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23 de diciembre de 2009

Amantes secos

Se le ha caído una lágrima al suelo.

— ¡Mecachis!

Con la punta de un cortaplumas intenta recoger la gota y verterla en un pequeño frasco.
Sus escleróticas están enrojecidas por una tupida telaraña de venitas.
La tierra se ha bebido la gota y al hombre de los ojos secos se le escapa un gemido casi infantil.
Tiene que aprovechar el frío para conseguir lágrimas; hay días que consigue hasta diez gotas de emociones destiladas.
Parece un hombre fiero con su mirada basilisca; pero si se presta atención a sus movimientos suaves y casi tímidos, parece un buen tipo.
Sólo hay que observar sus manos relajadas que al caminar parecen acariciar el aire.
Además ¿no lo acabamos de ver intentando recoger una lágrima del suelo?
Eso requiere mucha sensibilidad.
¿Acaso un hombre malo intentaría recoger una lágrima?
El no es como nosotros.
Ahora camina sin prisa, con la cabeza gacha.
Le da vergüenza que le miren los resecos ojos. No son feos del todo; son pequeños y muy intensos, tienen un color miel que en medio de ese enrojecimiento, le otorga una mirada tremendamente profunda; pero ese blanco ensangrentado provoca desconfianza.
Es fácil pensar que ha esnifado cocaína, o que le ha dado demasiado al hachís.
Eso son conjeturas de los vulgares, de los que no conocen más allá de lo que ellos han vivido.
No es por una extraña perversión o adicción al dolor por el que el de los ojos secos, roza con la punta de una aguja los lacrimales. A veces se hiere la esclerótica.
Necesita hacerlo, porque hubo un día en el que se acabaron las lágrimas.
Se secó.
A veces no basta con llorar por dentro, la piel de la cara necesita cuidados, necesita sentirse acariciada por las líquidas emociones destiladas por los ojos.
La tristeza esconde la belleza húmeda de los deseos abortados y de los tiempos estériles. La piel necesita consuelo.
La piel curtida necesita los mimos de una tristeza serena.
Yo a veces lloro en su rostro, y él me acaricia el cabello y siento su llanto seco en mi pecho.
Lloro por él, porque amar lleva implícita las lágrimas. Unas son de felicidad y otras por el que tiempo que han vivido los amantes sin encontrarse.
No somos felices, nos amamos intensamente en un mundo que no está preparado para acogernos. La espiritualidad, la pasión casi irracional no está bien vista cuando los que aún poseen todas sus lágrimas intactas nos miran a través de sus correctos e hidratados ojos y en lugar de lágrimas de amor o tristeza, sueltan alguna lágrima ponzoñosa de envidia.
Mi amante de ojos secos dice que soy la cosa más bonita del mundo, yo le creo. Cuando me reflejo en sus ojos lo sé.
Y lo afirma con tal rotundidad, que siento el vértigo de ser más que una mujer.
Yo también he llorado, y sé que mis lágrimas se acabarán como se han agotado las de mi amor.
Lo sigo porque a veces desespera, se sienta en un banco en cualquier plaza desierta y esconde el rostro entre sus manos e intenta llorar. Y llorar secamente duele, es como el vómito con el estómago vacío. Parece partirte.
Quiere conseguir todas las lágrimas posibles para cuando mis ojos se sequen y así poder cuidármelos. Hay un congelador en casa que contiene cientos y cientos de viales llenos de lágrimas.
Colirios de locura de amor, los llamamos.
Un día nos reconocimos, hace eones de ello, al menos así de veloz nos pasa el tiempo. Tal vez sea una subjetiva percepción, pero los dos percepcionamos lo mismo.
Mi hombre y yo jugamos a veces con el vocabulario como cuando éramos niños. Niños que no se conocieron hasta muchos años después de haber nacido.
Hay un tiempo entre nosotros que es una cicatriz dolorosa de tocar. Como si hubiéramos perdido vida. El encuentro ha tardado mucho en ocurrir. Hay demasiado tiempo y poca vida.
Y la vida debería ser más justa, más amable al menos.
No puede hacer daño un poco de equilibrio entre espera y encuentro.
El tiempo es un hierro al rojo que cauteriza la carne y seca los ojos.
Evapora las lágrimas y las emociones.

— ¡Vamos mi amor! Aún me quedan lágrimas, no te preocupes. ¿Tú has visto que secos están hoy tus ojos? No quiero que salgas solo a la calle. ¿Ya no me quieres?

— Es imposible no quererte, mi bella. Hoy no tenía un buen día, no quería entristecerte con mi sequedad.

Me desarma, cuando ríe me lleva al fin del mundo entre sus brazos; pero cuando está triste, abre con cuidado la puerta de casa y sale a la calle en silencio para intentar llorar alguna lágrima. Y eso me rompe el corazón. Me desangra por dentro.
Querer a alguien y saber de su tormento es lo peor que pueda ocurrir. Porque a quien amas le darías tu propio corazón si fuera necesario.

—La primera lágrima y se la ha bebido la tierra. Es una mierda, mi bella.

A veces su ternura compromete mi ánimo.
Es tan difícil no pensar en él a todas horas...
Me acerco a sus labios y lo beso con un pequeño roce.
Sabe a tan poco...
Un beso más lento y profundo y él invade mi boca con su lengua impulsiva, agresiva en su pasión. Y sin pretenderlo, dejo de respirar. Cuando se besan los amantes, cambian de cuerpo, se desliza el pensamiento al cerebro amado y las funciones vitales parecen suspenderse.
Parece de ciencia-ficción; pero esta película está basada en hechos reales.
A mí no me cuesta nada llorar, sólo tengo que recordar alguna de sus tristezas para que mis ojos se inunden de lágrimas. O una alegría, cuando nos besamos la primera vez, supe que nos conocíamos de otros tiempos. Su boca, sus brazos, sus manos, hasta su calor, todo aquello era cómodo, fue lo esperado durante tantos años.
Y cuando las lágrimas bajan por nuestros rostros unidos en un beso o en un abrazo, siento la húmeda felicidad en su piel y dice que está dos veces bien. Es verdad, porque su tez responde tornándose suave y cálida. Incluso las escleróticas recuperan su blanco.
Y hay quien nos mira y ve a una pareja rara, posiblemente alcohólicos en un abrazo ebrio. Porque los amantes no deberían llorar. En este tiempo y lugar, los amantes follan y ven la tele, se casan en selectas y recónditas ermitas y celebran grandes banquetes en un oropel de mal gusto.
No se sientan en un banco de piedra a besarse, eso sólo lo hacen los adolescentes. Y ese que nos mira, cree que no está bien que nos besemos con tanta fuerza en un lugar en el podrían haber niños jugando.
Dejo que mi amado separe su rostro de mí y dirija su mirada a los ojos de ese envidioso. Me encanta cuando mi hombre provoca zozobra en los vulgares. Me siento orgullosa de él, de su fuerza.
Por eso lo sigo cuando camina en busca de lágrimas, me gusta cuando es peligroso.
Pero es un alquimista desesperado por hacer oro de un trozo de plomo.
No ha sido fácil la vida y ambos hemos llorado mucho; pero mi amado nació antes, y en su hermosa locura, dice haber fallado. Que se ha equivocado tantas veces en la vida, que por su culpa hemos perdido años de amor, de estar juntos.
Le acaricio la espalda y le digo que no es así, que todo está bien. Que nos amamos con tanta intensidad que incluso hemos retrocedido en el tiempo. Y lloro en sus hombros sin que me vea. Para que no recuerde lo seco de sus ojos viendo las maravillosas emociones líquidas que derramo y se filtran rodando por las comisuras de mis labios.
Yo no sé si tendré su fuerza cuando me quede sin lágrimas, sólo sé que sin él no puedo vivir. Que el sacrificio de sus lágrimas, es lo más hermoso que nadie pudiera soñar.
No quiero que nadie diga que es un tarado de mirada narcotizada. No se lo merece.


—Mira, mi bella —dice señalando con el dedo su ojo —Una lágrima para ti.

Y una pequeña bolita brillante está prendida del párpado inferior, casi en equilibrio. Es muy pequeña.
Saca el frasco de lágrimas del bolsillo y lo abre cuidando de no mover demasiado la cabeza ni pestañear.
Con mucho cuidado, se lleva la hoja del cortaplumas al ojo y con mal contenido nerviosismo, recoge la lágrima dejando luego que caiga en el pequeño frasco. Es sólo una pequeña estela de gotitas en la pared del frasco.
Todo el amor, en sólo esa minúscula gota. Existe en ella todo el amor y todas las penas de una vida. Un chip líquido testimonio de vida.
Y siento una pena infinita por mi hombre sin lágrimas.
Tengo miedo de que un día me seque también, porque no podré llorar en su rostro.
Secos amantes...
Tengo frío.


— ¿Vamos a casa, llorón?

—Vamos, llorona.

Me ha colocado su cazadora en mis hombros.
En casa reiremos. Cuando estamos solos reímos más que lloramos. Este mundo prefiere las lágrimas, lo sabemos. Por eso lloramos en la calle, para que todos estén tranquilos. Para que el mundo se sienta satisfecho.
El mundo es envidioso y puede soportar las lágrimas; pero la risa de los amantes, es algo que le irrita, y nos escondemos para que no nos destruya.
Cuando entramos en casa, un delicioso calor nos invade, y mi hombre lleva la lágrima al congelador.

—Otra lágrima para mi bella ornitorrinca.

Los ornitorrincos son tan raros como nosotros y reímos como ellos. A lo mejor no ríen los ornitorrincos; pero es divertido imaginarlo.

—Es hora de una sonrisa, mi ornitorrinco.

Y reímos, besándonos, viendo películas, recordando el reciente pasado, cuando nos encontramos en este mundo fiero y malo; él con sus ojos secos y yo destilando para él mi amor, como él destiló hasta su última gota por mí.
Hasta que me seque.


