Ivana Cardenal es una mujer construida a sí misma, con todo detalle, con toda su fortuna.
Consejera delegada de la cosmética Divina Piel fundada por su padre ya muerto, tiene apenas cuarenta años.
Su belleza tallada y depurada al milímetro con bisturí, al admirarla por primera vez inspira una especie de ternura ante su aparente fragilidad, es una muñeca perfecta, con algo más de uno sesenta de estatura, una veinteañera universitaria pija de rostro dulce en la larga distancia. Frente a mí, follándola aquel primer día, una de las mujeres más regias y lujuriosas que pudiera imaginar.
Y un poco más allá en el tiempo, una perversa y subyugante amante.
Hoy, una alienígena del dolor y el placer. No puedo creer que haya en el planeta otro ser como Ivana.
Soy su número cuatro. Porque pronunciar mi nombre me hace vulgar.
Estoy de acuerdo.
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Has hecho de mí una puta de tu harén.
Mi rabo despellejado sólo obtiene consuelo de tus manos y boca. Estoy enganchado a ti como el yonqui al caballo.
Soy una natural consecuencia de tu existencia. Tienes mi pene en tu puño y tú me gobiernas.
No pienso, no decido. Eres mi paz.
Y mi animalidad simple y brusca.
No hay sumisión en mí, ser tuyo no requiere ninguna humillación, es un estilo de vida natural.
No necesito más.
Me maltrato la polla herida y enrojecida para que la cures durante más tiempo. El bálano dilata el prepucio irritado intentando emerger, buscando la entrada de tu coño. Está tan devastado el pellejo, que parece rasgarse.
Estoy a la espera de tu auxilio.
Quiero correrme en el algodón y tus dedos. En las gasas y tus dedos.
En tu boca y las tetas.
Hubiera sido mejor que te gustara la mermelada o el helado; pero no importa.
El chocolate caliente y espeso como la cera, cuando hace su trabajo, doler, me arrastra a una eyaculación sin caricias, sin tocarme.
Y el chiste está en que es chocolate con leche el que lamerás. Es algo que tenías previsto...
Antes de la cura, antes de follarme como a una puta descerebrada, me masajeas los huevos para estimular la producción de leche y su calidad como si fuera un cerdo semental.
Lo sabes todo...
Soy tu macho de establo, tu animal de monta.
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Dos años atrás la conocí en un restaurante, La Aguja, en el centro de V. Entró y el camarero le dijo que no había mesas libres, excepto la mía, una pequeña para dos.
El camarero se acercó y me preguntó con discreción si me molestaría compartir la mesa con la señorita. Le respondí que no había problema. Y se dirigió de nuevo a la entrada para guiarla cortésmente hasta la mesa.
No era un restaurante de lujo, sólo de moda. Casi adocenado; pero con una carta bien equilibrada en calidad y precio.
Le espeté muy serio, cuando el camarero le sirvió un vermut, que no estaba dispuesto a cederle mi sitio a su novio que muy astutamente la esperaba fuera.
Y rio como si no fuera dueña de una empresa, como si no fuera espectacularmente hermosa y voluptuosa.
Una diosa petite...
Le comenté que era mecánico fresador y que había ahorrado todo el año para poder pagar la comida de hoy en el restaurante.
Ella con sincera indiferencia dijo que era la consejera delegada de Divina Piel, o sea, la dueña. En ese momento puntualicé, que además de mecánico era un mierda y escupió en el vaso parte del vermut que estaba tomando. No se le borró su sonrisa perfecta y multimillonaria del rostro, sobre todo cada vez que me atendía cuando le hablaba de alguna banalidad.
Tras la comida y un breve paseo por la avenida Cervantes, donde tomamos algo refrescante en una terraza a la sombra de un toldo, me condujo en su deportivo a su piso-palacio, en la zona alta.
Literalmente me folló, no me dejó iniciativa alguna, sacó lo mejor y lo peor de mi con su coño, boca y dedos, casi con agresividad; la llamé “puta zorra millonaria” cuando se corría porque todo en ella me decía que debía ser bruto. Su vagina estaba diseñada y remodelada para que entre los recortados labios, el clítoris asomara salvaje y brillante sin pudor desde un prepucio también reducido. Era tan fácil rozarlo... El coño abrazaba con perfección el pene, untándolo de sí misma en una visión hipnótica. Un foco de luz inteligente iluminaba la cópula.
Estoy seguro de que caminando debía padecer orgasmos con el roce de la braga.
