No tengo complejo de perro; pero soy un
animal. La bipedestación no es una obligación, es una habilidad. Y algunos
humanos podemos elegir.
Solo quiero ir contra lo establecido y meter
mi cara entre las piernas de las mujeres que me gustan. Olisquear sus sexos
menstruando, sus anos, sus ingles…
Puede causar risa; pero duelen los vidrios que
se clavan en pies y manos, quema el asfalto y su calor sube a mis cojones y a la
punta de mi polla. Queman las colillas que yo mismo dejo caer. Las escupo y no
me acuerdo que ahora tengo patas traseras.
Siendo perro puedo follar perras de dos y
cuatro patas. No pido permiso.
El hombre amable y culto dejó de existir
cuando las manos se convirtieron en patas.
Ocurrió hace cientos de años, la semana pasada
exactamente.
Cuando se cumple cierta edad, observas el
cielo y se revela ante tus ojos la gran verdad cósmica: nunca verás esos
magníficos cuerpos celestes de cerca. Morirás sin conocer ni una
nano-micronésima parte del cosmos. No hay magos, ni espadas clavadas en una
roca. No hay extraterrestres de fauces metálicas. Los vampiros no existieron
nunca. Se acabó la magia, la fantasía y las inquietudes. Toda la verdad simple
y aburrida se abre ante tus ojos cuando has recorrido las tres cuartas partes
de la vida.
Moriré solo y con una profunda indiferencia a
todo lo que me rodea. No habrá un hijo ni una mujer que me hayan amado. Madre
murió, padre seguramente también, aunque no estoy seguro, tal vez viva sin
acordarse de mí.
Hay miles de cadáveres de hijos míos en el
mar, los que se fueron a la alcantarilla con cada paja en solitario. Con cada
mamada de una puta que escupía con asco mi semen al suelo.
Si hubiera un solo rastro de fantasía, ya
sería demasiado viejo para disfrutarla. Los cerebros se pudren, los corazones
se cansan, los músculos se hacen agua y los nervios pierden capacidad
conductora. Es la degeneración del cuerpo y la mente por los años. Erosión pura
y puta.
Y toda la ilusión, todos los sueños y las
infantiles aventuras se van al cementerio de los desengaños. Es un proceso
automático llegar a la conclusión de que
mi vida como hombre ha sido un desperdicio de tiempo. No he conseguido nada que
valga la pena recordar. Todo ha sido trabajo un día tras otro, despertarse,
trabajar, comer, fumar, dormir, cagar. Cagarse uno mismo…
Si tuviera hijos, no podría aportarles nada
que les estimulara a seguir viviendo.
He trabajado para alimentar a otros, en mis
hombros están las huellas de los que prosperaron a costa de mi trabajo. Estoy
cansado… No, me muero de asco, me siento sucio, impregnado de este infecto
lugar.
Odio todas y cada una de las costumbres, odio
todas las normas y gentuzas que me han convertido en esta porquería desengañada
que a veces se mira en el espejo desconociéndose.
Y si ahí fuera no hay nada, si más allá de
esta vida aburrida y plana solo me espera más de lo mismo, uno ha de cambiar e
intentar ser feliz en su propio medio.
La tierra es lo más cercano, es lo único que
me sustenta y alimenta. Solo me queda el polvo y la mierda.
Decidí sacar provecho de toda esa porquería.
Me desnudé y me puse a cuatro patas, no es
fácil en un principio: duele la espalda, los hombros y los músculos lumbares.
Pero nada comparado con la humillación de trabajar a cambio de una mierda, de
recibir una mamada a disgusto y por dinero, o de intentar buscar diferencias
entre el ayer y el hoy.
Salí a la calle, unos reían, otros se
asustaban, otros llamaban a gritos a la policía.
En mi primera incursión desnudo y a cuatro
patas a pleno día, lucía mi pene colgando entre las piernas con total
despreocupación, mis peludos y pesados testículos eran ofensa pura para los que
giraban la cabeza para observarme, sin entender porque iba desnudo.
Puedes ir a cuatro patas; pero cuando caminas
desnudo es delito.
Y si tu polla es más grande que la de ellos,
serás odiado.
A pleno día era imposible moverse por mi
colonia.
Entré de nuevo en mi casa, el vecino de la
casa de al lado, al verme dijo:
—¡Órale! No se puede ir así, hay niños y
mujeres en la calle.