Iconoclasta

19 de diciembre de 2009

666 y los verdes


Primates idiotas...
Ya no obtengo ningún placer especial masacrándoos.
Antes, en el principio de la creación, disfrutaba exterminándoos de la misma forma gozosa y festiva con la que los estadounidenses mataron a los nipones en Hiroshima con su bomba atómica. Con el mismo placer rajaba las carnes de los monos, que el que sentía Hitler ante los esqueléticos judíos que se deshacían en enormes fosas con cal viva o sodomizando a niños rubios, arios...
Aún disfruto yo así; pero en contadas ocasiones.
Es trivial mataros en la inmensa mayoría de los casos, sólo aporta una momentánea distracción. No requiere ningún esfuerzo, no hay reto, no hay placer. En muchas ocasiones es asepsia pura.
Os mato por hacer algo, me aburro.
Sin embargo, hay momentos impagables en los que disfruto más que Dios, el melifluo y perverso que gusta ver como alguna santa se corta las tetas para él. Ese sí que disfruta día a día. Cuando pudre a alguien con cáncer y muere tras consumirse lentamente, su pene divino está erecto y toca la campanilla para que entre un angelito, un querubín de nalgas perfectas que se siente en sus rodillas.
Hay muertes con las que disfruto como el más idiota y psicótico de los primates.
En todas las eras de vuestra historia idiota y previsible han existido iluminados a los que trocear y desollar. Y son mis preferidos esos monos especialmente carismáticos que representan la esperanza o la guía de otros muchos primates de segunda categoría.
Y ahora que los líderes ecologistas y climatólogos son los nuevos mesías, los predicadores de esta nueva era que atrapan a la chusma inculta, conformista y voluble con mensajes de apocalipsis climático, he decidido coger uno de ellos de entre los cientos que hay sedientos de protagonismo y poder (como los brujos de las antiguas culturas) para disfrutar esos momentos en los que la tortura y el ensañamiento se convierten en una auténtica obra de arte en la cual me aíslo como un genio creador. Absorto a todo y prestando especial atención en convertir una agonía dolorosa en una vida eterna.
Voy a convertir a uno de esos climatólogos en un verdadero mártir. Alguien a quien nunca olvidarán sus fanáticos adeptos, casi sectarios, de esa organización pseudo-científica, que no es ni más ni menos que otro Cristo metiendo miedo en el cuerpo a los incultos.
Ellos juran que dentro de cien años el calentamiento del planeta se habrá detenido gracias a sus políticas y proyectos, y el humilde obrero, ilusionado por salvar unos pingüinos, les da una parte de su salario; amén de pasar un buen rato de sus vidas escogiendo mierda y basura para separar y reciclar demostrando así además, obediencia absoluta hacia sus amos.
Fijaos primates, que todas, absolutamente todas las promesas de mejora, se cumplirán como mínimo a ochenta años vista. Cuando estéis muertos.
Como si vuestra vida no valiera lo suficiente para arreglar las cosas ahora.
Sois tontos del culo.
Y eso es cierto: vuestra vida no vale un carajo.
Cristo, rey de tontos y enfermos, aún iba más lejos y les prometía a sus monos que hasta que no murieran, no serían felices. Que no había nada bueno para ellos en ese terrenal mundo. Había que morir siendo pobre y comiendo mierda.
El amor hacia el prójimo, y más concretamente hacia él mismo, llenaría sus barrigas y con eso basta para una mierda de mono. Estoy de acuerdo.
En definitiva, busco que los más carismáticos líderes mueran entre lágrimas y lamentos, que me pidan por el amor de dios que no les mate. Que luego deseen morir cuando pise sus intestinos aún estando vivos. Que mi cuchillo no pinche sus globos oculares. Y no ver a sus hijos con los pulmones colgando de los labios.
Creo que me voy a quedar con ese inglés especialmente chillón que tanta gente mira absorta durante su discurso frente a un palacio de congresos en un país nórdico. Un congreso para buscar soluciones que frenen el calentamiento global.
Tan listos y tan inocentes... Si supiera lo que le espera al pelirrojo y barbudo ecologista, desearía ser un humilde obrero ignorante.
Me aburre inmensamente la televisión...
— ¡Mi Dama Oscura, ven! Siéntate, clávate a mí.
Es un hecho: se me pone dura pensando en estas cosas. Y mi Dama Oscura me observa acariciándose su rasurado y pálido pubis, llevando los dedos muy cerca de su bendita raja. Tan cerca que la he visto cerrar los ojos cuando ha rozado su clítoris casi a flor de labios, le palpita duro entre los pliegues del coño. Lo huelo, huelo el fuerte aroma de su coño.
Antes de dejar que se penetre con mi polla, atenazo con fuerza su vulva, exprimiéndola, mojándome la mano con su abundante fluido.
¡Qué zorra es! Tiene clase hasta cuando es puta. Ha separado las piernas y en perfecto equilibrio sobre los pies, apoya todo su peso en mi mano. Siento mis dedos besados y lamidos por los labios de su coño.
— ¡Arráncamelo, mi 666! Arráncame este fuego de furcia que me quema hasta la matriz que da vida.
La adoro. Su obscenidad consigue que mi eficaz glande se cubra de una espesa capa de fluido, tan denso como la jalea. Mis testículos se han endurecido como cuero.
Se da la vuelta para clavarse a mí y separa las nalgas con sus dedos de largas uñas mal pintadas, desgastadas de tanto fluido y semen. Apenas siento más que el calor de su sexo hirviendo; no hay roce, estamos tan lubricados que más que penetrar nos hundimos el uno en el otro. Me encanta especialmente el momento en el que mi pijo empuja sus dilatados labios mayores hacia adentro y ella estira la espalda y el cuello como si tuviera que hacer espacio para que se acomode mi pene ahíto de sangre.
Ahora sus labios se han acomodado y besan las venas que irrigan mi bálano, como una deliciosa carne cruda sube y baja dándome un placer que me lleva directamente a la brutalidad misma.
Se la metería tan adentro que creería que le saldría por la boca.
Mientras clavo un dedo en su ombligo, con la otra mano pellizco sin cuidado su pezón izquierdo. Y ya no sé si gime de dolor o porque siente que mi polla va reventarla de placer.
Su piel está húmeda de mador, como si las babas del sexo salieran por los poros de su piel tostada.
La única antorcha de la cueva ilumina el coito dejando nuestros rostros en la penumbra. Los jadeos parecen salir de las oscuras entrañas de la cueva. De mi reino.
Siento como la vagina de mi Dama Oscura trabaja perfecta y se cierra y abre en mi polla; yo intento reventarla empujando con golpes secos y bruscos de cintura. Sus pechos se agitan furiosamente con las embestidas y cuando el semen mana entre nuestros sexos, lanzamos un rugido al unísono y los crueles gritan, y gritan los condenados y gritan los ángeles en el cielo ante la horrenda obscenidad de unos fluidos que riegan directamente las cabezas de los condenados en las profundidades de mi reino.
Los crueles se masturban gruñendo en infectos lugares plagados de venenosos insectos.
No hay nada como un buen clavo para sentirse optimista e inspirado. El Aston Martin espera a la salida de la cueva, Mis crueles lo vigilan, a veces Dios envía a sus ángeles para que se caguen en él como sucias palomas.
Conducimos hasta Holanda y allí decidimos pasar una jornada en barco. En Amsterdam embarcamos con el Aston Martin en un transbordador y pasamos el viaje en un camarote sin ser necesario. Mi Dama Oscura escribe cosas en un diario que no debo leer porque no debo amarla. Sólo follarla.
Ella me ama y yo la trato como a una ramera. En el infierno no hay más que adorar a uno: a Mí. Y yo mato o no, según me apetezca.
Cuando escribe, sé si plasma tristeza, alegría o ira. Sus ojos brillan intensamente con cada emoción. Conozco cada uno de los matices de sus increíbles ojos negros.
La pluma estilográfica hace un ruido encantador en el papel, superando el del mar. Cualquier cosa que salga de mi Dama Oscura es siempre mejor que lo que hay alrededor.
Durante el corto viaje fumo un gran habano tumbado en la litera y ella de vez en cuando, como una gata en celo, frota sus pechos contra mi torso para comerme la boca.
Hemos llegado a Copenhague, una ciudad fría y deprimente cuya única alegría es ahora la gran fiesta del clima. Es extraño ver razas negras y exóticas deambular por las frías y limpias calles.
Nuestro vehículo rompe con elegancia la monotonía de tanta bicicleta y aplasta nieve en la calzada con su innecesarios trescientos caballos.
Algún ecologista nos mira desde el interior de su vestimenta de cosmonauta, (hay una ola de frío polar) con cierto desagrado. Odio diría yo.
Acerco el coche al bordillo de la acera para hablar con el primate, ocupando uno de los miles de carriles para bicicletas que hay en la ciudad.
— ¿Me podrías indicar dónde se encuentra el hotel Copenhaguen Admiral?
Mira el Aston Martin detenidamente, nos mira con cierto desprecio, calcula algo y por fin habla.
—Esta misma calle os llevará a una plaza, Está ahí mis...
Yo ya sé donde está el puto hotel; pero no soporto que ningún ser inferior me mire así. Un rápido movimiento y le hago un profundo corte con mi cuchillo en la garganta que le impide hablar. Dobla el cuerpo sobre el estómago y parece un borracho vomitando sangre en la calle.
—Nunca deberías haberme mirado con desagrado, me encanta que me teman y adoren, idiota. Y desángrate de una puta vez que quiero tu alma —sujeto su pecho agarrando su abrigo para evitar que caiga al suelo aún.
Cualquiera diría que estamos hablando.
Mientras muere, mi Dama Oscura se enciende un cigarrillo del que me invita a dar una calada. Meto la mano entre sus muslos. Su coño me conforta en los momentos de aburrimiento. Y está caliente. Sus muslos apenas cubiertos por la falda, quedan manchados de sangre. Y la sangre me sube a la cabeza y desata la furia de mi pene de una forma instintiva y salvaje.
Ella sonríe al ver mi paquete palpitar.
Antes de que el primate pierda la fuerza de sus piernas, acerco su cabeza a la ventanilla del coche, muerdo sus labios y aspiro su alma con los últimos latidos de su vacío corazón.
Conduzco lentamente hacia Kongens Nytorv, la famosa plaza del centro de la ciudad donde se encuentran los hoteles más fastuosos y los primates más degenerados. Porque cuanto más rico es un primate, más perverso. Esto es una constante universal. Las cosas caen, el agua se congela y los que tienen pasta y poder, tienen una mente sucia y realmente repugnante.
Tienen tiempo, no trabajan; la misma decadencia de la clásica Roma parece viajar a través del tiempo y la distancia e infectar a los monos más genéticamente predispuestos.
Sólo cambia la arquitectura.
Estoy cansado de oír timbres de bicicletas. Puede que antes de irme, les vuele la cabeza a unos cuantos sanotes daneses que disfrutan haciendo ese ridículo e irritante ruido cada vez que les sale de sus encogidos genitales.
Los tienen que tener encogidos, hace mucho frío.
A las tres de la tarde comienza a oscurecer y las calles adquieren un tono de color y luz que durante el día es casi imposible imaginar. Sólo lo artificioso puede dar belleza a lo artificial, como si se tratara de una proporción áurea.
Y hay que reconocer que el resultado es sorprendente.
El Christiansbort, el parlamento danés, cierra sus puertas para que los políticos verdes o no, se dirijan a sus lujosos hoteles para seguir hablando de todo, menos del cambio climático.
Es hora de la coca y las putas de lujo.
Mientras miro por la ventana de nuestra fastuosa suite, mi Dama Oscura se refleja en el cristal masturbándose impúdica. Gime perceptiblemente y me laten las sienes.
Siempre hace estas cosas para sacar mi brutalidad en todo su esplendor. Soy como una bestia salvaje que en celo no conoce piedad ni paz.
Siempre estoy caliente y en celo.
El pelirrojo, por supuesto, se hospeda en este hotel, que por el precio, debería llevar incluida la puta en cada habitación. De hecho, hay dos ministras en esta misma planta, cosa que me hace sonreír. Sólo que en vez de cobrar, son tan estúpidas que pagan. El verde Hightower, se hospeda en la habitación contigua a la nuestra. No es una casualidad, me ha costado una pasta.
A las nueve de la noche entra en su habitación, en Copenhague ya es una hora muy avanzada y el frío no propicia la vida en la urbe. No hay nada que ver.
Las calles iluminadas y a la vez desiertas, parecen morirse de aburrimiento porque nadie las pisa.
La Dama Oscura observa con aburrimiento una revista encima de la cama y apenas presta atención cuando salgo de la habitación.
Llamo a la puerta de Hightower y éste abre directamente deshaciendo el nudo de la corbata.
Un puñetazo en la mandíbula y una patada en el estómago le lleva directamente al borde de la cama. Saco el cuchillo de entre los omoplatos y le hago un profundo corte en el dorso de la mano derecha. Los tendones se han cortado y retraído, los dedos han quedado crispados como si cogieran una piedra ardiendo y sin que pueda llegar a gritar por el dolor, le hundo en la boca el enorme consolador de la Dama Oscura que me había guardado en la cintura del pantalón y no he limpiado.
Le doy la vuelta en el suelo y apoyando la rodilla en su espalda con todo mi peso, lo inmovilizo y corto los plantares delgados, en la articulación de las rodillas para evitar que pueda moverse.
No es perfecto, porque mana mucha sangre; pero la Dama Oscura ya ha entrado en la habitación con su vestido de látex de enfermera puta. Adoro su humor.
Con profesional rapidez y habilidad, rodea sus rodillas por encima de los cortes con dos gomas de contención venosa para cerrar la salida de sangre y hace otro tanto con la mano derecha. La sangre ahora mana lentamente y en pocos minutos se espesa en los cortes para coagularse.
Si Hightower no tuviera la boca llena de polla de látex, estaría gritando como un gorrino. Os lo aseguro.
Un tendón cortado es una de las cosas más dolorosas que hay.
Vosotros no lo intentéis con vuestro marido o esposa, ni con vuestros hijos. Estas técnicas para cortar tendones y músculos con tanta precisión requieren muchos siglos de entrenamiento y eso es algo que no podéis ni soñar. Tal como está el planeta de caliente y jodido, no creo que ningún primate consiga vivir más de cincuenta años a partir de esta cumbre danesa.
A menos que paguéis una pasta gansa para que vuestros tataranietos puedan disfrutar de un planeta más fresquito dentro de cien años, gracias al bueno de Hightower y dos mil más como él.
— ¿No es cierto, Hightower? —le pregunto cogiendo su rizado y pelirrojo cabello con el puño.
Me mira con los ojos desmesuradamente abiertos, está llorando. Y no sabe lo que le pregunto; pero afirma con la cabeza.
La Dama Oscura lo está desnudando de cintura para abajo, es básico sobre todo en un líder de cualquier bando, desnudarlo y dejar al aire sus genitales para que se de cuenta de que no es mucho más que un animal cazado. Es una humillación añadida y que emite unas ondas cerebrales de sumo temor que alimentan mi ego. Soy de lo más empático con los primates.
Su ordenador portátil está abierto y encendido. Una campanita melodiosa de aviso de correo electrónico da un absurdo toque de normalidad a la escena.
Abro el mensaje.
Asunto: Previsión del incremento de temperaturas en los polos y el ecuador.
Hola Edward.
¿Te parece bien el incremento que hemos aplicado? Los valores reales están en negrita, los que hemos incrementado para tu presentación mañana, están en rojo. Dime si te parece bien, creo que si exageramos más las temperaturas, no será creíble. Estaré esperando tu respuesta.
Saludos.
R. Platt.
PS: recuerda que la Oil Limited, nos prometió financiar una expedición oceánica para principios del año que viene. Su lobby en Copenhague es Dietrich Malleryen y tiene un cheque para nosotros. Lo encontrarás en la cafetería del Crhistiansborg a las once de la mañana. Adjunto su foto
”.
De las temperaturas reales a las amañadas hay más de medio grado de aumento, es la previsión recreada con un gráfico para los primeros tres meses del año.
La psicosis ya está instalada en los primates más sugestionables y todo puede ser. Sobre todo si lo así lo dice un experto en la materia como nuestro buen Hightower. Las grandes multinacionales financian sus viajes e investigaciones como la mejor forma de publicidad y lavado de conciencia frente a los ciudadanos preocupados generosamente por el futuro del planeta mientras besan el culo de su amo.
La Dama Oscura se ha sentado frente a él, no lleva bragas y su sexo se muestra abierto y húmedo. El pelirrojo no se la mira.
Los dolorosos tajos no acompañan a la libido.
