Estos días que ahora de repente se hacen más largos, con más luz; son una burla de los que ostentan el poder sobre los visibles.
Son días más penosos, días de una luz forzada, impuesta. Amarga como la hiel que brota del hígado de la niña muerta.
Me han contaminado el tiempo, yo que no estoy sujeto a nada ni a nadie, un funcionario mediocre ha conseguido colmatarme de ira.
Ha intentado adulterar mi ciclo vital, mis biorritmos.
Ahora pagarán.
Para los visibles, para gran parte de ellos no tiene importancia; pero para mí, es una violación flagrante de mi libertad. De mi vida.
De mi invisible vida.
Odio cuando esos seres retorcidos deciden adelantar o atrasar la hora del día, como si fueran brujos vividores en una aldea donde han de trabajar para ellos.
No tengo párpados, son tan invisibles como mi polla y cuanta más luz, más tormento. Tampoco es un gran tormento; pero para un ser superior como yo es humillante que un mierdoso representante de un gobierno me moleste. Estas cosas no debieran ocurrir.
No es por una enfermedad mental por la que busque descanso y relajación en tanatorios y morgues. Soy un hombre invisible con costumbres de vampiro.
Soy un hombre invisible al que no le gusta ni soporta que ningún ser inferior intente dominar su tiempo, y el tiempo es luz y movimiento.
No me gustan los cocainómanos con alucinaciones de divinidad.
Ahora estoy en la oscuridad de la casa grande y silenciosa del delegado del ministerio de industria y energía.
A él le suda la polla joder el tiempo y el día, ya que es su placer. Como ha sido mi placer violar a sus dos hijas en el piso inferior. La menor, la de catorce años, está muerta; no callaba ni debajo del agua. Su cabeza pende de un cuello roto y de su ano rasgado mana la sangre.
El primer día de atraso o adelanto horario siempre es especialmente duro para mí, ergo para los demás.
Yo sé que estos idiotas se sienten orgullosos de hacer ostentación de poder. Yo trasciendo cualquier poder para ser invulnerable, implacable, cruel, feroz y vengativo.
Cualquier puerta abierta, cualquier coche que entre o salga de una propiedad, me invita a pasar. En los lugares más seguros e inexpugnables, siempre hay quien entra y sale, sólo hay que pegarse a él.
Aún no entiendo como no hay el doble de muertos en esta ciudad.
Tiene su lógica, la muerte de los visibles no me atrae, busco su locura y dolor, son como juguetes que quiero romper.
La hija del delegado, se me ha roto de otra forma. Sin embargo, su hermana con dieciocho años, en cinco minutos ha vivido una experiencia que muchos no conseguirán tener aunque nazcan mil veces. No grita, llora silenciosamente sus pezones casi arrancados y sus manos en su sexo, intentan contener el dolor de una penetración seca y dolorosa ante el cadáver de su hermana pequeña.
—Soy un diablo que entrará en ti, y te partiré el cuello desde dentro, como a tu hermana —le he susurrado al oído con mi estudiada voz sobrenatural.
Y no hay nada como una voz incorpórea y tocar una carne que no se ve para conseguir la máxima cooperación de mi juguete.
Cuando he mordido sus pequeños pezones y ha manado la sangre, ha cerrado los puños con fuerza y se ha comido su dolor.
He lamido sus lágrimas y la he llamado puta. Ahora está a un paso de la locura y aún no ha acabado todo.
Si alguien me irrita los invisibles testículos, le arranco la piel a tiras después de haberlo sometido a tormento psicológico.
La pequeña no se ha avenido a razones y le he partido el cuello, he follado su cadáver por el culo y su hermana veía como su ano se dilataba y se formaba entre las nalgas un negro agujero que parecía tener movimiento. Cuando la decoración de las habitaciones lo permite, observo mis violaciones a tiempo real frente a un espejo, y he de confesar sin asomo alguno de sonrojo, que no hay experiencia más extraña y más excitante que ver los sexos abiertos y deformados por algo que no se ve, pero que está entrando y saliendo de ellos.
El que me tirara post-mortem a la hermanita, no es por necrofilia. Simplemente se trata de impresionar también al matrimonio que duerme arriba, que aprendan lo que es la violación de la libertad con actos sencillos de comprender como los de los programas infantiles.
Soy un buen psicólogo.