No le hice caso; pero pensé en cortarle la
polla y asfixiarlo con ella en su boca.
Mis manos, saben manejar instrumentos
cortantes. Muy bien…
Esperé a la madrugada, a las tres conduje mi
coche hacia la colonia de los putos, travestis y chaperos (cuatro cuadras semi-derruidas
llenas de basura y desperdicios, separadas del núcleo urbano por un par de
kilómetros de terrenos áridos y abandonados), me desnudé dentro del coche y
salí a pasear como un perro bastardo. Provoqué simples risas y algunos silbidos
burlones. En definitiva: un loco más en aquel lugar de miseria y drogas.
Nada que llamara la atención más que un hombre
muriéndose con la jeringuilla entre sus pies en aquella especie de basurero en
las afueras de la ciudad.
Yo solo era una rareza más entre semivivos y
chupadores de pollas de bocas podridas.
Algunos clientes que frecuentaban la zona, se
masturbaron viéndome pasear por entre todos aquellos miserables, alguno me
pidió que orinara y me acerqué a la rueda de su coche para mearla. Me llamó
hijo de la chingada.
Pero no bastaba, a cada momento me sentía más
animal y marcaba mi territorio con hostilidad. Allá donde hubiera un grupo de
humanos, yo me acercaba y meaba cerca de ellos.
Un travesti me reprochó que orinara en la
acera, donde se encontraban ellos y ellas exponiéndose a los clientes.
—Los meados atraen a las pulgas y huelen mal,
cabrón. Vete a mear al vertedero —me gritó ante sus compañeros.
—Déjalo, Gladys, es un pinche loco.
—Grrr… —le gruñí mostrándole amenazadoramente
mis dientes y poniéndome en pie.
Sus ojos se asustaron, sus pupilas se
dilataron al identificar la perfecta hostilidad en los míos y un grado de
alienación no familiar en aquel ambiente.
—¡Jesús! De verdad estás loco —dijo con su voz
amaneradamente femenina.
Volví a ponerme a cuatro patas y me dirigí al
otro extremo de la calle, si así se le podía llamar a aquel camino polvoriento
y embarrado con casas abandonadas a medio construir y otras a medio derribar a
ambos lados.
Un chapero hablaba con una de las pocas putas
ocupando el espacio de la estrecha acera, metí la nariz en su culo y lo
olisqueé. Se sobresaltó y cuando ambos se giraron para ver que había tras
ellos, rieron al verme.
—¿De dónde sales tú? —me preguntó el joven que
vestía un pantalón corto ajustado marcando sus genitales.
—De las mismas fauces de la frustración. Solo
quiero ser perro —contesté mirando con fuerza a los ojos del marica.
No me respondieron, se separaron para dejarme
pasar entre ellos y no hablaron, debieron pensar que tal vez tenía razón.
Seguí caminando hacia la oscura esquina, donde
la farola no alumbraba y los preservativos usados, se me pegaban en los pies y
en las manos.
Sacudí las patas delanteras para que se
desprendiera un condón y me la chupé para limpiarme.
Un policía de paisano detuvo el coche frente a
mí haciéndome un gesto con la mano para que me acercara. Me puse en pie.
—No te quiero ver completamente desnudo, has
de ponerte algo encima para que no te detengamos. Es la ley. ¿Tienes
documentación?
—Sí, en mi coche.
—Bien, si no fueras desnudo podrías llevar en
la ropa tu identificación y te ahorrarías pasar una noche en el calabozo. Y aún
así, no te aseguro de que si sigues así, un día te metan en un manicomio y
tiren la llave. Esto no es un buen lugar, es caótico y se permiten cosas que en
la ciudad serían delito; pero no fuerces demasiado la situación. Sé discreto.
Tras su monólogo se marchó lentamente,
observando y llamando la atención a algunos clientes y maricones que detenían
demasiado tiempo el tráfico.
La puta que hablaba con el chapero, se había
acercado a mí.
—A todo el que no conoce le suelta un rollo
parecido. Es un buen policía y un buen tipo. Lo respetamos y le ayudamos cuando
las cosas se ponen feas. No queremos que lo cambien de destino y él
tampoco, a pesar de todo, esto es
bastante tranquilo. Recibe su mordida, la pagamos entre todos cada semana.
Le faltaban los incisivos, los dos de
arriba y los cuatro inferiores.
