Mi sangre está triste. Mi sangre está quieta. No entorna los ojos de nadie soñando y creando una mirada ilusa y húmeda. No hay un ritmo que provoque un distraído movimiento de pies o cabeza.
Me falta armonía y arte para hacer una obra que transmita algo a quien sea.
Mis ideas son la letra pequeña de una noticia en un periódico que se lee sin pena ni gloria.
Que provoca un bostezo.
Que me deja solo con mi palidez.
Aburro a mi sangre y a mi corazón. Le robo calor a los cuerpos con toda esta mediocridad. Los dejo tibios, ni calientes ni fríos.
A temperatura ambiente.
Los cadáveres parecen fríos; pero todo depende de la época del año en el que están. Independientemente de una melodía.
Un réquiem siempre va bien para ellos, es oportuno.
Debería meterme un catéter por el culo, una larga aguja que saliera por la boca y con el rasgar de las entrañas provocar un sonido.
Alguien baila y otros lloran ante la potente emoción de una canción. Me corroe la envidia.
Mis letras caen pesadas en el papel sin un solo sonido. Ni siquiera se puede hacer nadie una idea del ruido de mi respiración rítmicamente enfisematosa que producen mis pulmones abrasados por miles de cigarrillos ansiosos y amusicales.
Siempre supe que de mi sangre no podría sacar un solo ritmo. Siempre conocí mi incapacidad para provocar emociones. De pequeño no entendía estas cosas. Ahora las entiendo como mi fracaso. Debería haber sido menos inocente.
Soy un fallo, una genética defectuosa para un cerebro con deseos de hacer sentir. Mi mente no puede enlazar dos notas. No puede imaginar los tonos.
Solo puede describir aislamiento y un resentimiento hacia lo humano que desanima a mi propia piel.
Leer mis palabras es desear tirar a la basura el papel y hacer funcionar el estéreo. Yo también deseo colocar un CD de mierda y que suene la música, que ahogue mi pensamiento arrítmico. Que se emborronen las letras.
Cada ser vivo tiene una música; pero yo carezco de ella. No soy permeable a ciertas frecuencias. O dejé de serlo en algún momento, en el instante mismo en que supe lo que era y lo que me esperaba. En ese mismo instante un piano cayó veloz y mortífero desde un quinto piso de altura y sus cuerdas al saltar, cortaron mis emociones.
Las teclas muertas del piano ya no hacían música.
El alma se puede romper en pedazos, lo supe. Lo sentí. Dolió la verdad.
Y como siempre, la verdad es algo que se escupe a la cara con rabia, la verdad es una bofetada que hiere, la verdad es un redoble de tambores que destroza los tímpanos. La verdad arruina la ilusión. La verdad ni siquiera necesita música para impactar. Es demoledora.
Vamos Maestro, enséñeme su secreto, dígame como ponerle música a esta mierda de vida. Dígame cual es la presión justa en el gatillo, el calibre acertado para que acabe todo pronto con un rítmico estampido y lo rojo de la sangre sea un videoclip acorde con toda la pena y la añoranza. Con todos los resentimientos acumulados en medio siglo de vida.
Que alguien baile al son de mis letras.
Porque el réquiem en mi funeral no es mi música, jamás lo oiré.
Es el gusto de otros, es algo aleatorio. Sin voluntad mía.
Y estoy cansado de escuchar músicas que no son mías, que nunca lo fueron.
Iconoclasta
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