—Vas a ser el primer mártir de la Iglesia del Calentamiento Global, Edward. No existen mesías sin tormento a la vez que no existen creyentes sin sacrificio. De morir no te libras, no guardes esperanzas de ningún tipo. De la misma forma que prometes un mundo mejor para dentro de ochenta o cien años, cuando todos tus seguidores idiotas ya estarán muertos; yo te aseguro que cuando mueras serás famoso. Y eso ocurrirá dentro de unas horas; pero no lo verás. No lo verías aunque fuera dentro de unos segundos. Tu fama será la muerte misma. Te adorarán durante unos días.
Es necesario que al primate no le quepa ninguna duda de que ha de morir. El terror de los monos ante la desesperación es una droga deliciosa.
La Dama Oscura está ojeando los documentos del ordenador portátil
—Mi 666, mira esto te va a encantar. Quieren ser tan crueles como tú. Deberíamos perdonarle la vida y hacer de Edward uno de nuestros crueles.
El video muestra una extensa llanura de hielo, gira la cámara y enfoca el mar, el hielo de la orilla está lleno de focas.
Un hombre con un bate de béisbol de madera y otro con un rifle se dirigen hacia la manada, ambos llevan anoraks de Leathers North, una importante empresa peletera irlandesa. La cámara da un giro rápido y enfoca a Hightower.
—Quiero que seáis especialmente salvajes. Cuando vean esta película las empresas peleteras van a pagar oro en lingotes para que no se divulgue en los medios de comunicación.
—No me filmes, idiota, ahora tendré que editar la película personalmente.
La cámara enfoca a los dos hombres. El del rifle apunta a una foca que resguarda entre sus aletas a su cría, blanca como el propio hielo. Sólo sus negros ojos y la nariz ayudan a distinguirla.
— ¿Preparado para la toma? —grita el hombre del rifle para hacerse oír por encima de los ladridos y aullidos de los animales.
—Preparado —dice el cámara haciendo zoom sobre madre y cría.
Se escucha un estampido y al mismo tiempo, medio hocico de la foca madre desaparece entre una nube roja. Pasan un par de segundos y otro tiro más destroza su cráneo un poco por encima de los ojos.
A mí los primates me la pelan; pero tal vez sea porque yo tengo más de animal que de ser humano por lo que este tipo de dolor me irrita profundamente.
Le arranco el consolador de la boca a Edward, le meto el cuchillo en el carrillo derecho y corto hacia afuera. Alcanza a gritar y mearse al mismo tiempo antes de que le pueda meter en la boca el consolador de nuevo. La mejilla le cuelga de la mandíbula inferior como un bistec y se le pueden ver premolares y molares entre la abundante sangre.
La Dama Oscura está seria, no quiere mirarme a la cara, no despega la vista de la pantalla del ordenador.
Los cazadores han matado a tiros a otra foca que se les acercaba para defender su territorio. La cría hocica en el vientre de su madre instándola a que se ponga en pie.
Cuando el hombre del bate se acerca, la pequeña foca emprende torpemente la huida. El cazador la golpea en las aletas, en la espina dorsal y en los costados, en cualquier lugar que evite una hemorragia masiva de sangre que manche la piel interna, la base del pelo. El resto de la manada aúlla y ladra, se han concentrado en un numeroso y compacto grupo con las crías en el interior.
Ser cruel consiste en dar golpes no muy fuertes, que aplasten músculos y huesos que no se encuentren en una zona vital. O sea, aplicar dolor puro de tal forma que la víctima no muera demasiado pronto. Y de esto entiendo más que nadie.
La Dama Oscura ha cogido un pisapapeles de bronce de la mesa, es una antigua escafandra de buzo. Se dirige a Edward con el rímel corrido. Es humana al fin y al cabo.
Y está hermosa con esa tragedia pintada en los ojos.
Se arrodilla frente al hombre separándole sus ahora inútiles piernas y lleva los brazos por encima de su cabeza para bajarlos y golpear con fuerza la rótula izquierda del líder ecologista. El crujir de los huesos de primate es una delicatesen excepcional; en ningún otro animal suena mejor. Además, los primates os quejáis de forma ostentosa y cobarde y eso pone mi pene erecto y duro como ninguna otra cosa.
Os follaría los huesos para eternizar vuestro dolor; pero siento cierto asco por vuestra carne. Dios no es perfecto y sus criaturas tampoco.
A Edward se le han abierto desmesuradamente las aletas de la nariz y golpea la cabeza contra la pared donde se apoya. Los mocos están mezclados con la sangre que inunda la boca por la mejilla desgarrada. Es todo tan sucio y tan brutal...
A veces se me escapa una lágrima traidora llevado por la belleza extasiante del momento.
La Dama Oscura golpea la otra rodilla y rasgando la piel aflora el hueso blanquecino de la articulación. Aprieto el culo con aprensión llevado por la solidaridad del dolor. A veces tengo detalles de empatía.
El pelirrojo ha piafado sobre sus propias nalgas y el olor a orina, mierda y sangre hace de la lujosa habitación lo más parecido a mi infierno.
Si tuviera al tarado de Hitler aquí le haría comerse la mierda, cosa que haría sin que se lo pidiera.
En el monitor sigue la escena y durante tres largos minutos aburridísimos la pequeña cría queda inmóvil con sus enormes ojos negros mirando al mar al que pretendía llegar.
Cuando el cazador mete la punta del cuchillo en su vientre, el bebé foca da un pequeño ladrido y levanta la cabeza durante unos segundos. Sus tripas caen en el hielo formando una nube de vapor.
¿Queréis saber exactamente lo que pensaba la foca? Porque yo lo sé, porque si tengo algo que odiar en mi vida, es esta puta virtud de leer el pensamiento de los que están muriendo, de los que sufren y tienen miedo. Aunque no quiera.
Los agonizantes deberían de callar de una puta vez, coño.
La traducción perfecta es: “¿Por qué me matan, mamá? Duele mucho, mamá. Ayúdame. ¡Mamá, pupa! ¿Dónde estás mamá? Yo quería ser mayor como tú”.
No quedará del pelirrojo más que una carcasa vacía de vísceras.
A mí no me impresiona demasiado; pero es inevitable que el sufrimiento de un animal que carece de instinto predador -en los animales no humanos se desarrolla como un aprendizaje para que los pequeños no se maten entre sí como hacen las crías de primate- consiga hacer que cierre el puño con fuerza.
—Vamos a sacarlo al fresco, mi Dama.
Con el edredón de la cama envolvemos al pelirrojo, y con una funda de almohada improvisamos una bufanda para que no se le congelen los pulmones por accidente. Lo sacamos al balconcito de la habitación, un termómetro luminoso de la plaza indica diez grados bajo cero. Son las diez de la noche y puede que baje unos siete grados más la temperatura. Es suficiente.
—No te muevas, o te cascaré la columna vertebral con el pisapapeles y no morirás. Ahórrate un dolor, hazme caso, mono.
Edward suplica perdón con lágrimas en los ojos. Por mí como si se la pica un pollo.
Parece talmente una momia envuelto y a salvo del frío con el edredón y la bufanda, mi dama practica un preciso corte en la ropa a la altura de sus genitales y extrae el pene. Con cuidado apelmaza la ropa alrededor del miembro para que no se congele nada más.
Y para mejorar y acelerar el proceso, vertemos un vaso de agua en el miembro.
Y así con su penecito al fresco, cerramos el balconcito.
Nos sentamos en la cama a mirar la televisión, están emitiendo Muerte entre las flores y el marica está llorando en el bosque por evitar que le descerrajen el tiro de gracia. Esa escena siempre me ha parecido deprimente, yo le hubiera cortado las orejas y luego le hubiera metido la hoja de mi puñal en el ano y lo hubiera removido hasta su último suspiro.
Mi Dama Oscura apoya su cabeza en mi poderoso pecho y yo acaricio su suave pubis distraídamente.
Han pasado algo más de tres horas cuando llaman a la puerta.
— ¿Edward? Soy Ernest. André me envía por el video de la caza de focas. ¡Abre!
La Dama Oscura se viste con el disfraz de enfermera, está tan manchado de sangre que mi pene se encabrita. Abre la puerta.
— ¡La hostia puta, Edward! Menuda guarra te has buscado, cabrón. Y yo matando focas en el hielo. Dios debería repartir mejor los placeres, amigo mío.
La Dama Oscura le invita a pasar posando la mano en su paquete. Ernest es todo un ejemplo de rubio escandinavo, de tez pálida y una melena rubia que roza sus hombros, sus rasgos son agradables, a excepción de unos ojos inquietos y pequeños de color beige que bizquean un poco.
Cuando se da cuenta que no soy Edward abre la boca para exclamar algo, momento en el que le lanzo el pisapapeles a la boca.
Este pisapapeles está siendo realmente útil, me lo voy a llevar a mi oscura y húmeda cueva. Como un efectivo recuerdo. Soy un sentimental y me gusta coleccionar cosas de mis viajes.
El rubio cae al suelo de rodillas con los dientes rotos asomando por entre los labios hechos pulpa. Se apoya sobre una mano, como un toro herido vomitando sangre en la moqueta. La Dama Oscura se sitúa frente a él en cuclillas. Le encanta que le miren el coño y coge sus dos muñecas y le obliga a plantar las manos en el suelo. Así a cuatro patas está perfecto.
No me molesto en quitarle la ropa, ya caerá.
Clavo el cuchillo en el ano a través del pantalón y le permitimos lanzar un grito atroz. Como la cría de foca gritaba. Ahora subo el cuchillo por entre las nalgas cortando sólo la epidermis dirección a la rabadilla. Sin dejar de cortar, llego a la columna vertebral y acabo el impresionante corte en la nuca.
¿Veis? Ya os lo dije, no era necesario sacar la ropa, ha caído a los lados con una simetría perfecta.
Me meto el cuchillo entre los omoplatos y hundo los dedos en la herida, a la altura de los lumbares. Pego un fuerte tirón con ambas manos y levanto un buen trozo de piel a ambos lados de la espina dorsal. Despellejar así siempre me ha gustado, es fácil como rasgar una sábana de algodón.
La Dama Oscura le ha tenido que tapar la boca. A pesar de encontrarse en estado de shock, el cerebro del primate ha encontrado algún nervio útil al que enviarle la información de dolor para que la laringe se ponga a trabajar en el lamento.
Con una patada en las costillas, lo tumbo de costado en el suelo. Y mi Dama Oscura lo inmoviliza subiéndose en su costado a horcajadas, apoyando su coño en el bíceps derecho.
El nórdico cazador intenta protegerse con las rodillas el pecho y adopta una posición fetal. A mí me da igual, lo voy a destripar igualmente.
Clavo el cuchillo en su mal escondido pubis después de retirar las molestas rodillas y subo cortando hasta el ombligo. El corte es bastante más profundo que el de la espalda, aquí se trata de seccionar casi todo el grosor de los poderosos músculos abdominales.
Y luego la gracia: le doy una fuerte patada en la barriga y el corte se abre en todo su esplendor dejando resbalar las gordas y largas morcillas que son el paquete intestinal, él mismo las intenta retener cerca de sí, pero son resbaladizas y se le escapan de las manos.
Lo dejamos ahí desangrándose, y el consolador vuelve a tener utilidad de nuevo en la boca destrozada del cazador.
Ha sido un extra muy agradable este rato pasado con el rubio, me vuelvo a sentar en la cama encendiendo un enorme habano Partagás cuyo humo dispara la luz de alarma del detector de incendios.
— ¿Señor Treseises? Soy Henzel de recepción. Tienen algún problema en la habitación, hay aviso de humo.
—No, mi mujer se ha dejado la puerta del baño abierta y ha salido el vapor de la ducha. Le prometo que no me estoy fumando un enorme puro y que mañana no le daré una indecente propina.
Al hombre se le escapa una sonora sonrisa y un carraspeo cómplice.
—No se preocupe, puede fumar cuanto quiera. Nuestro hotel dispone además de una inmejorable cava de habanos. Si el señor lo desea, puede bajar al semisótano a elegir uno de nuestros cigarros como cortesía del hotel.
—Muchas gracias, Henzel, posiblemente acepte su regalo dentro de unas horas. Buenas noches.
—Buenas noches, Sr. Treseises.
Me encanta que me hagan la pelota.
Las convulsiones del cazador de focas se van haciendo cada vez más débiles y los intestinos han pasado a tener un color ceniciento a causa de la luz y el aire. Hasta la luz que Dios creó afea las vísceras.
La Dama Oscura mete la mano entre las asaduras y levanta un puñado de larga salchicha, los ojos de Ernest miran a algún punto del techo. Las tripas resbalan de entre los largos dedos de mi Dama como angulas muertas.
Posiblemente Ernest está captando la imagen de Jaziel, el arcángel que está de guardia hoy para intentar dar consuelo a los moribundos y de paso llevarse su alma al cielo aprovechando algún despiste mío. Son como buitres. Incapaces de hacer el trabajo sucio; pero se alimentan de suciedad.
Admirando al agonizante, mi Dama recuesta su cabeza en mis piernas y cuando se acaba el cigarrillo, su boca busca algo más que chupar y mi pene de repente se encuentra cubierto por una boca húmeda y caliente. Sus largos dedos acarician con suavidad mis cojones y a mí se me cierran los ojos de placer.
Cuando mi semen inunda su boca, ella me lo devuelve al pubis y lo frota hasta pringarme el vientre con ese blanco y cálido bálsamo.
No puedo más, le doy la última calada al puro, obligo a la Dama a que se tumbe de espaldas en la cama y separando con brusquedad sus piernas aferrando los tobillos, lanzo mi lengua gorda y pesada en su llaga divina. Le golpeo con fuerza el clítoris con la lengua y sin dejar de lamer su delicioso coño, le hundo en la vagina dos dedos y otros dos en el ano.
Se me corre en la boca con brusquedad, me llama hijo de puta y me pregunta entre jadeos casi epilépticos, qué le estoy haciendo ahí abajo.
Sus pezones están duros hasta el dolor y las venas de su cuello laten deseables con los ecos de sus últimos orgasmos.
—Deberíamos acabar el trabajo y volver a nuestra habitación, huele mucho a mierda —dice con la voz aún afectada por los orgasmos. De su vulva gotea un espeso fluido que me hace la boca agua.
Tiene razón.
Rápidamente meto a Edward en la habitación. Está inconsciente y su pene completamente helado y rígido.
La Dama Oscura lo mantiene derecho contra las cortinas y desenvuelve el edredón que protege su cuerpo. Está razonablemente caliente y lo único ennegrecido por la congelación es su polla. Con un rápido golpe de puñal, corto el pene, que más que cortado, se rompe y cae con un sonido sordo en la moqueta. Apenas se ha enterado de lo que le ha ocurrido. Descuelgo el espejo del lavabo mientras la Oscura le abofetea el rostro para que despierte.
Le cuesta enfocar lo que el espejo que he puesto frente a él refleja. Hasta que le dejo en su cálida mano su propio pene.
Es chocante, no hay sangre y sólo queda un pequeño tronco que sobresale del pubis donde antes había un pene mediocre pero útil.
Cuando la Dama deja de presionar su pecho se pliega en el suelo como un acordeón, las rodillas rotas y los palmares cortados no favorecen para nada el bipedismo.
Estoy pensando en cortarle la cabeza, o simplemente pegarle un tiro.
Creo que lo mejor es cascarle el cráneo con mi nuevo y precioso pisapapeles.
Mi Dama Oscura se limpia en la ducha de sangre y babas y en el bidé está más tiempo del necesario lavándose el coño.
No le golpeo con fuerza, son golpes suaves que hacen crujir el hueso sin llegar a aplastar el cerebro. Al quinto golpe la cabeza parece gelatina y ya no es hombre, es sólo carne respirando.
Le rebano el pescuezo con cuidado de no ensuciarme y le meto el pene en la boca como guinda final.
Pues a mí me gusta el olor de la habitación.
Mujeres...
Mi Dama Oscura me espera ya en la puerta de la habitación.
Antes de cerrar la puerta de la habitación tras de mí, Jaziel se aparece con sus enormes alas extendidas y su mirada melancólica y lánguida.
Con un balsámico canturreo lleno de compasión reza por ellos, los santigua y los unge con su aceite. Sus almas se separan de los descuartizados cuerpos y me miran con horror, con un grito mudo. El ángel los cobija bajo sus alas. Me paso el dedo por el cuello imitando la degollación y cierro la puerta de una puta vez.
Con la mamada de mi Dama Oscura me había olvidado de llevarme las almas.
Da igual, aún quedáis muchos primates.
Decidimos a comer algo en el bar-restaurante abierto durante toda la noche y fumarme el puro que Henzel el recepcionista me ha ofrecido.
Devoramos sin cuidado unas cuantas tostadas con salmón ahumado y mantequilla. Mis dedos huelen a sangre rancia. Y el camarero que nos ha aconsejado ir al salón de fumadores yace con los ojos acuchillados tras la barra.
Mi Dama recostada en mi hombro, acaricia mi pecho completamente relajada en el selecto salón. Estamos solos, no hay voces de primates molestando.
Todo está bien, los muertos no hablan, los ángeles hacen su trabajo y el infierno nos sigue. No hay focas llorando su miedo a su madre.
Nos vemos.
Para desgracia vuestra.
Siempre sangriento: 666