En definitiva, estoy haciendo lo mismo que el delegado y sus amigos; pero con más gracia, gusto y pasión.
Lo de la pasión es mentira, a veces me aburre tanto juguete y deseo un poco de paz. Vamos, que no me molesten haciendo el día más largo. Yo no curro, pero el movimiento de las ciudades sí que cambia y me tengo que adaptar cuando no tengo gana alguna de que cambie nada.
He encendido todas las luces de la casa y conectado el televisor al máximo volumen. La hija grita en la habitación y papá y mamá bajan precipitadamente por la escalera.
—¡Ivana, Maraya! ¿Qué está pasando aquí? ¿Sabéis que coño de hora es?
Son exactamente las cuatro de la madrugada.
El delegado es un cincuentón bajo y regordete, de piel sonrosada y cuidadas canas. Tan cuidadas que aún sigue bien peinado a pesar de haberse levantado de la cama ahora mismo. Y no creo que haya ido primero al lavabo a peinarse.
La mujer debe ser puta, porque es la única manera de entender que una tía buena, buenísima, viva con semejante mediocre por marido. Viste un camisón transparente y unas braguitas rosas sin costura, como una segunda piel que se empapará de sangre.
El idiota lleva un pijama abotonado de tergal azul cielo. El que muta y corrompe los días entra en la habitación con energía y cabreado. La mujer, aún confusa, apaga el televisor del salón.
—¡Ivana, Ivana! ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha pasado aquí? —grita el delegado evidentemente exasperado.
La mujer se dirige hacia la habitación con sus plenos pechos agitándose y sus redondeadas nalgas vibrando excitantemente; pero no llega, no la dejo llegar. La tumbo de un empujón y cae de espaldas en el enorme sofá de piel blanca.
Lanza un grito y de un puñetazo le parto los labios y hundo un diente.
—¡Helga, algo le ocurre a Ivana! —insiste el histérico padre, marido y delegado ejemplar.
—Está muerta, es normal que esté fría, y que empiece a adquirir cierta rigidez. Y que sangre por el culo —le explico pegando mis labios al oído de Helga. Confidencialmente.
No deja de ser sorprendente como se crea cierta complicidad entre el juguete y el amo. Es un juguete precioso. Me gustan más las tías maduras y bien formadas que las jovencitas. Las jovencitas sólo me sirven para atormentar y hacer sufrir a los padres. Es más trágico violar y torturar a una niña que a una adulta. Cuestión de psicología hipócrita. Como si los adultos sufrieran menos.
Gilipollas.
Sus ojos enormes y almendrados miran arriba y abajo, a izquierda y derecha desmesuradamente abiertos.
Le arranco el camisón y las bragas.
Grita, grita, grita...
El delegado sale de la habitación y no se da cuenta de que está mirando mi polla que se acerca obscenamente a la ensangrentada boca de su puta.
A veces pienso que soy excesivo con esta ira que cultivo.
No hay nada que me ponga más que una visible asustada y con la boca ensangrentada. Les da un aire de locura digno de Munch.
La hija, desde su habitación grita:
—¡Es un diablo, un espíritu!
Dadas las circunstancias, podría ser cierto, es comprensible.
Pero yo soy aquello que cualquier ser humano sería si fuera invisible.
El padre no presta atención a lo que berrea su retoña. Observa atónito la boca de su mujer, sus mejillas moviéndose y abultándose como si chupara un enorme caramelo. Yo porque estoy acostumbrado; pero es muy extraño ver una mamada a un pene invisible. Los ojos lloran, la mente enloquece y la víctima siente que va a morir asfixiada. El que mira, siente un escalofrío, no comprende lo que ocurre salvo que hay algo poderoso y malvado ahí. Masca el miedo de la víctima como suyo propio.
La sensación de peligro es uno de los instintos básicos del ser humano y yo la pongo de manifiesto como ningún otro ser en el planeta.
—¿Qué te ocurre, Helga? ¿Por qué haces eso?
Pero Helga está demasiado ocupada en no asfixiarse. Le he agarrado el pelo por la nuca para presionar su boca en mi pubis. Seguro que el señor delegado de industria y energía, piensa que es tan extraño ese pelo que flota tenso y rígido, como el tremendo horror que sus ojos reflejan.
