Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
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5 de noviembre de 2017
El oficio más triste
Los terneros, separados de los adultos, duermen juntos en el prado templado por el sol de mediodía como en una guardería humana.
En algún momento alguno se incorpora y hociquea a su madre en un costado. Ésta le lame los ojos y el hocico. El pequeño mete la cabeza entre sus patas buscando la teta. Buscando el cariño que toda cría necesita, sea vaca o humana. Buscando amparo en este gigantesco mundo.
Siento una profunda tristeza, como una herida sangrante en la emoción de la ternura; el triste final. Terneros y madres morirán sin oportunidad de defenderse, sin oportunidad de tener una vida completa.
Ser ganadero es el oficio más duro, el más triste.
Vivir cada día con esos seres tan llenos de emociones. Todos los días ver y experimentar esas necesidades de cariño, de crecimiento que los humanos también sienten. Relajarse observando su sencilla placidez: como se tumban al sol en silencio cuando han comido, como si todo estuviera bien y por lo tanto, nada que decir.
Todas esas vidas que se cargarán en un camión y luego matarán.
Tantos meses compartiendo sus días…
No podría, no tendría valor para ser ganadero.
No puedo cruzar un prado y pensar solamente que viven en paz, que son seres hermosos.
Hay una tragedia escrita como una ley. E inquebrantable.
Han de morir, en unos meses.
A veces las saludo porque me observan cuando paso frente a ellas. Les digo: “¡Hola guapas, buenos días!” si no hay nadie cerca.
E intento no pensar en lo que ocurrirá, no quiero que puedan intuir mi tristeza.
Todos morimos; pero no con la absoluta certeza de la inmediatez, la norma y la indefensión.
Sobre todo, la inocencia. No lo imaginan, lo sé por sus miradas tranquilas, por sus mugidos perezosos y plácidos. Porque los pequeños a veces juegan entre ellos y se vuelven a tumbar en la hierba cansados. Juntos, como amigos de clase.
Son muy pequeñitos para que alguien les diga la verdad. Las verdades no deben decirse jamás; solo hacen daño y corrompen la alegría.
Yo no podría matar a mis amigos.
Pobres hombres y mujeres que deben hacerlo.
“¡Adiós bonitas, hasta mañana!” me despido de ellas con la alegría más triste del mundo.
La belleza de la montaña encierra una tragedia que colapsa la alegría.
La belleza es un animal venenoso de atractivos colores.
Es como si hubiera una norma que dijera que siempre es un buen momento para la pena y para morir.
No hay belleza sin dolor.
A veces siento un cansancio vital, como si no quisiera saber más, ver más.
Ya lo he vivido todo.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
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Pablo López Albadalejo,
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