Iconoclasta

15 de diciembre de 2009

Hasta luego mi amor


Perdona que te deje sola un tiempo.
Tengo que morir.
Todo ha salido mal.
No te preocupes, cielo; me mato y enseguida vuelvo.
No estoy bien, cielo.
Ha sido mucho tiempo. Pesan todo esos años sin ti.
He oído que podría reencarnarme. O sea: me enchufo veinte minutos a la toma del gas y ya soy libre.
Y ahora que te tengo grabada en mi pensamiento, ahora que sé quien eres y lo que me haces sentir; buscaré un cuerpo cercano a ti.
He leído que estas cosas pasan. Y es la única forma posible de estar más tiempo contigo. De recuperar lo no vivido a tu lado.
Y tú estate quieta ahí, no te muevas hasta que te bese. A ver si vamos a estar dando vueltas sin encontrarnos otra vez.
Ni se te ocurra moverte.
No me llores, sonríe mi reina. Dentro de un rato estaré contigo.
Tardaré a lo sumo, cinco o seis tic-tacs en estar contigo.
Y me los comeré de tus labios.
No hagas caso del mensajero que cantará mi muerte.
No llores, no abofetees al mensajero, él no sabe que voy a ti.
A veces hay que romper para enmendar lo erróneo.
Sonríe, mi amor. Y cuando te comuniquen mi muerte guarda el secreto para que nadie pueda hacernos lo mismo que en esta vida. Si escucharas el sonido del gas sabrías que es el zumbido que provoca mi alma viajando veloz a ti.
¡Shhhhh!
Un chistar pidiendo silencio.
Hasta luego mi amor.
Chao.

Iconoclasta

11 de diciembre de 2009

Bolas de navidad

Los ritos son buenos, una disciplina que mantiene ocupada la mente. El simple hecho de adornar el árbol de navidad es una terapia contra la soledad. A veces es incluso necesaria aunque no sea navidad.

Porque mirar el mundo en la superficie de las bolas de colores y purpurina del árbol, lo torna maravillosamente irreal y diferente. Y cabe todo mejor, se puede observar más en conjunto; claro que es una mera aberración óptica; pero ¿cómo llamar aberración a ese efecto si uno se siente tan bien?

La bella aberración de la ternura...

Es un reflejo divertido, interesante, hermoso.

Del todo divertido no. Salta a la vista que no hay nadie a su alrededor. No se mueve nadie más en el reflejo de la tersa superficie de la bola de Navidad. Está solo.

En navidad es mejor decir "solito". La ternura siempre palía el amargo trago de la realidad que las bolas reflejan. La soledad no siempre es tan buena compañera.

Hubo un tiempo, en el que se veía reflejado en las brillantes bolas que colgaba su padre. Y todo el mundo, todas las cosas en toda su enormidad, cabían en ellas. Se reflejaban allí, como si un pez los estuviera observando.

Era inmensamente feliz.

Aún así, es mejor tener recuerdos que llaman a la melancolía, que no tener ninguno. Aunque te doblen el estómago y sientas un deseo reventador de llorar.

Los villancicos que suenan en el reproductor arrastran consigo una cadena de emociones de las que es casi imposible evadirse. Y así, bola a bola, la añoranza que se arrastra por las ramas del arbolito, se apodera de su ánimo.

No puede colgar la bola que tiene en la mano preparada, y la deja en la caja con el resto, como si pesara mucho. La música ha cesado y la bola se rompe con un clic de delicado cristal con apenas rozarse con las otras, dejando ver sus entrañas pintadas de plata.

Siente su corazón roto.

Se ha de sentar en el sillón y encender un cigarrillo para evitar que la emoción se convierta en llanto. Da gracias por estar solo, porque es un poco vergonzoso llorar.

Pero es malo estar solo. Es malísimo. Preferiría llorar mil veces con ella, a la que ama, que no llorar dignamente en soledad. No es un hombre digno.

Un reno vestido con un traje de Santa Claus, canta Jingle Bells con la voz de Sinatra, moviendo la boca, subiendo y bajando la cabeza con una eterna sonrisa.

Ese juguete es tan viejo como su soledad y tiene miedo que en un momento de debilidad, lo coja entre sus manos como ahora, y en lugar de accionar el pulsador para hacer sonar la canción, lo abrace y se lo lleve a un hombro buscando un abrazo.

Una lágrima ha quedado prendida de un asta de plástico del reno, reflejando un pequeño mundo de soledad. Es una bola cristalina que no adorna, pero duele mil.

Mil lo que sea, no conoce la unidad de tristeza.

Mira su teléfono con la esperanza de que ella pueda llegar a él, de que estas navidades no tenga que enviar mil mensajes y mil besos que no consigue hacer realidad.

No hay mensaje en la pantalla, está mudo. Y una bola roja refleja a un hombre con un muñeco entre las piernas, con un cigarro entre los dedos, unas lágrimas... Un lugar que por su colorido debería estar lleno de música y sonrisas. De dos amantes abrazándose.

Nunca ha creído en fiestas religiosas ni paganas, nunca se ha sentido atraído por nada de aquello que todos comparten con alegría.

Sin embargo, el auto-engaño de la navidad, distraía su soledad con cierta eficacia, la vestía de banalidad; aunque fuera por todos aquellos recuerdos que evoca. Tiempos en los que aún no sabía, no conocía y esperaba una magia que no existe.

No hay finales felices, y si los hay, tardan tanto en llegar...

Sueña que ella llama a la puerta, que con un abrazo le dice en el oído: "He llegado, mi vida".

Esta era la navidad señalada para el encuentro, la única oportunidad de esos tres años de besos escritos. De ansiosas y atropelladas palabras de amor al teléfono.

Debería saber que siempre hay algo que sale mal, que sus bolas de navidad no son amigas de reflejar felicidad.

Debería comprar bolas específicas, con perennes reflejos de ella.

-¡Jingle Bells! ¡Jingle Bells! ¡Jingle Bells Rock! -canta su amigo autómata el reno, con una potente y profunda voz.

Es el único feliz en esta casa.

Besa sus manos de plástico y le pide que si existe Santa Claus, que la traiga, que es su última esperanza de creer en la magia.

No puede hacer daño creer. No cuando la necesita desesperadamente.

Sus hermanos, su madre y otros amigos, aparecen ahora en la bola amarilla, se diría que hasta el sonido y las risas reflejan.

Su madre está montando un nacimiento en la consola del recibidor.

Y él no sentía esta demoledora tristeza.

Y se le escapa un gemido sin querer.