— Tú atrasas y adelantas la hora, tú lo gestionas. Eres en parte responsable de joder los días, de joder el tiempo. O disfrutas con ello, o no entiendes la magnitud del acto. Seas inocente o no, hoy los minutos van ser lentos como años. Yo también puedo variar el tiempo e interferir en tu vida.
Los ojos del hombre buscan desorbitados el origen de la voz, que he modulado con mucha gravedad para dar algo más de misterio. Mira directamente mi cara sin saberlo.
—¿Quién eres? ¡Helga deja de hacer eso!
Yo creo que en el fondo sabe que le estamos poniendo los cuernos ante sus narices.
Por toda respuesta, tiro del pelo de la tía buena obligándola a ponerse en pie y le doy un un puñetazo en el abdomen lanzándola contra su marido.
La hija grita histérica.
—Nos matará como a Ivana. Nos matará —recita ausente, un salmo a la locura.
—¿Qué eres? —susurra mirando ahora hacia el jarrón del comedor, sujetando a su esposa entre los brazos.
—Soy un hombre invisible y vosotros mis juguetes. Por culpa del horario de verano, tengo ahora serios trastornos del sueño. Y ahora vosotros no dormiréis. Por decir lo mínimo.
—¿Qué dices? ¿Qué estupidez es esa? ¿Todo esto por el adelanto de hora, hijo de puta? Estás loco seas lo que seas. Es para disfrutar de más luz, para ahorrar más energía. Nada más. Nadie quiere joder al hombre invisible.
Ahora estoy a su espalda y el especial tono con que ha pronunciado “invisible”, me ha ofendido un poco. No me gusta que los inferiores me hablen en ese tono, sólo acepto el del miedo.
Maraya está aún a la entrada del salón, sin atreverse a entrar. Le tapo la boca con la mano para evitar que grite; pero es imposible evitar los sollozos y gritos ahogados; el forcejeo por liberarse de mi mano que metiéndose bajo la camiseta del pijama, descubre y manosea sus tetas. Las tetas, cuando no están excitadas, son de una suavidad divina, los pezones blandos invitan a ser pellizcados, chupados hasta arrastrarlos por entre los dientes ávidos. Uno se recrea en ellos con el aliciente de que se endurezcan y cuando lo hacen, es hora de pasar al coño y follarla.
Apenas han pasado diez minutos; pero todos sudan como si llevaran dos horas corriendo. Einstein se acariciaría alelado su pene circunciso ante mi capacidad de relativizar el tiempo.
Yo lo que quiero es que el delegado sienta el dolor de la muerte de su hija de una vez por todas, se está obsesionando conmigo.
—Tu hija está muerta. Le he partido el cuello y la he sodomizado. Todo delante de estas maravillosas tetas que estoy sobando. Ivana no se estaba quieta como la buena de Maraya, si se revolviera entre mis brazos, le partiría el cuello también y la follaría en la mesita del sofá. ¿No te gustaría atrasar la hora y evitar lo que ha ocurrido? Aunque creo que lo más factible y lógico en estos momentos, sería adelantar la hora para que yo salga de aquí cuanto antes. Tienen suerte tus hijas de que se parezcan a tu puta y no a ti. ¿Sabes que Maraya odia morir? Sus pezones están deseosos de contraerse entre mis dedos. Ahora y dentro de unos años.
Viendo los pechos desnudos de su hija, sobados por el aire, deformados por una presión invisible, se derrumba.
—¿Cómo es posible? Ivana...
Llora y su esposa con él. Se dirige hacia nosotros, hacia mí y Maraya.
—Maraya, ven conmigo, acércate —le dice extendiendo la mano.
Cuando la chica intenta avanzar, la retengo contra mí y le giro el cuello hasta el punto máximo de torsión y todo el mundo comprende que han de estar quietos.
Cuando mis juguetes por fin asimilan lo que les está ocurriendo, se someten al miedo. Los primeros minutos siempre son para la sorpresa y la negación de lo imposible, aunque sea tan obvio como ahora. Al final, muerte y dolor es lo que se impone.
Mi rabo se ha endurecido entre las nalgas de Maraya y ahora lo meto por entre sus muslos, la tela del pijama está caliente y al poco tiempo, la noto mojada de mi propio fluido. Si en este momento le picara el coño y se rascara, se encontraría con mi pijo bajo las uñas. ¿No es esto maravillosamente obsceno y extraño?
