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18 de septiembre de 2010

La convincente Muerte



¡Hola Muerte!
Ya tenía ganas de hablar contigo seriamente.
Tú no conoces la higiene ¿verdad? Hueles fuerte.
Tenía que hablar contigo para pedirte un favor.
¿Usas cepillo eléctrico? ¡Qué dientes...!
¿Podrías mediar con la Vida para llevarme ahora contigo? No acaba de convencerse, necesita algo de convicción.
No te hagas de rogar, esos trozos de carne corrupta se agitan por una risa mal contenida. No me puedes engañar, tengo mis años.
Mentalmente estoy preparado para largarme contigo; pero las células de mi cuerpo...
Viejas células tontas...
Las quiero porque son mías; pero reconozco que no son listas.
Hay algunas partes de mi cuerpo que casi están muertas, recubiertas de oscura piel. Se podría decir que ya sé lo que es morir, aunque sea poco.
No es algo repentino e irreflexivo esta decisión de morir. Es algo estudiado, meditado.
Soy casi tan viejo como tú, Muerte Terrorífica. No soy un adolescente inmaduro.
Háblale a la Vida, convéncela que para lo que he vivido y me queda, visto con total seguridad lo que me espera, no vale la pena más desgaste vital.
Podemos ahorrarnos tiempo el cuerpo y la mente.
Y tú, Muerte, el ansía que te embarga por hundir la guadaña en mis ojos de mierda.
¿Es necesario que muevas la guadaña tanto? La habitación es pequeña y no acabo de sentirme cómodo.
¿Eso ha sido un pedo o un eructo?
Da igual, la vida tampoco me ha respetado mucho. ¿Entiendes lo que quiero decirte? Me da igual la mierda de la vida o la tuya.
Por ser claro: me siento cansado y triste.
Triste y cansado más concretamente.
Todos los días al despertar.
Y sin embargo, mi pene despierta erecto, lozano y lustroso, como si todas estas miserias no fueran con él.
Lo mismo pasa con mis trapecios: se elevan rotundos hasta la mitad del cuello, dejan un par de hoyos en las clavículas para que se acumulen las lágrimas y parecen tensos. Vibran de vida.
Esto es un error, Muerte.
El cuerpo se equivoca, la Vida se equivoca.
Apestosa Muerte...
Tienes que hablar con la Vida.
El cuerpo ha de saber que esto se acaba.
Sé suave, no dejes caer esos gusanos gordos de pus y hiel cuando hables con la Vida o rechazará cualquier argumento por simple asco.
¿Estás segura de que no quieres ropa limpia? Tengo en el armario cosas que ya no necesitaré si haces bien tu trabajo. Huelen a suavizante de lavanda y a mi piel cuando aún la sentía mía.
Apela a todos los años vacíos y a los que aún quedan idénticos a pesar de alguna isla de felicidad. Las células del cuerpo no piensan, son idiotas. No son neuronas. Su orden es vivir y hay que ser muy astuto para romper la programación de fábrica.
Toca un trozo de mi piel con tu pútrido dedo y el cuerpo responderá casi con alegría a ese tranquilo morir.
Está acostumbrado al dolor de la vida y tu caricia suave tentará al corazón a descansar. Está cansado el cuerpo, sólo que lo ignora. Ni el filo de la navaja seccionando tendones lo ha hecho reaccionar.
Está cansado de verdad.
Estamos cansados.
No hables, no digas lo estéril que ha sido vivir, porque los nervios se rebelarán por una intensa ira y viviré con más fuerza.
Sé sutil, háblale suave, como el anestesista bueno a su paciente. Como si fueras un ángel.
Son cosas que no has podido experimentar por tu propia idiosincrasia; pero te has llevado a tantos que te puedes hacer una idea de lo que es no querer morir.
¿Seguro que no quieres ducharte?
Deja caer, como algo casual, que ya han pasado los años de la alegría y el descubrimiento. Que los valientes mueren sin llegar a viejos. Que los años que me quedan son una vertiginosa caída hacia la degeneración de los tejidos.
Que la mente sabe de estas cosas, que se fíe el cuerpo de ella.
Apóyame Muerte, contra el deseo del corazón de seguir latiendo a pesar de la escasa sangre.
Y tócame dulcemente, creo en ti. Sé de tu poder, te respeto. No necesitas hacer ostentación de tu fuerza y frialdad. No necesitas darme una larga y dolorosa agonía para doblarme y recibir el filo de tu guadaña ya derrotado. Voy a ti, incluso con cierta alegría.
Como si saltara tontamente por el caminito de losas amarillas.
Tengo una crema hidratante para piel podrida que iría de lujo para esa piel de lagarto que cubre tus manos.
¿Por qué son manos, verdad?
Hay que cuidar un poco la imagen si quieres trabajar más relajadamente.
No todo el mundo está tan desesperado como yo.
¿Te acuerdas cuando te llevaste a mi padre? Aquello fue un buen trabajo; pensaba que era un mareo, un cansancio. No sabía que iba a morir. No hubo tristes despedidas.
¿Me puedes hacer algo así?
Ahora que el cuerpo descansa, convéncelo, dile que será así de relajante por toda la eternidad. No más cansancio. Stop a la fatiga.
Sí, ya lo sé, el pene nunca se relaja el muy cabrón. Olvídalo, creo que ni siquiera sabe que está pegado a mí.
Insisto, si me vas a tocar con esos dedos... En el lavabo hay un bote dosificador de eau termal. Buenísima para las pieles atípicas.
A veces hasta para las almas marchitas.
¡Qué rapidez! ¿Cómo lo has conseguido, Apestosa Muerte? El corazón apenas se lo ha pensado para dejar de latir.
–Le he dicho a tu oreja que ella está conmigo. Tampoco eres tan complicado. Eres vulgar.
–¿No lo está, verdad?
–No. Aún no.
–Gracias a pesar de tu sinceridad respecto a mi vulgaridad. ¿Ves como es mejor acabar con esto de una puta vez?
–Voy a ponerme un poco de crema en las manos y nos vamos.
–Bien. ¡Oye, hazme un favor! ¿Me traes el tabaco? Está en el salón, junto al charco de sangre y la navaja de afeitar.
–No puedes fumar ya, cadáver de mierda.
–Sabía que lo tuyo no era la amabilidad.



Iconoclasta
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