No imaginaba aún que pudiera haber tanta pena en una bola de navidad. Era muy pequeño aún para saber.

Se lo dijo en broma: "Si no vienes, me corto las venas, que las tengo demasiado largas y las arrastro por el suelo". Como un fantasma las cadenas que rechinan tristes y lóbregas por el suelo de un castillo en ruinas.

"Te amo, loco", le contestó ella con risas.

Él también pensó que era una broma.

El árbol y todas las bolas colgadas, observan al hombre coger un fragmento de la bola rota de la caja y arremangarse la manga del jersey.

El reno está silencioso, su cuello ha quedado enterrado entre los hombros, se diría que quiere esconderse de una tragedia anunciada.

Ella está nerviosa, impaciente. No hay cobertura en el móvil y la nevada ha cortado varias líneas telefónicas aislando comunicaciones en el aeropuerto. Las máquinas quitanieves aún no han despejado la carretera. Son ya cuatro largas horas en el aeropuerto.

Desea tanto estar con él, que siente que va a llorar de desesperación.

Todo su ser le dice que algo no va bien. Siente una presión en la boca del estómago que afecta al corazón con descargas de adrenalina.

Una mirada al móvil: no hay cobertura. Los teléfonos del aeropuerto están mudos.

"Por favor, mi vida, espérame, ya estoy aquí cielo", piensa con fuerza, con una fuerza dolorosa.

El mundo parece el enemigo de los amantes, y los zarandea, los castiga, los mortifica; sin que sirva de nada demostrar que el amor que se profesan es a prueba de tiempo y distancia. Que se aferran a la palabra como a una grieta en un desfiladero.

¿Por qué? ¿Tanto daño han hecho que se merecen un dolor eterno?

El hombre presiona el fragmento afilado y puntiagudo de bola en el pliegue del codo, una punta que al hundirse cortará la vena, y luego hará lo mismo con el otro brazo. Será lento; no tiene prisa y mientras tanto puede fumar.

El árbol tiembla, las bolas chocan entre sí con un campanilleo tierno.

Tal vez alguien pueda achacar a esta vibración que el circuito eléctrico reciba una extraña señal y el reno comience a cantar su vieja e incombustible canción.

Porque magia no hay ¿verdad?

El hombre se sobresalta y deja de presionar la vena. Un escalofrío recorre su piel.

El reno sube y baja la cabeza al ritmo de la canción. Y sin que haga viento en la casa, las ramas del árbol se agitan.

En el aeropuerto, el encargado de mantenimiento, no puede evitar sentir cierta simpatía por la mujer que está a punto de llorar con el teléfono en la mano. Sus ojos están brillantes de lágrimas a punto de desbordarse.

Se acerca a ella.

-Señorita, me dirijo a la ciudad y la veo tan apurada... Tengo un vehículo oruga, es incómodo y frío; pero seguro. En cuarenta minutos estaremos allí.

-Gracias... -dice la mujer liberando las lágrimas, cogiendo las manos del hombre vestido de gris y azul. Es un hombre maduro, ronda los sesenta; pero sus manos son fuertes. Son nobles.

El hombre coge la maleta de la mujer.

-Sígame, saldremos por las puertas de servicio, seremos discretos, o tendremos un motín aquí con toda esta gente desesperada.

-Muchas gracias, no sabe cómo se lo agradezco.

-Me llamo Oliver. No se preocupe, la he visto tan apurada que era imposible no intentar ayudarla -se presentó estrechándole la mano.

-Soy María y José me espera desde hace mucho.

Y ambos se ríen camino del vehículo.

Una perla de sangre ha quedado en la piel donde presionó José para cortar la vena. O se está volviendo loco, o las ramas del árbol parecen seguir el ritmo de Jingle Bells.

En ese momento la nostalgia golpea con fuerza su alma y se clava de rodillas en el parqué, cansado, nervioso, frustrado.

Piensa en lo mala que es la vida. Basta que te quieras morir, para que te regale una ternura, un poco de magia.

Pudiera ser que ya no era posible sacar más pena y angustia, que lo único que quedaba por exprimir de su pensamiento fuera una magia casi infantil.

Pudiera ser que...

El teléfono emite el sonido de alarma de mensaje.

Se pone en pie precipitadamente y coge el teléfono de la mesita frente al sillón.

"María llega, no desesperes". Qué extraño mensaje.

El reno ahora canta con más potencia, los adornos de navidad no se agitan por un viento invisible, simplemente oscilan a un ritmo cadencioso, consciente y controladamente.

María sigue sin cobertura.

-No se preocupe, mujer. Estaremos en la ciudad en quince minutos.

El vibrador del teléfono zumba en su mano y un clic de aviso enciende la pantalla.

"José te espera, no sufras, sabe que llegas".

María se queda atónita. Oliver mira de reojo la pantalla con una sonrisa.

María, aún leyendo por tercera vez el extraño mensaje, no se da cuenta de que un poste telefónico está suspendido en el margen de la carretera, algo invisible lo mantiene en el aire en lugar de caer y aplastar el vehículo.

José se siente exultante, ríe feliz y siente en su corazón la proximidad de María. Tiene la absoluta certeza de que ella está cerca, muy cerca.

Y con nervios y prisas consigue acabar de adornar el arbolito con las bolas y los pequeños paquetes de regalos; a pesar de que no se están quietas las ramas y tiene que ser cuidadoso para no herirse los ojos.

El reno parece haberse estropeado, porque no cesa de cantar y los brazos parecen incluso dar palmas.

Está bien, es una maravillosa avería.

-No dejes de cantar, amigo mío -se permite decirle al juguete.

Apenas ha colgado la última bola, suena el timbre de la puerta.

Corre apresuradamente en un repentino silencio. El reno ha dejado de cantar y el árbol de tintinear.

-Mi vida...

Oliver conduce calle arriba, mirando por el retrovisor a la pareja que se abraza en la entrada de la casa y como sus hombros se agitan en un llanto emocionado.

Un pequeño teléfono en miniatura suena en su bolsillo, pequeño como un juguete, como una cajita de cerillas.

-Oli, soy Reno. Se nos va a caer el pelo, ya lo sabes ¿No?

-Tranquilo, Reno, tú canta que yo me encargo del Supremo.

-Bueno, tú mismo, tú mandas; pero el Supremo tenía preparado un buen drama para estas fechas, ya sabes lo que le gusta emocionar provocando dolor en las fechas señaladas de los humanos. El viejo cabronazo está peor cada año.

-No te preocupes, tengo en mente sabotear el avión que llevará de vuelta a María a su casa. El Supremo tendrá su gran drama, aunque sea un poco más tarde. María morirá, José se suicidará y tendrá además un extra de doscientas treinta y seis almas pidiéndole entrar en el maldito cielo. Y todos contentos.

-Oli, una cosa más...

-Dime.

-Me dice Árbol que si ha de seguir reflejando con tanta intensidad a esta pareja. Que luego, cuando venga lo malo va a dejar mucha huella y se sentirá deprimido durante una semana.

-Ni hablar. Si quiere cobrar la prima, que refleje toda la magia y el amor que pueda. Al fin y al cabo no han hecho nada malo. Si los humanos aguantan, nosotros también. Canta amigo, cántales mientras puedan ser felices.

-¡Jingle Bells, Jingle Bells, Jingle Bells Rock...! -escucha cantar a Reno antes de que este corte la comunicación.

Oliver maniobra doscientos metros más allá de la casa de José y María para dar media vuelta. Vuelve al aeropuerto para dejar preparada la avería del sistema de presurización que dentro de tres días, hará que el avión caiga desde una altitud que incluso al Supremo le pondrá los pelos de punta. Y el Supremo es calvo.

Conduce canturreando la canción del reno y sin ser consciente aprieta con fuerza los puños en el volante, los nudillos están blancos por la presión. En sus muñecas lucen viejas cicatrices de los cortes de una bola rota de un árbol de navidad triste. Y en su mente, antiguos recuerdos de una soledad letal, de cartas de amor de papel y tinta que el tiempo no ha quemado en su memoria. El Supremo no olvida, ni deja olvidar.

-Feliz Navidad, cabronazo -dice mirando al cielo por el parabrisas del vehículo.





Iconoclasta

7 de diciembre de 2009

El llanto del indecente



Hoy no me masturbaré ante el mundo dilapidando la poca decencia que me queda; la necesito para ti, para no avergonzarte demasiado. Hoy no quiero ser obsceno y meter la mano entre tus piernas abiertas, deseando que tus párpados cubran esos inmensos ojos profundos como pozos, derrotada por el placer. Húmedos los ojos como tu coño, del que me sacio como un lobo famélico.

Déjame llorar, aunque sea con esta erección. Es imposible disociar cuerpo y alma. Soy un pobre bastardo presa de mis instintos.
Tal vez es que hoy te siento más lejana que nunca. El amor es una regla de tres directa. Descorazonadoramente directa al corazón para partirlo en dos.

Mi amor por ti es directo y devastadoramente proporcional a la distancia por el tiempo al cuadrado. A más kilómetros, más te amo; a más tiempo, más desespero.
Cuanto más te deseo, más esplendes en el planeta.

Mi falo brillante y embotado de sangre que lo hace de piedra, ya no es distracción.

El tótem erigido a ti.

Un manitú palpitante.

Hoy algo ha pasado, he sentido que necesitaba abrir compuertas. Hay una presión espantosa en el dique. No lo sé, mi reina. Caen cosas a mi alrededor y sólo te espero, no tengo curiosidad por la sangre que llueve.

No me importa.

¿Puedes no mirarme, con esos ojos todopoderosos? Me da vergüenza llorar desnudo.

Erecto.

¿Me dejarás que libere unas lágrimas, con el pene aún vomitando blanco entre mi puño?

¿Me dejarás hacerlo como un acto de ternura? De obscena ternura.
No puedo hacerlo de otra forma. Prefiero ser patético que hipócrita.

Indecente...

No pienses que estoy triste, es sólo la desesperación del amante, sólo te ofrezco una prueba de amor. Un fluir dramático de semen y llanto. Dramático como la distancia. Profundo como el tiempo en el cosmos.

Una daga al rojo en mi pecho.

Una sola vez y sin que sirva de precedente. No lo haré más.

No desconfíes de las lágrimas, soy fuerte como un dios.

Ocurre que a veces te adivino con la mirada sesgada, desde lo lejos, desde cuando el hombre estaba cubierto de crines; y siento que ha pasado tanto tiempo sin ti, que la puta melancolía me traiciona.

Soy fuerte.

Creía serlo, por dios...

Hoy no estoy seguro.

Escucha, mi bella: es normal que el hombre tenga un momento de necesidad espantosa y naufrague en una solución salina. No creo que sean lágrimas de verdad; no en el hombre fuerte y recio que promete protegerte, que promete sonreír siempre.

¿Podrías secarme esta lágrima cabrona con tus labios, besándome? Necesito una ternura, el hombre está necesitado de eso. No te asustes, mi amor, no es tristeza, te lo juro. Es una inmensa necesidad de ti.

La indecencia de mi llanto...

Tengo semen frío en los pies y tal vez eso me deprime un poco. Lo frío va ligado a la soledad, dicen. Lo frío no eres tú. Es mejor la ambigüedad que decir que a veces no estás. Duele menos.

La semántica es tortuosa...

Tengo las manos crispadas buscándote, esta debe ser la razón. A lo mejor no me siento tiernamente necesitado de ti y es un simple dolor de huesos. Un puto dolor que se clava en el corazón. La angustia.

El dolor es la indecencia, la degeneración.
No yo. ¿Verdad, mi amor?

No mi bella, no temas, no estoy loco ni he perdido la alegría. Sonreiré en seguida, con los ojos húmedos aún. Porque mirar tus ojos, oír tu voz provoca una dulce hilaridad.

Ojalá pudiera sonreír siempre; pero cuando todo mi ser pide el calor de tu piel, no puedo. No se pueden dominar las fuerzas cosmogónicas, mi amor. Sólo soy un hombre, o lo creía ser.

Temo a la muerte, temo que se eternice el amor y continúe mi ultra-vida tras de ti, en un eterno y doloroso deseo.

¿Lloro entonces porque me siento cobarde?

No debo seguir llorando, mi amor. Haz algo, cúbreme con tu cuerpo, abrázame antes de que con otra lágrima, acabe perdiendo todo aquello que pensé ser para ti.

Y no esto: un hombre con el pene en la mano, tirando a la basura su dignidad.

Un indecente llorando.

Temo autodestruirme en pocos segundos si no me abrazas, si tu cabello no cae en mis hombros.


