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3 de octubre de 2010

Necesitados



Se necesitan, ya no es cuestión de amarse.
Han llegado al punto mismo de la fusión. Están solos, abandonados a si mismos, a su amor eterno e incombustible.
No pueden pedir a nadie ayuda, porque no existe quien pueda entender, no existe quien pueda creer. No existe para nadie la fantasía hecha realidad.
Su necesidad es anatema en este mundo prosaico.
Son las únicas leyendas que aún viven.
Y están solos sujetándose a si mismos al filo del barranco de la Desesperación.
En un mundo de praxis y conformismo se han hecho únicos. Y ahora están desoladoramente solos.
Se abrazan y el mundo parece desaparecer a su alrededor.
Son peligrosos. Pueden barrer con una tormenta de amor, la importancia de todo.
Nadie cree en el amor que crea vínculos táctiles, corrientes tangibles de ansia y deseo que dilatan vasos capilares e irrigan los sexos hasta el temblor.
Sólo son imaginaciones literarias, alucinaciones; piensa el mundo. Y ellos se callan su amor secreto que crece en su interior aplastando los pulmones. Presionando arterias.
Convierten la noche en un encuentro del que despiertan agotados.
Y cuesta tanto respirar a veces, amor...
Hay sangre en los labios de un exceso de besar. No hacen caso, porque el dolor fue antes, todo el daño fue anterior al sagrado beso. No puede doler la piel de los labios, cuando sus almas casi han ardido.
Cuando él se dobla de necesidad de abrazarla, a ella se le escapa un gemido y contiene una lágrima. A pesar de los miles de kilómetros, la naturaleza se agita violenta ante la corriente poderosa que une sus pensamientos. Es un hecho que han comprobado y mesurado. Que les duele, que gozan.
Nadie da crédito a su historia, porque eso no puede ser, nadie ha experimentado un ataque de amor cuyo síntoma es la necesidad absoluta. Duele respirar el aire si no están juntos. Arde la garganta gritando sus nombres. Y una llamada al teléfono es un año de vida que le han arrebatado a la muerte.
Eso no es forma de vivir, cualquiera estaría reventado de agotamiento.
Están agotados. Piden piedad como los condenados a muerte.
Sobreviven con palabras de amor y besos frágiles que empujan con sus manos cuidadosamente.
Sobreviven como pueden sujetándose a sus estómagos para no caer al suelo.
Se necesitan y el cansancio se cierne sobre ellos como una bestia infecta que amenaza la cordura y la misma vida.
Intentan no parecer derrotados. Actúan con sonrisas para distraer la atención de su cansancio; a veces sin notables resultados.
Les preguntan por esa tristeza.
Son buenos actores de un cruel acto de amor.
Ya no hablan de amor, eso ya no es un argumento. Hablan de necesidad, hablan de que vivir el uno sin el otro, duele infinito. Duele todo.
No hablan más que de unir las pieles, de dormir el uno en el otro y acurrucarse y pedirse perdón por amarse con esa voracidad. Por no haber hecho más y más rápido por fusionarse al fin.
No quieren más que descansar la cabeza y oír el latido de lo que tanto aman a través del pecho. Auscultarse mutuamente y asegurarse de que el corazón que un día se intercambiaron, funciona y bombea el deseo imparable y torrencial por todo el cuerpo.
Están condenados a unirse, condenados a respirar juntos. Malditos de amor y ansia.
El mundo se ha convertido simplemente en una distancia física que salvar. Porque se tienen, sus almas están tan unidas que convierten en banalidad las vidas ajenas.
La cercanía de los que un día amaron es el símbolo de su separación, apenas los pueden soportar ya. Cortan sus alas. Su necesidad es tal, que cualquier animal o cosa se ha convertido en un obstáculo que salvar. Y aunque corren veloces el uno al otro, ya es tarde para una comunión de amor. Ahora corren el uno hacia el otro para poder vivir.
Dicen ser malos, dicen ser mierdas tratando así a los que les rodean. Pero sus rostros se tuercen de dolor y melancolía; serían realmente malos si no se retorcieran de dolor de amarse, si sus huesos no sintieran la proximidad del encuentro como los ancianos sienten las tormentas en sus articulaciones.
Los sexos palpitan frenéticamente y se aferran a las paredes dejando rastros de si mismos. El placer es paranoia entre sus dedos.
Hay llagas de amor en sus labios, el deseo muerde la propia carne deseando que fuera la que ama.
Están malditos de un amor ancestral y viejo como el universo.
Nadie puede explicar el hecho, nadie puede culparlos de su naturaleza, de lo que son, de lo que hacen, de lo que necesitan. No son culpables de necesitarse, no son culpables de sentir por encima de todos los seres, las cosas, los lugares y los tiempos, el estar juntos toda la eternidad. Aunque mueran.
No son malos, sólo quieren descansar, ella necesita el pecho donde cobijar y llorar siglos de necesidad. Él necesita ser su hombre, necesita bañarse en su esencia porque su piel se escama deshidratada. Porque su naturaleza exige protegerla para cumplir una atávica y genética misión. Ella es dulce como la miel y suave como el pelaje del visón que descansa ensangrentado en sus manos de cazador. Debería haber un animal cazado...
La mano suave de la que ama aferra su miembro y su animalidad despierta, milenaria, brutal. Se rebela en los dedos amados y se sacude con violencia.
Él es robusto, es cálido y la potencia de su corazón es sólo el preludio de una pasión desbocada. Ella aprieta con tanta fuerza sus manos en sus hombros que una gota de sangre se escurre por las uñas y él cierra los ojos ante la presión liberada. Ante el desahogo de esa sangre que mana ahora como un río de amor sereno.
El dedo rudo acaricia suave las crestas de su sexo y su cuello se estira exponiéndose indefenso a los labios de quien la acaricia a su espalda. El placer late en la cima de sus pechos.
Se necesitan.
Necesitan el cuerpo y el alma. Las lágrimas y las risas.
La felicidad y la pena.
No son delicados, lo quieren todo.
Y no es por querer, es porque se necesitan para seguir viviendo.
Se les puede perdonar su ofensa al mundo, sólo quieren vivir conforme al mito que son.
Son necesitados.


Iconoclasta
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