Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
18 de octubre de 2009
Está lleno de cruces
En algún momento de la infancia (seguro que fui niño, tuve que serlo), tal vez en mil novecientos sesenta y siete, (más atrás no; los niños tan niños no deberían soñar según qué); soñé con un cielo saturado de azul y blanco; se podía tocar, hundir las manos en las nubes de un blanco tan crudo como el sudario impoluto de un cadáver. El azul era tan sólido, que la luz apenas podía vencer la oscuridad. Un toque de noche al día. Una balsa oscura reflejando el mar sereno, maldito, infranqueable y voraz.
Era hermoso aquel cielo a pesar de las cruces que se mantenían ingrávidas como naves espaciales amenazando la tierra. Oscilando imperceptiblemente al ritmo de los pulmones de los crucificados.
No tuve tiempo.
El primer crucificado, hermoso su rostro congestionado por el dolor, era mi padre.
Yo lo observaba tranquilo. Fascinado por las detalladas vetas labradas en la negra madera de la cruz.
Él no me miraba, sufría más allá de mí. El dolor nos hace tímidos y en lugar de mirar a los ojos, miramos el polvo.
No tuve tiempo.
Se murió antes de saber que su hijo soñó con él crucificado.
No tuve tiempo de sopesar si era mejor hablar o callar.
Se murió antes de saber que su hijo estaba loco.
Todos me sobrevaloran, es una constante como la lenta velocidad del tiempo cuando siento que me arrancan las uñas.
Tras él y en todas direcciones, se extendía un inmenso campo de cruces, cada una con su crucificado, con su culpable. Centenares de tristes cristos convertían sus lágrimas en lluvia sobre la tierra.
Uno de ellos era un presentador de la televisión, me parecía viejo. Ahora, al seguir viéndolo ahí crucificado, me parece un poco más joven que yo.
Hasta en mis sueños los extraños interfieren, el mundo infecta lo más íntimo, lo más sagrado de mí.
Si pudiera, haría arder a los crucificados, los incineraría a ellos y sus rostros dolidos. Hasta las cenizas desintegraría para que no quedara nada de ellos en mi mente, en mi sueño.
Sucios...
Como los odio, los odio allí colgados sufriendo y llorando.
Tal vez nunca los queme, que se jodan y sufran durante toda la puta eternidad por haber infectado mi sueño.
Beso tu coño, mi bella. Eres lo único que permito que interfiera en mí. Eres lo único que miro con una sonrisa. Eres mi jardín perverso y la ternura, la inocencia que un día quedó clavada en algún madero de una cruz negra.
Oscilando con mi respiración hostil.
Mi padre está caliente en la cruz. Lo prefiero allí que frío y rígido sobre la cama. Antes de encerrar su carne en un ataúd sellado lo toqué y el frío de su piel aún quema mis yemas.
Deberíamos morir directamente en una urna de cristal para que nadie pueda tocar nuestra fría carne.
Muerdo tus labios, mi bella. Esto no debería escribirse, y sólo tengo el consuelo de la cálida humedad de tu boca.
Tampoco le pude decir a mi amado crucificado, que tuve que arrastrar el cadáver de su madre. Se murió con el cuchillo en una mano y con una vaina de judías en la otra. A fuego lento como el agua que calentaba en la cocina.
Es otra razón por la que los cadáveres deberían caer en un recipiente, jamás en el suelo. Pesan infinito, pesan dolorosamente. Por más que los cojas y los aprietes contra ti, no vuelven, no te hacen caso. Ni siquiera te ayudan a llevarlos hacia una cama donde exponerlos. No los puedes dejar en medio de la cocina todo el día: los perros que los aman podrían arañarlos pidiendo que se levanten.
Necesito acariciar tus pechos hasta sentir tus pezones duros presionar las palmas de mis manos. Necesito lo vivo y lo cálido; te necesito a ti entre toda esta insana tropelía de recuerdos.
Porque estás tú, mi bella, de lo contrario no podría vomitar esto sin lamer el indoloro filo de la navaja con mis venas.
Tal vez ni estés, tal vez gires la cabeza asqueada.
¿No es hermoso el plateado brillo de un filo? Mi padre usaba una navaja para afeitarse. La conservo por si algún día he de cortarme el cuello. Nunca se sabe.
Ojalá fuera tan valiente.
Que nadie se fíe.
¿Y si soy uno de ellos, de los que llueven dolor sobre el mundo y tú no estás? ¿Y si soy el sueño del sueño y tú la que mira horrorizada? Necesito la navaja...
Debo preguntarle a mi hijo si ha soñado conmigo, si me ha visto crucificado en la cruz como está mi padre.
Si me dice que sí, me cago de miedo.
Me cago de pena.
Tampoco le puedo decir a mi querido crucificado que no soy un buen padre, que mi hijo no basta para dar consuelo a la angustia que a veces me dobla por la mitad. El sigue mirando abajo, como los otros. No le importa si soy buen padre.
Pero a mi hijo no se lo diré, yo no hago daño a mi hijo. Jamás permitiría que por sus dedos se extendiera el frío de la carne muerta. Llevo un ataúd a la espalda para tal fin.
No se ríen los crucificados ante mi gracia. Y si alguno se riera, allá al fondo del infinito, sería yo.
Ahora soy tres años mayor que cuando mi padre murió. Sé más que él. Estoy seguro, porque ahí, sufriendo en la cruz, se le ve más joven de lo que pensaba que era, ergo no podía saber más que yo. Imposible.
Si hubiera sabido tanto como yo, estaría sonriendo. Se reiría de lo que su cansado cuello le obliga a mirar allá abajo.
Necesito abrazarte, mi bella. Abrázame, no quiero el calor de las cruces ni de los dolientes. Sólo quiero el calor de tu cuerpo. Conjura a los muertos y a los que odio. Conjúralos con una caída suave y profunda de tus párpados; un telón que cierra una maldita obra que no consigue arrancar una sola sonrisa a nadie.
Tú me absolves.
RIP
Iconoclasta
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