Te prometo que en ese mismo instante, te alzaré en mis brazos, y en ellos te besaré, con cada vena de mis músculos henchida y palpitante.
Como si jamás hubiera llorado, oníricas lágrimas de un hombre fuerte.


Mi reina, cierra la puerta del mundo tras de ti, y quédate conmigo.
Durante todas las vidas, si pudiera ser. Un segundo, si no hay más remedio.


Y el tiempo sin ti, es otra indecencia más que lloro.


Iconoclasta

3 de diciembre de 2009

El fantasma y el guerrero



El de la espada rasga el aire y cae un triángulo ectoplasmático a su izquierda, donde el filo ha cortado al espíritu.
Es un tipo bastante gordo, pelo negro, cara redondeada, un mentón sin ángulos y bajito. Si entre sus manos tuviera una pala, sería más adecuado a su físico anodino.
Es una constante universal que nadie tenga lo que sería justo. O lo que más se adecúe a su idiosincrasia.
Y el idiota, piensa el fantasma, no tendría que tener algo tan elegante y noble entre las manos. El espíritu molesto, mueve el cuadro de la pared provocando un ruidito apenas perceptible. El de la espada no hace caso al movimiento porque no se percata de ello. Y sigue jugando a ser guerrero con la flamante espada réplica de la Tizona del Cid, que se ha comprado en una armería para colgar en una de las paredes del salón de su casa.
El fantasma se da cuenta de que lo podría hacer mejor con el tiempo, podría haber tirado el cuadro al suelo. Se dirige a su trozo de no-materia que flota a ras de suelo y ésta se une al resto de su ser que no es.
Es complicado; pero así son las cosas para los fantasmas.
Las mujeres tienen coño, los hombres polla y los fantasmas ectoplasma.
El de la espada lanza un mandoble girando con muy poca elegancia su mantecosa cintura y el espíritu salta a un lado para evitar que lo parta de nuevo.
Como si en vida no hubiera tenido que soportar a suficientes idiotas, ahora muerto, resulta que está condenado a vivir en la casa de este imbécil.
¿Qué misión ha de cumplir con este mediocre? ¿Cuándo podrá ser un espíritu libre?
El de la espada planta un trípode en el salón y coloca la videocámara en él, regula el foco y conecta la grabación.
Y así, el idiota, durante más de cinco minutos, intenta ante la cámara realizar mandobles, fintas, regates y ataques como haría un niño de tres años con una espada de madera, incluso con menos habilidad.
Hay seres que avergüenzan con su existencia a sus padres.
El espíritu, a medida que pasa el tiempo y el idiota no deja de hacer estupideces, varía el color de su ectoplasma del blanco al rojo, señal inequívoca en ambos mundos (el de los vivos y el de los muertos) de que se ha llegado al límite de la paciencia.
Cuando el idiota de carne se desnuda ante la cámara, el espíritu parece un surtidor pirotécnico de luces de colores.
En lugar de mover algún objeto, el espíritu se acerca al hombre y en el oído le susurra:
—Maricón.
El hombre que había dejado la espada a sus pies para excitarse el pene sacudiéndolo como un deficiente mental, se queda petrificado y con temor gira la cabeza hacia atrás, con los ojos pardos y pequeños muy abiertos. El pene ha retrocedido entre sus dedos para quedar casi oculto entre el tejido adiposo del pubis.
No ve nada y gira la cabeza hacia el otro lado, la tensión en su rostro se suaviza cuando verifica que sigue solo.
El espíritu encuentra divertida su capacidad para provocar temor.
Con eso le basta y ya no le importa que el degenerado acabe masturbándose de pie ante la cámara y soltando al fin unas tristes gotas de semen, ya que debe ser la tercera ofrenda a su patrón Onán en lo que va de día.
El espíritu flota sumido en grandes dudas: ¿Cuánto tiempo hace que es espíritu? ¿Le importa demasiado esa cuestión?
¿Qué era antes? ¿Le importa demasiado esa cuestión?
¿Por qué no puede salir de estas cuatro paredes viéndose obligado a soportar al imbécil pajillero? Esto sí que le importa y su instinto espectral, como en el juego del escondite, le dice: “Caliente, caliente”.
—¿Así que es esta mierda de sabiduría la que nos espera tras la muerte? Pues vaya porquería, con mi hijo he tenido conversaciones más profundas a cuenta de algunos capítulos de Barrio Sésamo —habla en voz alta ectoplasmática, inaudible para el imbécil que ahora dormita en el sillón tras la corrida. Huele a orina y fluidos viejos.
Un hijo... Antes de morir era padre.
El espíritu piensa que puede que su muerte haya sido tan repentina y traumática que no recuerde haber muerto, ni en que momento y forma ha nacido como fantasma. Tal vez por eso lo conoce todo, y sin embargo, no tiene recuerdos de detalles personales.
Como no tiene otra cosa que hacer hasta que no sea capaz de coger la espada y cortarle la polla al tarado, decide dar una vuelta por el piso.
Es de noche a juzgar por la ventana de la cocina. Es extraño que este imbécil sea tan limpio y la cocina parezca incluso acogedora. No hay vasos sucios y los granitos brillan como si nunca se hubieran usado. Posiblemente, el tiparraco no la utilice nunca.
Un vistazo a los distintos muebles modulares que hay en el salón no le aporta ninguna pista. Su visión de fantasma es aún borrosa, como la de un recién nacido que aún no ha educado sus ojos, ni su cerebro se ha acostumbrado a traducir esa luz que le llega a través del nervio óptico. Y así los pequeños objetos como figuritas y fotografías que hay repartidas por los distingos muebles, no puede entenderlos.
Sale del salón y se dirige al recibidor sin abrir las puertas, es extraño, siente el impulso de llevar sus ectoplasmáticas manos a las manetas, como si fuera un hábito aún reciente e instintivo.
Pero sus manos gaseosas en constante movimiento, no le permiten olvidar lo que es.
Y tampoco necesita la luz, de hecho, la luz le molesta. En la oscuridad cada objeto se muestra más nítido, sus ojos, si los tiene, se relajan en la penumbra y los detalles cobran un matiz más preciso. Los contornos se definen.
Es una habitación de matrimonio y cuando observa la cama, una súbita tristeza agita el ectoplasma, parece disgregarse por momentos y su cara intenta tomar forma. Son coletazos de una humanidad que aún se aferra al cuerpo.
Los fantasmas también pierden el control. Y por lo visto, la memoria también, que han de encontrar entre todas esas hebras de vapor que son su ser.
La mujer encima de la cama, está vacía de sangre. Heridas cortantes en la espalda y en los hombros muestran haber pasado unos intensos momentos de dolor y miedo. En un lado del cuello se abre una fea sonrisa sin dientes ni lengua, donde un río rojo se ha secado manando hacia las sábanas. Un glaciar rojo y maloliente.
Las sábanas gritan de sangre que tienen y quisieran ser fantasmas limpias también. No quieren estar sucias de sangre. Es extraño que todo aquello que ha sido tocado por la sangre, viva también.
—Lávanos por favor.
El fantasma no les hace caso. Ya no tiene importancia lo vivo, lo material. Está en paz y no debe nada.
De su ano ensangrentado asoma una botella rota, y sus pies se han doblado como los de una muñeca rota. Las copas del sostén están en su espalda, alguien no se entretuvo en quitárselo con amor.
Es un maniquí roto.
—Sácame de este culo —suplica la botella rota.
Es lo último que dice, el vidrio antes de perder su aura desleída en el aire oscuro de la habitación.
El espíritu busca en la atmósfera el fantasma de la mujer; pero está solo en esa casa con el imbécil de la espada.
Ya no hay tristeza, en cambio siente algo parecido a la ira.
El fantasma, no tiene mayor curiosidad. Las emociones de los fantasmas son tan etéreas como su no-materia.
Al fin y al cabo, es muerte, la ha experimentado.
Y una vez muerto, deja de importar aquello que un día se amó: la vida y lo que contiene.
No es falta de emociones, simplemente ocurre que la muerte adquiere un delicioso matiz de cotidianidad y abre la posibilidad a nuevas amistades.
Tanto hablar de cielo e infierno, incluso del purgatorio y él está aquí, en una casa con un subnormal y una muerta.
Atraviesa una pared y los cables eléctricos empotrados le producen un extraño cosquilleo, como un pequeño orgasmo que no sabría definir de donde nace, ya que los fantasmas son indefinidos por naturaleza. Ha aparecido en el pasillo, un par de metros más allá por donde entró en la habitación.
—¡Uy, que gusto! —dice en voz alta.
Un angelito de arcilla policromada que cuelga de la pared manchado de sangre, le guiña un ojo.
—¡Eh, amigo! ¿Me puedes quitar la sangre de las alas?
—Es que soy nuevo, no creo poder coger nada aún.
—¡Qué lástima! Bueno, cuando me salpiquen de sangre otra vez acuérdate de mí, fantasma simpático. Antes de que se diluya la breve vida que me dan los restos orgánicos humanos, dime: ¿Verdad que estás aquí por él?
—¿Por quién, angelito?
—Por él, por ellos, por nosot... —calla el ángel perdiendo su breve vida, que como una hilacha etérea, se mete entre poros invisibles de la pared.
El amor hace lo mismo en las pieles de los amantes, sólo que no lo ven. Pero sienten la necesidad de besarse, para que sus cuerpos también se entremezclen.
La espiritualidad es gas, vapores de amor y muerte. Algo que soslayar si es posible, porque en ambos casos, puede haber cierto grado de tormento.
Cuando te conviertes en fantasma, las reglas establecidas para lo táctil ya no valen y el fluido de la muerte, es paradójicamente, una explosión de vida en cada rincón. En los objetos muertos.
No es tan romántico, porque si lo inanimado tiene vida, es que algo huele a podrido en Dinamarca y hay sangre y tejidos en esas cosas, que no deberían tener.
De hecho, su ectoplasmática masa está virando a un color violáceo que lleva a la pena y la introspección.
Está despertando, adquiriendo ya plena conciencia.
Mientras atraviesa paredes, el de la espada se ha despertado de su sopor post-masturbatorio y lo escucha en la cocina abrir las puertas de los armarios y la nevera.
Sigue flotando-caminando pasillo adelante, se introduce en otro tabique y entra en la habitación de un adolescente, con pósters de grupos de rock, libros encima del escritorio, ropa en el suelo.
Sangre en su pecho, el pelo amalgamado con trozos de cerebro y las manos crispadas aferrando la sábana. El cuerpo está transversal en la cama y un libro abierto en el suelo. Los auriculares permanecen en sus oídos y la música se escucha aún como un murmullo. Una pesada bola de cristal, opaca de sangre refleja nada.
En la cocina se oye la campanilla del micro-ondas y el fantasma vuelve a virar a un rojo de navidad chillón. Se está enfadando. El guerrero de mierda está preparando comida en una limpia cocina. Es asqueroso.
Tal vez se ha enfadado porque hay algo que duele en el cadáver.
O tal vez, porque el pijama del chaval, empapado en sangre, le habla.
—¿No puedes sacarnos de este cuerpo ensangrentado? Somos ropa, no queremos vivir ni sentir. ¿Sabes lo que duele esta sangre, amigo fantasma? Llévanos a la lavadora, por favor.
Algún rastro de humanidad entre su ectoplasma le hace sonreír, parece un absurdo chiste.
Incluso algo en el desmadejado cadáver, le hace gracia, son ridículos los cuerpos muertos vacíos de alma y sangre. Tanto cuidar el cuerpo y luego morimos sin ninguna elegancia. Se le escapa una risa que es un chirrido espantoso.
El guerrero detiene un bocado de pan y queso calientes en la boca al oírlo.
Puede que aún haya alguien vivo en la casa. Suele pasar que alguna cuchillada no es lo certera que debiera. Desnudo, con la espada en la mano y masticando tranquilamente el trozo de bocadillo, se dirige a la habitación donde yace la mujer.
Levanta la espada en alto y con mala puntería no acierta en el cuello, el filo da contra el cráneo, corta un trozo de oreja y rompe la sien izquierda. El cuerpo no se mueve. Las sábanas gritan horrorizadas y el fantasma se tapa los oídos ante el insoportable chirrido.
Los fantasmas profesionales, llevan auriculares de protección en los oídos para estas cosas. O deberían, tiene que averiguar si hay algún sindicato que vele por sus derechos.
El guerrero de la espada entra en la habitación del chico. Y pasa a través del fantasma que grita de asco al sentirse rozado por la piel porcina del gordo mientras observa fascinado, como el filo parte la columna vertebral y se hunde en la carne joven.
