Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
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31 de mayo de 2016
El final de todo
El lejano sonido de los truenos me conmociona, sacude profundamente mi ánimo.
Es el anuncio de la tragedia definitiva. La última.
Y a cada minuto retumban más cercanos.
Es liberación y miedo. Heroína chutada en una vena podrida.
No hay lluvia aún; pero los truenos anuncian, braman.
Gritan cosas de desolación y traen los gritos del dolor y el terror futuros. Próximos como el fin del cigarrillo que se consume entre mis dedos.
Es por algo, las cosas no ocurren por casualidad, las cosas importantes.
No estoy loco.
Mi cordura la avalan años y experiencias y sé muy bien cuando hay amenaza.
Me lo dicen los pelos del antebrazo al erizarse.
Soy yo mismo lo que me preocupa. En lugar de refugiarme, espero con el corazón palpitante que los truenos lleguen con sus rayos arrasando y exterminando.
No busco salvación, quiero estar presente en la destrucción, al precio que sea.
He esperado toda una vida que ocurriera algo extraordinario. Ahora ya sé que estaba equivocado, debía esperar pacientemente a estar muy cerca de la muerte. Porque la ilusión, la esperanza de que ocurra algo portentoso, es mayor que el miedo, la vida me ha preparado, me ha forjado con valentía para la hora de morir.
Primero tuve que aprender que el universo es un conjunto de monotonías invariables. Tuve que sentirme ajeno, sentir aborrecimiento en el alma y en la piel.
Hay extrañas frecuencias en el sonido que rompe contra las cosas y los seres: son los rugidos del final.
Aprendes cuando lo has oído y visto todo y solo queda por sentir lo verdaderamente trascendente.
Aprendí por eliminación.
Estoy sentado en un banco con la mirada fija en las montañas que resaltan con un verde oscuro contra el gris plomo del cielo.
No puede tardar...
Las gotas tienen el sabor a óxido de la sangre.
Las que gotean de mi frente por una vena que ha reventado, la sangre se desliza por mi nariz, se mete en las comisuras de la boca y me provoca cierta ferocidad ese sabor.
No es como yo imaginaba. Cuanto más se acercan los estruendos del cielo, mi pensamiento adquiere una profundidad y claridad que había esperado desde el momento en que nací. Puedo ver las moléculas del aire y los huesos a través de los poros de la piel de los seres humanos. Puedo sentir los latidos de todos los corazones.
La piel de mis manos se agrieta y deja paso a un tejido oscuro y áspero.
Y no hay dolor, es todo lo contrario, euforia.
He sido larva e incubadora de mí mismo, alimentándome de la miseria, envidia, cobardía y mentira.
Cada día, todos los días.
Hoy se rompe la monotonía.
Han de morir, han de caer bajo el peso de su propia podredumbre.
Sucumbirán sin importar nada, con la misma banalidad con la que vivieron.
Soy el tumor incrustado en las redes empáticas de la humanidad y en su naturaleza.
La lluvia es ácida y deshace la piel humana que me cubre. Soy de cuero grueso cubierto de vellos largos e hirsutos.
Mis piernas, mis antes cansadas piernas, se han convertido en dos patas de pezuñas hendidas.
Las uñas han crecido reventando las humanas.
No puedo ver mi rostro, pero hay dientes en el suelo y colmillos donde antes no los sentía.
No sé cuanto tiempo lleva observándome fascinada; pero la mujer tiene el cabello mojado y no presta atención a los cadáveres de ropas de todos los colores que arrastra el río.
La lluvia quema su piel y no parece sentir dolor.
He crecido más de medio metro y provoco sordos golpes sobre el suelo al caminar.
Llevo la mano a su pecho y rasgo la camiseta y sus pezones con mis uñas. Es como si sus pechos estuvieran plenos de sangre para amamantar a mi hijo.
El dolor de mi caricia cruenta entrecierra sus ojos con placer.
La vida tiene una extraña y maravillosa forma y color, como en los sueños.
Me da la espalda para apoyar sus manos contra un muro con las piernas separadas. Le arranco la falda y las bragas. Se la meto, la elevo clavada a mí y gime con los pies en el aire.
La sangre de su coño se desliza por sus muslos hasta gotear por los dedos de los pies. El ácido que llueve la convierte en vapor.
Mi lengua es larga, tanto como para enroscarse en sus pezones heridos desde su espalda, mientras se corre.
El semen negro como mi piel gotea de mi miembro ensangrentado. Ella se debate en el suelo sujetando su coño con fuerza, con espasmos.
El bebé negro de pezuñas hendidas ha rasgado con brutalidad la vagina y ahora mama de sus pechos.
Y crece, crece mientras muerde los pezones y el cuerpo de la mujer se agita como si estuviera vivo por el la voracidad que mi hijo la muerde y mastica. Somos los nuevos pobladores del planeta.