Quien me conoce, quien sabe de mi existencia, acumula una experiencia que envidiarían muchos.
El cuerpo de Maraya se agita laso ante mis rítmicas arremetidas entre sus muslos. Estoy pensando en joderla, obligar que su padre la sujete mientras le chupo el coño y luego le meto el puño entero.
Helga se ha separado de su marido y viene hacia nosotros, con su boca ensangrentada está adorable. Es cierto que el diente hundido le resta belleza; pero también le da un aire de fragilidad excitante.
Me encantan los menages a trois; le lanzo a su hija a los brazos para que no me toque, odio que me rocen los visibles sino soy yo el que lo provoca.
Se abrazan lloriqueando.
—¿Sabéis familia? El tiempo se acaba y estoy confuso. No sé cuando amanecerá. Por otra parte me aburro inmensamente hablando. No es normal que hable tanto con mis juguetes.
Me acerco al delegado hasta que es capaz de notar mi aliento en su rostro.
Ya no me siento enfadado, no siento odio. Mi ánimo se ha templado. ¿Qué importa una hora más o menos cuando no estoy sujeto a norma alguna?
Tengo unos prontos malísimos.
Al delegado le he obligado a beberse una botella de bourbon, media hora quejándose, pidiendo que me vaya, que los deje tranquilos y bla, bla, bla...
La madre y la hija se han sentado desnudas en el sofá y mantienen las piernas separadas. Les he tenido que pegar unas cuantas veces para que hicieran lo que les ordenaba y ahora se mantienen así de abiertas y excitantes.
Como padre y marido no creo que sea muy querido, porque apenas han lanzado un tímido grito cuando le he obligado a tragarse su reloj de pulsera. Le he tenido que golpear varias veces en las costillas con la botella vacía, pero lo cierto es que ese reloj tan grande no pasa por ahí. Ahora la sangre mana abundante por sus labios.
Le obligo a tomar unos tragos de coñac. Se desploma como un pelele en el suelo, no sé si por coma etílico, dolor o miedo.
Es igual, me siento orgulloso.
Todo queda en silencio, sólo se escuchan las respiraciones agitadas de las mujeres que miran a su padre y marido. No gimen ya, sin embargo sus ojos están hermosos anegados de sangre.
Creo que es hora de irse, esto ya me aburre.
Al llegar al salón, el reloj de carillón da cuatro campanadas. Me acerco a su esfera y no puedo evitar tocar sus manecillas negras y girarlas al revés, hasta que marca las tres.
Doy media vuelta, y al entrar en el salón grito:
—Se ha atrasado la hora oficialmente, por tanto vamos a pasar otro rato más juntos hasta conocernos bien. Una hora más.
Las mujeres, han roto a llorar de nuevo, presentían que aquello llegaba a su fin. Es una crueldad engañar a los visibles y darles esperanzas; pero es algo que se hacen continuamente entre ellos. Son más fuertes de lo que parece.
Cojo las cuidadas canas del delegado y tiro de ellas hasta que se despeja y consigo que se ponga en pie.
—Harás lo que te diga, sin rechistar. Si no me haces caso pronto y siguiendo al pie de la letra mis instrucciones, las mato a cuchilladas. No pronuncies una sola palabra a partir de ahora, o las descuartizo. Si me has entendido, si eres consciente de lo que te he dicho y lo has comprendido, llámalas putas.
Parece no reaccionar.
—Las voy a cortar en pedazos, tarado. Si no eres capaz de entenderme y seguir mis órdenes, las voy a descuartizar lentamente delante de ti.
—¡Putaaaaaas! —grita a pleno pulmón, lanzando gotas de saliva y sangre.
—Cariño... ¿Es él, aún está aquí? —le pregunta su mujer aterrorizada.
—No le respondas —le susurro al oído.
—Papá... –Maraya se acerca a su padre buscando su abrazo.
—Vuelve al sofá Maraya, no te muevas de ahí.
—Tengo mucho miedo, papá.
—Te he dicho que vuelvas al sofá.
Tal vez hayan sido las húmedas y mudas súplicas de los ojos de su padre, la que la convencen de que se quede sentada en el sofá, junto a su madre.
—Y que mantenga las piernas abiertas...