El pijama ha vuelto a gritar y el fantasma lanza un alarido de pura irritación.
—¡Basta ya! Dejad de gritar, sois puta ropa, coño. Y tú, tarado, deja de hacer eso.
El guerrero da un giro rápido con la espada horizontal en la mano derecha y corta por la mitad al fantasma. Con la boca abierta y demostrando una ausencia total de inteligencia, se pregunta dónde está el dueño de la voz.
El fantasma se está enfadando como nunca mientras espera con impaciencia a que su no-materia vuelva a unirse. Es humillante ser cortado como un trapo.
Hace ya más de cuatro horas que el guerrero entró en la casa con el pretexto de traer un paquete a nombre de Ignacio Marchena, el marido, a juzgar por la placa del buzón de la calle. Un uniforme cualquiera como por ejemplo el de su empresa (es un operario de reparación de ascensores) y una gorra, bastaron para que la la mujer le abriera la puerta. La espada la llevaba envuelta como un paquete a entregar. Se decidió a entrar a matar a la familia, como una inspiración, un capricho casual. Las otras tres familias anteriores fueron producto de un plan concienzudo. La experiencia es un grado.
Cuando salió de la armería con su flamante Tizona en la mano, sintió deseos de ser el guerrero, un espadachín. Y así fue como decidió dar gusto al cuerpo. Los mejores momentos se improvisan.
El guerrero de la espada se dirige ahora a la última habitación, el pasillo acaba en un distribuidor, una de las puertas, la izquierda, es un cuarto de baño, la frontal es la habitación que sirve de despacho para el marido.
Abre la puerta de una patada y entra con la espada en alto, acertando a encender la luz, en aquella oscura habitación. El marido sigue tirado en el suelo, su rostro y su cráneo destrozados por los impactos de un martillo tirado en el suelo, lo hacen irreconocible. Sus manos permanecen crispadas por el dolor y el pantalón de pijama está empapado de orina.
—Fantasma, estoy lleno de sangre y dolor. Límpiame de dolor y de esta olor nauseabunda —suplica el martillo dirigiendo su voz al ectoplasma ahora multicolor.
El fantasma enfoca ahora con nitidez los objetos, consigue identificar con una dolorosa claridad lo que ve. Y entenderlo.
Hay una foto en la mesa de despacho, en la que el marido posa con su hijo.
Sólo hay un atisbo de tristeza cuando se da cuenta de que es él con su hijo ahora muerto.
La tristeza dura apenas un parpadeo rápido. Ha sido el rápido preludio a una apoteosis de ira.
—Úsame, hazlo, aunque me duela, lava una sangre con otra y luego me das paz, limpiándome —le dice el martillo.
El fantasma contiene un grito de furia.
El guerrero de la espada, está agachado sobre el cadáver del hombre y con unas tijeras que ha cogido del cajón de la mesa, abre la garganta del cadáver para asegurarse de que está seco de vida. No ve el martillo levitar, alzarse alto y luego bajar con fuerza contra su mandíbula derecha.
El fogonazo del dolor y los dientes que saltan por el aire suceden al unísono.
Cae al suelo y al llevarse la mano a la cara, palpa el grueso hueso astillado que asoma a través de la carne de su cara. Se le ha descolgado y con cada respiración se mueve el hueso y le arranca un infierno de dolor. Se ha sentado sobre sus desnudas nalgas sujetando la mandíbula.
Tampoco ve llevar otro golpe que impacta en sus labios, rompe dientes y revienta las encías. La sangre está cubriendo su pecho, mana en abundancia y se le escapa la orina. Se ha tragado una pieza dental.
—Límpiame ahora, fantasma. Me siento sucio —pide el martillo fatigado.
El fantasma limpia el martillo con una camisa que cuelga del respaldo de la silla con ruedas. Parece perder su forzosa e impuesta vida con un suspiro de placer.
El guerrero de la espada apenas puede pensar, bastante le cuesta respirar sin ahogarse con la sangre que mana de sus encías y huesos rotos. La quijada inferior, casi colgando de su rostro es un continuo dolor y le impide hablar o gritar.
Cuando su pie se eleva cogido por algo invisible por el tobillo, cae de espaldas al suelo y la mandíbula descolgada se le escapa de las manos y ahora sí que el grito de dolor provoca otro dolor y otro dolor. Hasta que siente que se le nubla la vista y se aproxima una oscuridad salvadora.
Dura poco este instante de unidad con el universo, la tijera que flota en el aire se abre y una de las hojas, como un cuchillo y con dificultad corta el tendón de Aquiles, haciendo vaivén repetidas veces, cesa cuando el pie queda inerte y descolgado, incontrolablemente lacio.
Se le vacía el vientre. Y cuando la pierna ya libre golpea contra el suelo, cierra los ojos esperando el dolor sumo con las manos aguantando su boca rota y evitar que se mueva toda esa carnicería.
El otro pie también se eleva e intenta gritar que no lo haga quien quiera que sea.
Esta vez, las tijeras pellizcan poco a poco con la punta el tendón, profundizando cada vez más en la carne hasta sentir que se parte en dos y en algún punto de sus carne se retraen los dos trozos de cartílago dejando el pie también muerto.
De la nada, un puñetazo extraño acierta en las manos que envuelven lo roto de su cara. El trauma ha inflamado sus ojos, las escleróticas están derramadas en sangre y el fantasma ya no tiene ganas de hablar.
El guerrero piensa con cierta nostalgia, lo bueno que hubiera sido no esperar a que se hiciera la madrugada para abandonar la casa sin ser visto.
El fantasma no piensa más que en destruir y provocar el máximo dolor posible en aquel cuerpo y en aquella mente. Ha vomitado ectoplasma de su ectoplasma al ser consciente de que ha muerto todo lo que un día amó.
Es su trabajo, piensa el fantasma. Ahora es la maldición de esa casa, no es para sentirse orgulloso; pero comprender siempre ayuda y ahora no hay nervios, no hay dudas. Ahora tiene todo el tiempo del mundo, que está en función del tiempo que pueda vivir ese gordo maricón.
Y así, cumpliendo su misión, arrastra por un pie al guerrero, hacia el salón. No le cuesta mucho, ya que la sangre lubrica la superficie de contacto entre el suelo y la piel.
El gordo piensa que le va arrancar los pies. De los profundos cortes en los tendones apenas mana sangre; pero la carne se separa hasta mostrar el hueso y da escalofríos verlo.
Recuerda ruidos apagados, algo extraño y violento que escuchó desde su despacho, era en la habitación de David, apenas se levantó de la silla, aquel hombre irrumpió en la habitación, lo empujó y empuñó el martillo de la mesa, había claveteado el fondo de un cajón de la mesa.
El trallazo de dolor del primer martillazo fue lo peor, junto con el ruido de sus huesos quebrados, tras ese primer golpe, no hubo dolor, cuando la vida se escapa como el aire de un neumático, cuando el cerebro ha cortado el flujo del dolor ante el tremendo trauma, uno muere en paz aunque la boca aúlle de dolor.
Lo demás es fácil de imaginar. Le molesta especialmente la botella rota en el ano de Clara, primero la mató y luego se despachó a gusto.
El gordo no patalea, porque cada movimiento es un dolor espantoso.
El fantasma deja caer sus piernas cuando llega al centro del salón. Conecta la cámara al televisor, los fantasmas también tienen su grado de vanidad.
El guerrero no puede articular palabra y la sangre le deja sabor a hierro oxidado en la boca. Los dolores son más vivos y apenas puede pensar con claridad. Jamás había tenido tanto miedo. Dedica unos segundos a recordar a su hijo, ahora ya debe estar a punto de ir a la cama. Su teléfono móvil suena entre la ropa amontonada, su mujer debe estar preocupada.
El jamás hubiera hecho daño a su familia, mata lo que no le importa; no es tan malo como para matar a los que le quieren.
El gran momento emotivo de ternura del guerrero se va a la mierda cuando siente un dolor intenso en los testículos, no en ellos, sino hacia ellos. Una aguja de aluminio, ha volado por el aire, ha buscado su ingle y se ha clavado muy cerca de su pubis. Es una varilla para ensartar los pinchos adobados, es larga como una vida plagada de pena. Y está sucia, no resbala bien y siente que se le desgarra todo con cada centímetro que entra.
—¿Por qué me haces esto fantasma? —se lamenta el pincho.
—Luego te limpio; pero te necesito, nos ha matado a todos, es una mala persona.
El pincho calla; pero no le gusta demasiado la idea.
La aguja cambia de trayectoria, parece haber encontrado un espacio sin músculo, un hueco. Es una gran vena. La larga púa se inclina ahora para ganar horizontalidad y como un catéter entra en el torrente sanguíneo arrastrando suciedad; pero sobre todo dolor.
El guerrero de la espada, se partiría la lengua con los dientes si pudiera usar la boca. Ahora la aguja hace círculos para hacerse espacio entre la carne y la sangre mana más alegre. Ya no piensa, ya no hay conciencia racional. Todo su cerebro intenta organizar miedo y dolor.
En un instante de claridad, recuerda a sus víctimas y sus gritos, algunos suplicaban no morir si conseguían sobrevivir al primer golpe. Tenían razón, él mismo, si pudiera hablar, pediría a Dios ayuda y perdón. Siente que le arrancan los cojones y sus uñas se separan de la carne cuando se intentan clavar en el suelo buscando apoyo, buscando alivio y descargar a masa toda esa corriente de dolor.
Puede ver en el televisor la aguja entrar y salir, haciendo de baqueta; el orificio por el que ha entrado parece un cráter y cuando la aguja sale, un chorro intenso de sangre, que aminora y gana presión con cada latido del corazón.
El fantasma se dirige a la cocina y limpia el pincho.
—Gracias, amigo —susurra perdiendo la vida que no quería.
El fantasma oye a sus espaldas un tremendo alboroto. Hay voces en gallinero de público que no está contento con la película.
Un marco de fotos colocado encima de una cajonera ha recibido un buen chorro de sangre, así como la figurita de un payaso de cerámica Lladró y las patas de una silla,
—¡Qué asco! ¿Qué ocurre?
—Que alguien corte la sangre, estamos viviendo.
—Esto huele fatal
Son las voces que se quejan.
El fantasma mira por la ventana de la cocina al negro cielo intentando hacer acopio de paciencia. Para ser cosas, son muy delicados. Les pasa como a los humanos. ¿O tal vez es que se infectan de humanos?
—¡Callaos! Tiene que morir, no puedo estar pendiente a cada momento de si la sangre os salpica. Si no calláis os meteré entre las tripas de los muertos que hay en las habitaciones y viviréis durante horas.
Obedientes las cosas callan.
El payaso quisiera poder moverse para apartar una gota de sangre que inunda sus ojos y su boca.
Un tapón de corcho vuela por el aire y se introduce sin cuidado en el agujero por donde mana la sangre. El guerrero da cabezazos de dolor en el suelo durante el proceso.
—Guerrero, tú das muerte y ahora vas a recibir muerte. Es una muerte demasiado digna, no la mereces. Estoy tentado de cortarte la cabeza con la espada y acabar con esto de una vez.
El gordo guerrero concluye que maldita sea su suerte y la falta que le hace la jodida dignidad. Si hay posibilidad de que las cosas vayan mal, van a ir a peor siempre. Es otra de las constantes universales.
Unas grandes tijeras de cocina vuelan por el aire, se abren y se cierran velozmente; el fantasma está perfeccionando sus habilidades y ya ha aprendido a disfrutar de su trabajo, dándole así personalidad al acto de torturar.
Con dos patadas ectoplasmáticas separa las piernas del gordo y acto seguido y como si recortara con cuidado una noticia o una foto de un periódico, corta el saco testicular. El guerrero que a pesar de ser un obeso desagradable, es fuerte; no tiene la suerte de desmayarse, ni siquiera cuando siente que de un tirón le arrancan los testículos desnudos y se rompen las venas, nervios y conductos que les dan vida.
Su cabeza sangra, se ha abierto de tanto golpear desesperadamente el suelo.
El fantasma se da cuenta de ello, y coge el mullido cojín de un sofá y se lo coloca bajo la cabeza para que los siguientes golpes que aún ha de dar, no lo dejen inconsciente.
El cojín cobra vida de repente, el fantasma escucha su lamento al tomar vida.
—Ni una palabra, que me tenéis contento. Si hablas te quemo. Ya te limpiaré.
El cojín calla como un niño enfadado.