Los pechos estaban tallados con simétrica precisión, forjados sin una sola imperfección, pesados y densos. Los pezones al excitarlos entre los labios, se hicieron duros rápidamente en mi boca y asombrosamente grandes.
“Hazme daño” me ordenó jadeando. Y mordí ligeramente. Con la mano, empujó mi barbilla arriba para que cerrara más los dientes. Su coño desflorado se oprimía contra mi muslo y derramaba su humedad y calidez; la enloquecedora presión del endurecido clítoris, perfecto, grande y brillante como una perla bañada aceite, me follaba la pierna.
Las areolas se habían diseñado artificialmente grandes y del color de un café con leche pálido. Resbalaba la lengua en ellas como si hubieran sido pulidas.
Exuberante en extremo para su talla, aquel busto le confería una autoridad añadida a su actitud agresivamente dominante y depredadoramente sexual.
Pero solo fue un aperitivo, nos dimos un descanso y tras encender un par de pitillos de maría, puso a calentar chocolate en la cocina. Sus poderosos glúteos se movían pesados cimbreando obscenos con cada paso que daba. Los muslos retocados, daban una buena perspectiva de la preciosa vagina.
Le dije que aún no tenía hambre y respondió que no era para comer.
Y cuando me ordenó lo que debía soportar, lo hice. Era imposible negarle nada.
Antes, me dejó limpiar con los labios la sangre del pezón izquierdo.
Luego... Nunca me había brotado el semen con un orgasmo negro, el del dolor.
Mientras curaba con habilidad profesional (había contratado a un dermatólogo para que la instruyera en las curas y cuidados necesarios) las lesiones del pene y los testículos, manifestó que lo que más disfrutó de crearse a sí misma, fueron las prolongadas y dolorosas cirugías en los puntos más sensibles de su anatomía. No había asomo de sarcasmo en sus palabras. Si ella pudo soportar aquello, sus machos también debían soportarlo; sentenció besándome la boca con el puño cerrado en mi polla vendada.
Quedó satisfecha y me compró.
No pude negarme a ser de su propiedad, ni siquiera lo sopesé.
Compró un lujoso chalé en una elitista urbanización a treinta kilómetros de V, una pequeña casa de dos pisos entre frondosos robles y abetos imponentes, a medio kilómetro de la casa más cercana del vecindario, montaña arriba.
Ivana me llama cuatro, porque soy el número cuatro de su harén de machos. No es por orden de importancia, es por orden de adquisición. No tiene ningún favorito y no puede prescindir de ninguno. Nunca nos conoceremos entre nosotros, porque simplemente no queremos saber nada los unos de los otros. Sólo importa follar con ella, el fin de semana o la noche o el día. Cuando quiera.
Los nombres provocan emociones, evocan recuerdos más allá de la persona y por ello, a ninguno de sus machos los llama por su nombre.
La última vez que me llamó Carlos, fue antes de que me follara en su casa.
Con ella, dentro de ella, entre sus manos, entre sus órdenes y deseos. Mi semen deslizándose por la cara interna de sus muslos y sus pechos agitados por los últimos jadeos de la explosión de placer... Mi pene herido, los testículos atormentados... Eso es lo que espero, el resto del tiempo tengo mis aficiones.
Me siento amado y deseado. Y ser propiedad de lo que amas es tan indigno como ser el presidente o amo de una nación, por ejemplo.
Cobro yo más que su CEO o director general de Divina Piel.
Una de sus exigencias fue eliminar completa y definitivamente el vello genital y del culo, ella pagaría el tratamiento. Le respondí: Vale.
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Y otra vez la doliente erección y ese cíclope ciego e idiota hinchándose de sangre, poniendo a prueba la integridad de la ahora frágil y elástica piel que lo cubre. Aprieto los dientes ante la proximidad del pornográfico dolor y temo mirar todo ese concentrado de dolor en forma de piel tierna reciente. Amarte es doloroso, ha sido doloroso este mes estéril sin meterme en ti como un parásito.
Tiene sentido que tu coño sea un lugar frío y húmedo, confortable por decir lo mínimo.
Me dijiste al conocerte: La forma más elevada del placer llega tras un prolongado y elaborado dolor.
Veo la lógica en ello. Aunque hasta entonces nunca había pensado en esos términos de lesiva y estudiada crueldad.
Mi placer era una vulgaridad más.
Correrse tras un dolor profundo y cultivado es liberación absoluta. Trascender descendiendo a las más atávicas emociones de la especie humana.
Tras haber lamido el chocolate ya frío desde los cojones hasta el capullo y descubrir las quemaduras, untas vaselina en la piel herida y también en tu ano. Acuclillada sobre mi vientre manejas dolorosamente el pene llevando el glande hasta ese esfínter musculoso que es una compuerta inviolable, que duele forzar.