Somos justicia.
El bebé ha sorbido su última gota de sangre, el cadáver de mamá se deshace lentamente con la lluvia exterminadora.
Ha crecido y se ha puesto en pie, pisando el rostro sanguinolento de mamá.
Toma mi mano y caminamos bajo la lluvia, los humanos han dejado de gritar y todo es paz mientras los restos humanos se deshacen.
Se convierten en gelatina roja.
Los truenos han cesado.
Ya sé quien soy. No tengo que ir a ninguna parte.
He llegado.
Los patos nadan indolentes en el río, picoteando los cadáveres. Como si nada hubiera ocurrido.
Y ahora todo está bien.
No tiene sentido nuestra existencia, pero tampoco la tenía la humana.
Son cosas que pasan, seres que aniquilan a otros seres.
Somos azares, moléculas, cánceres y víctimas.
Nada nuevo bajo el sol, cuando aparezca...
Mi hijo toma la cabeza decapitada de un bebé y la sacude como si hubiera algo dentro.
-No hay nada ahí dentro, nunca lo hubo -le instruyo.
Me sonríe. Y yo, por primera vez en años; también.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
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Pablo López Albadalejo,
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19 de febrero de 2015
Las ilusiones
Las ilusiones no son como la energía, hay cosas que se destruyen sin más, no se transforman. No habrá una forma de energía volando por el espacio con el estigma de nuestra ilusión convirtiéndola en una ameba de otro sueño.
Lamento ser aguafiestas, pero el dolor, la frustración, el desasosiego y el rencor de los sueños rotos no pueden calmarse con los restos deshilachados de las ilusiones, porque no queda ni rastro de ellas.
Los físicos son ingenuos, son fantasiosos, tal vez deberían experimentar el dolor. Ese optimismo hace daño...
Las lágrimas no son energía transformada, es una reacción alérgica a la pena.
Dicen que quien llora no mea. No me gusta esa vulgaridad, no me gusta sacar mi pene y ver que es un animal triste, que es algo que expele suciedad nada más.
La ilusión lo pone duro en su boca, en sus pezones, entre sus piernas, dentro de su coño, en su vientre soltando su carga de amor cremoso; en su piel para que contraste lo blanco con su tono tostado.
Y si el sueño se rompe, no hay transformación alguna, el hueco que deja la ilusión lo llena el desánimo, la ira.
Mi ira salvadora que impide que llore en rincones oscuros a salvo de la luz delatora.
A salvo de miradas viciosas que me observan masturbarme en un llanto. Expeliendo un semen calmo, que escurre por mis muslos y se enfría más rápido que un cadáver.
Las ilusiones tienen la propiedad de autodestruirse sin dejar rastro. No volarán como cometas, esos símbolos que indican que el sueño de la libertad está sujeto a un hilo que se puede romper y arrastrarnos para destrozarnos inevitablemente contra la tierra de nuevo.
¿Alguien ha visto el humo de las ilusiones incineradas? ¿Una piel reseca en el suelo de lo que era un sueño?
No hay transformación, tiene que haber un vacío que se alimenta de esos sueños, tal vez con el tiempo se convertirá en un agujero negro donde nada se transforma y todo es devorado, como un intestino ciego.
Es igual, que se desintegren, tenemos más ilusiones por crear.
Mira mi erección, es mi sueño, eres tú.
Otra vez.
Intransformable, inviolable, inmutable. Esta ilusión se desintegrará, jamás degenerará con una transformación. Se esfumará pura, no se convertirá en un resto que apeste, que ridiculice lo que un día fue.
La idiosincrasia de las ilusiones, es que no se convierten en mierda. Desaparecen y se crean otras, sin vicios, sin dobleces. Sin que haya cambiado su composición química.
Estamos locos, mi amor, todo se transforma a nuestro alrededor y nosotros lo hacemos desaparecer.
Somos derrochadores, si lo supieran los verdes...
Somos prestidigitadores de las ilusiones, solo que no hacemos de un pañuelo una paloma; lo desintegramos y el público aplaude angustiado ante la tragedia de una ilusión evaporada.
Somos crueles soñando y dilapidando ilusiones, cuando todos las atesoran como si fuera la única que han podido y podrán tener.
Y sonreímos a los angustiados esperando la nueva , la próxima que será despedazada también para desaparecer.
Tal vez eso nos haga vivir como dioses creadores que crean y destruyen.
Y nuestra capacidad para escapar de las leyes físicas, las leyes terrenas.
Mira mi mano, mi amor, otra ilusión creada para ti. Otra ilusión para vivir hasta que desaparezca.
Y sin embargo, hay una excepción: tú. Eres mi sueño eterno que nunca desparecerá.
Iconoclasta
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