El fantasma coge el pequeño pene y tira de él.
—Esto ya no lo vamos a necesitar ¿verdad?
Si pudiera hablar el guerrero, le diría que aunque no lo necesite, tampoco le molesta tenerlo colgando entre las piernas.
Pero en lugar de ello se limita a golpear la cabeza contra el cojín. Ahora ya no hay dolor en su cabeza y las tijeras cortando ese músculo cavernoso no acaban nunca su trabajo. Algo pesado e invisible inmoviliza sus muslos aplastándolos contra el suelo. El televisor emite una película en la que él es el protagonista. Las tijeras se esfuerzan por cortar esa carne correosa, y son necesarios muchos cortes para acabar de separarlo del cuerpo.
Sale mucha sangre; puede que tenga suerte y se muera ya. Miedo no tiene, desde que se tragó sus propios dientes, sabía que de allí no salía; pero dolor... Eso es el puto dolor en estado puro. Ojalá hubiera podido hacer disfrutar así a sus víctimas. Las prisas nunca son buenas.
El fantasma silba levitando hacia el lavabo, sin hacer caso a la tijera.
—¿No podrías usar un cuchillo? O la espada. Déjame seguir muerta, por favor. Huele mal, me siento sucia.
Al cabo de unos instantes, llega al salón una caja de compresas.
Le coloca dos en la zona genital para obturar la importante hemorragia. Ha cogido los testículos y el pene del suelo. Parecen volar hacia el cubo de la basura.
El guerrero piensa que es un tanto absurdo ese afán de limpieza. Que van a incinerar sus cojones y su polla en una maloliente planta incineradora; no hay derecho...
Se le cierran los ojos por el sopor de las masivas hemorragias. No sabe si se ha meado o sale sangre de donde un día tuvo los cojones. La televisión muestras a un hombre ensangrentado cuya cara ha sido destrozada de nariz para abajo, el hematoma ha hinchado sus ojos y parece un perro al que casi le han arrancado la mandíbula inferior.
Y mientras se mira, casi extrañado, las tijeras, quejándose de nuevo de tener que tocar lo humano y empaparse en sangre, cortan un pezón y luego otro. No hay parangón con ninguna otra dolorosa experiencia, el dolor es un castillo de fuegos artificiales que con un bramido nacido de lo más profundo de su ser, estalla en su cerebro transportándolo a una locura donde el dolor se respira, se come, se bebe.
—Gordo maricón, triste guerrero. ¿Cuánto dolor aguantarás valiente asesino traidor? Vivirás mucho tiempo, más del que crees. Has matado a mi hijo, a mi mujer ¿por qué la tenías que denigrar metiéndole la botella en el culo? Mataste mi cuerpo. Si existiera un cielo o un infierno, tendrías tu castigo, pero no hay eso, uno vaga por el mundo de la misma forma que respira en la tierra, de la misma forma que vas a morir entre grandes dolores.
Una mano invisible ha cogido su mandíbula y se la mueve con furia.
—Despierta maricón, no te duermas, hoy hay ración extra.
—Fantasma, yo no quiero cortar más, tírame a la fregadera ya —lloriquea la tijera.
El fantasma se dirige a la cocina y deja la tijera bajo el chorro de agua. Y éstas se libran de la vida en un murmullo de alivio.
Una olla flota, se llena de agua y se posa en la cocina.
El guerrero no quiere nada de comer, no tiene hambre y no tiene curiosidad alguna.
—No te veo simétrico —dice la voz que mata a dolores.
¿Qué coño quiere decir? Piensa en voz baja el guerrero, hasta imaginar el movimiento de su mandíbula duele.
Un silbido tranquilo, una puerta que se abre, una puerta que se cierra, un martillo que vuela. Y se estrella contra el lado intacto de la mandíbula que se descuelga por completo y ahora se apoya más relajada en su pecho.
Su lengua cuelga sin un lugar donde posarse, es enorme la mandíbula fuera de contexto. Sólo se aguanta por una pequeña tira de tejido. El dolor lo siente en la mandíbula de arriba, la de abajo está ahí; pero no duele. Aterroriza indoloramente.
—A lo mejor eres un poco duro de oído y no oyes lo que grita la gente cuando la matas. Pero tú no vas a gritar –chirria el fantasma muy cerca de su cara y con cuidado con no rozarse con la piel cerduna.
La laringe casi asoma por encima del cuello sin la mandíbula que la proteja. El cuchillo se hunde suavemente en ella. La ectoplasmática habilidad mueve el cuchillo para estropear la laringe y los intentos por balbucear cesan.
La nariz gotea sangre. Las manos han quedado muy quietas y el único sonido, es el escape libre de los pulmones con sus rápidas y cortas inspiraciones propias de un shock traumático.
El guerrero tiene la apariencia de una carcasa vacía, apenas queda vida en él.
El fantasma flota frente a él y observa su obra, no se siente emocionado, ni siquiera ha habido demasiada ira en los actos. Se siente simplemente en paz, las cosas, por primera vez desde que nació, están bien. Él está en el momento y lugar adecuado. Y el gordo guerrero también.
El cuchillo está gimiendo, en su punta hay un trozo de tejido glandular pinchado.
—Tranquilo cuchillo, te limpiaré
Se acerca al gordo y extrae el tapón de corcho que le ha insertado en la ingle y tira de él. Los ojos se abren con gran intensidad y un chorro de sangre vuelve a salpicar la foto en la que su hijo y su esposa sonríen a la cámara vestidos con gruesas ropas de invierno. Hay nieve y sus rostros están enrojecidos por el ejercicio de una guerra de bolas de nieve.
El marco lanza un chillido agudo, casi femenino al cabo de unos segundos, cuando la sangre le da vida.
Vuelve a insertar el tapón cuando escucha el ruido del agua hirviendo en la olla.
Seguramente el último acto.... Aunque es posible que no. Seguro que no ocurre nada bueno cuando se mete vinagre en la sangre. Casi alegre, levita a trompicones hacia la cocina, la puerta del primer armario se le escapa de entre la no-materia de sus dedos. Se concentra y consigue abrirlo por fin. Encuentra una botella de vinagre y un embudo.
Saca el tapón de nuevo, clava en el agujero del muslo el embudo y lo llena de vinagre. Pasan unos segundos hasta que el guerrero empieza a convulsionarse y su cabeza parece un martillo pilón contra el cojín, la mandíbula se desgarra completamente, descansa tranquila y rota entre sus piernas.
El fantasma lo mira atento curioso, el sufrimiento es algo que le hipnotiza, ya nunca sufrirá y se siente bien viendo sufrir al guerrero. El agua hirviendo borbotea furiosa en la olla.
La coge sin ningún temor porque los fantasmas no se queman, hay ventajas en el otro lado.
Saca el embudo de la pierna y lo clava en un oído. Cuando vierte en él el agua, los pequeños trozos de mandíbula aún sujetos a la articulación se mueven, sin duda alguna expresando algún grito de dolor.
El embudo también es muy delicado y quiere salir de ahí dentro. El resto del agua lo vierte en el pubis protegido con compresas ya secas de sangre y el suelo del piso se convierte en el de un matadero.
El fantasma se queda allí flotando, de nuevo frente al gordo. El guerrero ya no piensa nada, se ahoga entre locura y terror. En algún momento piensa que debería salir de la casa antes de que amanezca, para no levantar sospechas. Como si el dolor lo hiciera aún más imbécil.
Todo su cuerpo es un espasmo y de lo que le queda de cara mana un vómito lento que se escurre por su cuerpo grasoso y sucio de sangre y mierda
Si el fantasma pudiera oler, sería todo una ópera a la repugnancia.
Los globos oculares casi han reventado con el agua hirviendo y los párpados se han replegado tanto que han desaparecido; con las breves y rápidas inspiraciones, parecen saltar de sus órbitas por momentos.
Una ventosidad final y una desleída diarrea es el último suspiro del guerrero.
De hecho, su mente se había ido un cuarto de hora antes a pasear por lejanas galaxias donde encontraría buenas familias a las que masacrar.
El fantasma se encuentra solo, de repente. No sabe que hacer. Zarandea la cabeza del gordo con la esperanza de arrancarle algún estertor.
No ocurre nada.
Le arranca las compresas pegadas entre los muslos y se dirige al pasillo. Unta con ellas las alas del angelito de arcilla.
El angelito se lamenta, sus ojos están tristes.
—¿Otra vez, simpático fantasma? No quiero tener vida, amigo. Límpiame, deja que siga muerto, no me hagas esto.
—Angelito ¿Era esto lo que tenía que hacer por él, por ellos, por nosotros?
—Sí, fantasma. Por él, porque lo peor estaba pudriendo lo bueno en su cerebro. Estaba sufriendo desde muy adentro. Lo oímos todo. Por nosotros, por los vivos que ahora mueren, por los inanimados que no queremos vida. Por ellos, por los que estaban por morir.
—No he sentido nada Angelito, no he disfrutado torturándolo, ni tampoco ha sido desagradable. ¿Es así la vida de los fantasmas?
—No lo sé bien, fantasma triste; pero los he visto alegres. Algo falta para que la justicia que has impartido te haga feliz. Ellos te miran desde su limbo de pena, tus seres muertos. Necesitan la venganza, una prueba de cariño total. Los detalles importan, simpático y triste fantasma. Algún detalle: quien a hierro mata a hierro muere. En el mundo de los flotantes, la venganza ha de ser completa y ejemplar para que seas feliz y puedas disfrutar de las emociones que ahora te faltan.
—¿Puedes sacar esta mierda de mis alas ahora?
El fantasma entra en la habitación de matrimonio, la botella que desgarra el ano, ha callado. La sangre ya está demasiado seca. Arrastra una sábana que no puede pasar a través de la pared y saliendo por la puerta, limpia las alas del angelito.
—Gracias, amigo, no te molestaré más.
El angelito le sonríe un poco cansado.
Como si la vida agobiara.
Entra en su habitación, su cuerpo sigue desmadejado, ahora contra la silla, en el suelo, después de que el guerrero lo moviera al caerse tras el primer martillazo.
Coge la espada y se dirige al salón con ella. Escucha un murmullo de voces que va creciendo en intensidad.
En el salón están ellos, su mujer y su hijo y otros diez fantasmas más.
Le sonríen y aplauden al entrar. El televisor sólo muestra una espada flotar en el aire.
—Vamos, Nacho, mi valiente guerrero. Que el hierro mate al hierro.
—Vamos papá, tú puedes. Te esperamos.
—Animo amigo, un buen golpe y nos vamos a tomar un ectoplasma bien fresco.
Y así cada una de aquellos fantasmas le dirigió su saludo de apoyo y admiración.
—¡Va, va, va, va, va...! —jaleaban en coro todos aquellos fantasmas.
El retrato manchado de sangre apenas se queja, la sangre apenas tiene vida. Es ya una costra.
Levanta la espada en alto y la hace bajar con toda su fuerza contra la frente del guerrero gordo.
La espada penetra en la carne y parte el hueso.
Un fantasma silba haciendo silbato con los dedos en la boca.
—Otro mandoble más y es tuyo.
Con dificultad consigue desencajar el filo de la espada. Lanza otro fuerte mandoble, que consigue romper y separar más el hueso, de tal forma que aflora un hongo de carne blanca, una hernia de cerebro entre la fractura.
Clava la espada en la barriga del gordo para no dejarla caer al suelo.
Los fantasmas espectadores aplauden felices.
El fantasma tira de aquel hongo y consigue sacar el cerebro sin que se rompa demasiado.
Lo exhibe a su familia y amigos, alzándolo en su mano gaseosa.
El aplauso de su público es apoteósico
—Aquí está el mal —grita ectoplasmáticamente, en silencio.
Puede parecer incongruente, pero ellos se oyen.
—Que no quede nada de lo que un día fue —le responden en coro con una letanía repetitiva y lóbrega.
Lanza los sesos contra el suelo y con la mandíbula del guerrero gordo lo machaca.
Cuando la quijada grita que no quiere vivir otra vez, la deja caer al suelo.
La mandíbula suplica ser limpiada.
Los fantasmas se funden en un solo ectoplasma convirtiéndose en una inmensa nube de alegres colores. Es precioso.
Y ninguno limpia la quijada del guerrero.
Toda aquella materia que no era, se esfumó entre gritos de alegría y enhorabuena.
La quijada seguía quejándose de su apestosa vida.
—A mí no me mires, yo no puedo moverme —le respondió la espada.
—La vida es una mierda —suspiró la quijada.
El angelito había recuperado su sonrisa bonita y aunque se desprendió de su clavo y cayó al suelo rompiéndose, siguió no viviendo muy feliz. Al fin y al cabo las figuritas se rompen. Está bien, es el orden de las cosas.
—La justicia siempre es hermosa —piensa alegremente roto.


Iconoclasta