Ya hay 37º C y el aire cae como plomo caliente en mis hombros, no carboniza, no hiere la piel; pero se filtra hasta el tuétano de los huesos, calentando el cáncer que parece hervir en la tibia.
Cuando eres un tarado, el calor adquiere tintes desérticos y te ves un tanto indefenso con toda esa mierda que arrastras.
Mi cerebro ante la agresión del calor se defiende relajándose para no sobrecargarse, pensando suave. Evitando evocar cualquier cosa, no concluir.
Es algo que ocurre en muchos mamíferos, nada especial.
Mi pensamiento se dedica a indicarle a mi pierna podrida que avance, una rutina sencilla y mecánica como una oración a dios. Solo que mi rutina da resultados.
Con este calor la pierna se duerme, no se atreve a avanzar. Sueña que se rompe de nuevo por el mismo lugar. La pobre está medio muerta, tiene treinta años más que mis brazos, por ejemplo. Morirá mucho antes que el resto de mí si dejo que duerma y se evapore la poca sangre que tiene. Soy paciente con ella; porque en cuanto el cuerpo se aclimate a este nuevo verano, ya no sentirá tanta agresión y nos moveremos con más naturalidad y soltura. Sin este penoso esfuerzo.
La desventaja radica en que el cerebro gestionando algo tan mecánico y sencillo, en este estado de mínimo esfuerzo se encuentra indefenso ante influencias externas y ante sí mismo. Nada es perfecto.
Con los primeros días del verano hay cierta tristeza en algún profundo lugar dentro de mí, creo que en el estómago. Intuyo un final no trágico, solo definitivo. Y el cerebro no realiza esfuerzos en buscar consuelos. Si tiene que doler que duela, si debe llorar que llore.
Puto sol…
Un burro me reconoce y se apresura entre la tupida vegetación hasta llegar a mi altura en un lugar despejado al borde del camino, nos separa una alambrada eléctrica. Cabecea contento y deja ir un rebuzno. Es un amigo que conozco desde hace pocos años, pertenece a una masía de por aquí.
Nunca me había seguido, ni demostrado simpatía.
Y mi indefenso cerebro arranca imparable un proceso mental, justo lo que no debía hacer con este calor. Los cerebros a veces no son eficaces y pretenden entender. Mierda…
Siempre ha estado acompañado de un compañero y ahora está solo.
Pobre…
Y el cerebro sabe de forma inmediata tras haber procesado cientos de emociones y recuerdos que su soledad es una pequeña tragedia.
No puede hacer daño decirle algo.
Le digo cosas como guapo, grandote, simpático, orejotas.
Un saludo amable de amigo a amigo…
Porque tiene que sentirse muy solo para llegar al extremo de llamar la atención de un ser tan sórdido como yo.
Tras escuchar mi voz con sus grandes orejas tiesas, se relaja y se dedica a piafar tranquilamente.
Le digo adiós en silencio con la mano.
Siento una tristeza tierna como la muerte de un polluelo que ha caído del nido por una mala suerte.
Mi cerebro concluye en vista de datos y experiencias acumuladas, que el burro no volverá a caminar por los campos con su amigo.
En el campo, la desaparición de los seres se debe con toda probabilidad a la muerte.
Miro atrás, el burro me observa marchar masticando relajadamente… Qué bonito es mi amigo.
“Bye guapo”, pienso.
No quería pensar… Ese compañero suyo que ya no está, pesa ahora en el cerebro como la pierna podrida que arrastro.
Hago lo que debo, permito que mi artrítico y rígido tobillo se tuerza; una llamarada de dolor sube por mi pierna, vibra en mis cojones y se mete en mi cerebro por los ojos.
Y se acabó esa concatenación de tristezas.
Se impone gestionar el dolor.
Deseo meterme en su coño fresco, en su voz que me aplaca…
Tomo un trago de agua de la cantimplora, está caliente.
Es un hecho que la tristeza con dolor se cura.
Y el calor se alivia con un pensamiento ligero, banal. Si fuera posible.
Y cuando eso no sea suficiente, guardo unos muchos comprimidos de sedante eternizante. Soy precavido.
38 grados.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
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