—Ahora quiero que ates las manos de tus zorras a su espalda y las arrodilles; pero a tu hija, además le vas a atar los pechos, hasta que sus pezones se endurezcan y se amoraten. Ve a la cocina, he visto cordel —le susurro con un tono tan bajo que no pueden oírlo las tías buenas.
—Cariño ¿adónde vas? ¿Qué ocurre?
—Diles que estás loco, que ahora sólo tú me puedes escuchar y tienes que obedecer, soy un dios que exige sacrificio —le susurro al oído conteniendo con dificultad una carcajada camino de la cocina.
La pequeña Ivana ha perdido completamente el color y es tal su apariencia de cadáver que cualquiera sentiría cierto tufo a descomposición por pura sugestión. El padre acaricia su cabello con tristeza.
—Vamos te están esperando.
Les ata las manos a la espalda y a Helga la obliga a girarse hacia el sofá y la invita a que descanse el pecho en el asiento. Su culo redondo y musculoso por el gimnasio se ofrece voluptuoso a mi invisible polla.
—¿Por qué nos haces esto? Responde.
—No respondas y ata las tetas de tu hija.
La primera vuelta de cordel la pasa por debajo de ambos pechos y da cuatro vueltas de cordel a cada pecho, siguiendo mis instrucciones, cuando estoy satisfecho con la fuerza con la que se han atado, le susurro.
—Déjalo ya y ahora, arranca el cable de lámpara de pie.
—Papá me duelen mucho.
El delegado desenchufa y tira al suelo la lámpara halógena de pie que se encuentra a la entrada del salón y arranca el cable al tercer intento.
—Quiero que le azotes sus tiernos pechos, quiero masturbarme viendo como se amoratan y la piel se rasga.
—Hijo de puta —contesta ante los horrorizados ojos de su hija.
—O lo haces tú, o lo hago yo. Y te juro que le arrancaré las tetas a golpes.
Helga se incorpora.
—¿Estás loco? ¿Qué vas a hacer?
Golpeo la cabeza de la mujer y la obligo que pegue la cara al asiento del sofá, manteniendo su cabeza presionada.
Cojo un cenicero de la mesita y lo sostengo tras la cabeza de Ivana. Si no empieza a azotarla, le casco el cráneo.
El delegado ha entendido y lanza un fuerte latigazo que causa un escalofrío de dolor en los músculos de su hija, lanza un gritito, que se convierte en alarido a medida que los azotes se suceden.
La madre forcejea por liberarse de mi presión, sin soltar mi presa, me coloco tras ella y la penetro con facilidad. A la vez acaricio los pezones ensangrentados de Ivana, que no siente mi tacto, se encuentra en estado de shock y sus pechos están tan amoratados como insensibles al placer. Hay sólo cabe el dolor. La chica se ha derrumbado en el suelo agotada y dolorida.
El delegado ahora observa cómo las nalgas de su mujer se agitan y su sexo está extrañamente lleno de aire. La vulva se muestras abierta y dilatada ante mi invisible bombeo. Helga ha dejado de gemir y se ha sometido. Su mente ya ha empezado a deshacerse.
Dentro de unos minutos serán de nuevo las cuatro.
Eyaculo mi invisible semen en el ojete de Helga y la ira me posee al no poder ver mi propia polla escupiendo la leche. Es algo frustrante.
Todo es rojo.
Me acerco hasta el delegado y le doy una fuerte patada en los cojones.
Todo queda ahora en silencio. Dong, dong, dong, dong... Las cuatro.
Me siento satisfecho, razonablemente sereno ya.
Aunque haya algunos daños colaterales, yo soy pura justicia. Imaginad un mundo en el que los señores delegados no sufren y sólo viven bien y ejercen su santa voluntad. ¿Asqueroso verdad?
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Han pasado tres años. Y hace dos que el señor delegado se suicidó en su celda mordiéndose las venas de las muñecas. Le insistí sobre tal hecho unas cuantas noches durante los cambios de turno de los celadores.
Madre e hija se pudren en un sanatorio mental. Continúan contando extrañas historias, sin duda alguna, aún aleccionadas por la obsesiva personalidad enferma del padre y marido maltratador.
Cuando atraséis o adelantéis la hora, acordaos que alguien estará muriendo y sufriendo. Eso os hará sentir mejor.
Iconoclasta
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