Apenas tengo sensibilidad en el escroto, has clavado tantas agujas atravesando la piel que parece un erizo, púas que me arañan los muslos.
Es un misterio cómo puedo mantener la erección.
“Te la arrancaré si no empujas” mascullas clavando las uñas y doliéndome un millón de unidades. Y empujo, el esfínter cede y se traga con aspereza la polla hiriéndola más. Te quejas como una puta hambrienta y colocada. Tu intestino arde y siento que me van a estallar los huevos. Pienso que de alguna forma has aspirado la vaselina por el culo para que me duela, que tienes esa maldita habilidad.
Noto tu dolor, los espasmos de tu esfínter intentando sacar todo eso que tienes clavado y estrangula mis venas. Y no soy capaz de saber si estoy soltando leche o sangre en tu tripa.
Estoy sangrando, el prepucio se ha rasgado. Otra vez...
Padeces un placer paranoico y oculto entre el dolor, mi polla y la mierda que amasas agitando las nalgas y aplastándome alevosamente los cojones. Y sé que gozas el triunfo del depredador, de tenerme inmovilizado y listo para la ejecución. Eres la reina de asesinos...
Lo sé porque tu coño, a pesar del culo dolorido, desprende filamentos de densa humedad y tus dedos se mojan en él al golpearte el clítoris.
Amarte es fácil y follarte tan complejo como un ritual de transmigración aún en vida.
El brillo sanguíneo de tu mirada es característico de tu fiera y devastadora sensualidad.
Te elevas sin cuidado y siento que parte de mi pellejo se queda entre tu acerado ano.
No puedo evitar gruñir, tal vez gritar de dolor. No sé... Y te clavas a mí de nuevo llenando tu coño resbaladizo y asombrosamente tibio.
Me dices: “Si te anestesiara, tu semen frío cerraría mi coño”.
Me encantan tus lecciones de técnica de fluidos, en serio.
“Deja que te duela”, sentencias corriéndote.
Y es como si me succionaras también la sangre, siento dolor en los conductos seminales por la velocidad con que corre hacia tu coño el semen.
La vagina y ese ano acerado, inyectan en el glande un amor que se extiende por todo mi cuerpo.
Amar duele, es literal. Y no quiero que deje de doler nunca.
He pasado unos segundos en blanco y estás entre mis muslos. Me muestras en tus manos, con una sonrisa vanidosa, la aguja y el hilo de sutura esperando que el pene quede lacio.
Suturas el prepucio rasgado sin miramientos, a la tercera puntada pierdo el conocimiento. Y despierto cuando tu lengua lame los puntos antes de aplicar yodo.
Cuando vendas el pene provocas un placer relajante, y lames la gota de semen desleído, como un calostro que brota del meato sin mi permiso: “Mi número cuatro, no se rinde a pesar de estar hecho una mierda”, bromeas.
Dejas en la mesita la caja de antibióticos: “Cada ocho horas los cuatro primeros días. Y los puntos los quitaré yo, no los toques”.
Sacas las agujas del escroto, la docena que lo cubren, algunas las extraes con rapidez y en otras te recreas mirando mi rostro tenso. Aplicas pomada antibiótica y ya sí que no puedo evitar que mis ojos se cierren, estoy cortocircuitado.
Despertaré con el pene vendado, tratado con pomada para quemaduras y antibiótica, sin ti de nuevo, con los cojones también oprimidos con gasas.
Y observaré esos quinientos euros sobre la mesita que evocarán lo pasado y apretaré los dientes temiendo una erección que tensará los puntos recientes.
Es tu juego, te gusta pagarme para hacerme sentir cosa.
No podré masturbarme evocándonos al menos en tres semanas y con cuidado.
Somos cuatro tus propiedades, porque cuatro semanas es el tiempo prudencial para que sanen las lesiones y usarnos de nuevo.
En un mes mi rabo estará operativo de nuevo y me llamarás desde tu despacho, para concertar otra cita, sonriendo divertida.
Llegarás a casa como si yo no fuera la puta que soy y tú mi ama: “Hola maridito cuatro”.
Y cuando empiece a hervir el chocolate, me estiraré en la cama alzando las piernas sobre los estribos de acero, para que el chocolate haga su trabajo en profundidad.
No sé cuanto pierdo de mí dentro de ti cuando me follas, pero no importa.
Yo elegí y tú no tienes piedad. Es perfecto.
Iconoclasta
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