Aparentaba cincuenta años; pero el olor de su piel sucia y enferma, decía que
tenía veinticinco. Un trozo de su brazo mostraba una vena podrida por
demasiadas inyecciones.
—Hasta luego — le respondí.
Me puse a cuatro patas, le olí el coño y me
alejé hacia la oscuridad, donde no había más que ruinas sin iluminar y voces
invisibles que nacían de la oscuridad. Eran las voces de los que viajaban a
lomos del caballo o de la marihuana mezclada con coca.
—Tú no estás loco, lo sé. Te has propuesto ir
contra el mundo, como yo; pero no supe hacerlo a cuatro patas. Me jodo con la
heroína, y me joden el culo hasta hacerme sangrar; me salió mal, ojalá que a ti
no —la puta filosofaba con su voz ronca a pesar de que no le hacía caso
caminando con mis cuatro patas y levantando una pierna para mear.
Había una pareja durmiendo el sueño de los
narcotizados tras el muro derruido de un jardín que dejó de serlo hace años. La
luna iluminaba suficiente tras la ruina en la que apoyaban sus espaldas. Él se
había meado en los pantalones y su cabello rizado estaba sucio de polvo. Su
compañera vestía una falda muy corta con unas gruesas medias negras rotas en
rodillas y muslos. Sus labios estaban atravesados por dos piercings de arete y
en su ombligo había otro con forma de pincho, cromado e infectado. Cuando lo olisqueé,
sentí el aroma del pus.
Soy un buen perro, se me da bien oler mierda y
miseria.
Y no soy delicado.
Metí mi boca entre sus muslos y desgarré los
mallones, no llevaba bragas. Su sexo olía a mierda y orina, y lamí
obsesivamente dejando caer mi baba que hacía barro entre sus piernas.
—¡Hummm, Adrián! Sigue, jódeme ahora. Chíngame
el culo —decía sin poder despertar y separando los labios de su coño para que
mi lengua llegara con más facilidad a sus rincones apestosos.
Ese olor a suciedad que exhalaba su vagina me
excitaba más y mi pene goteaba.
Le rasgué las medias completamente y se las
arranqué. La micro-falda solo cubría un poco su monte de Venus poblado de un
vello incómodo, así que no se la saqué.
Le mordí muy cerca del clítoris y gritó, se despertó.
—¡Cabrón! Chinga a tu puta madre… —gritó al
verme entre sus piernas, sacudiendo a su compañero para que despertara.
Tomé un cascote de buen tamaño y se lo metí en
la boca, rompiéndole los dientes y las encías para que no hablara más.
Su compañero despertó; pero poco tiempo. Le clavé una varilla de hierro
oxidado en la garganta y con un trozo de ladrillo, le rompí la cabeza.
Me coloqué encima de la chica que estaba
asfixiándose por la sangre que estaba tragando y la penetré. Ella se dejaba
hacer, estaba más preocupada en sacarse aquella piedra de hormigón de la boca.
Su coño era demasiado suave, le di la vuelta y
la follé por el culo hasta correrme.
Luego mordí su cuello hasta destrozar las
carótidas y desangrarla.
El sonido de la calle de los maricas se había
apaciguado, eran las cinco de la madrugada. Tenían sueño, estaban cansados, iba
a salir el sol y los clientes ya escaseaban.
Como vampiros... Me encantó, me sedujo esa
forma de desaparecer de la vida durante unas horas.
Yo vagué buscando una casa abandonada que me
diera cobijo.
Y encontré una entre cuyas ruinas podía descansar
desnudo, donde la peste que inundaba las cámaras sin techo, hacía retroceder a
los seres vivos. Ni siquiera los traficantes vendrían aquí para esconder su
mercancía.
Me restregué la cara ensangrentada con tierra
y polvo hasta creer que me había limpiado parte de la sangre ya seca.
Puedo pasear de día desnudo por estas cuatro
calles. Los miserables que recogen desperdicios para vender no me hacen caso,
apenas hay gente. Solo indigentes y locos que ocupan el lugar de los maricones,
travestis y putas acabadas.
Es mi planeta, es mi ilusión, es mi vida sin
más leyes. Y mi transformación, mi elección.
Es mi séptimo día como perro, y aún se puede
oler la hediondez de la pareja que maté hace seis días, sin que nadie se
preocupe por ello más que las ratas que los cubren.
Mi carro está desvencijado, no queda nada de
él más que la carrocería sin puertas.
Camino a cuatro patas dejando un rastro de
sangre, la uña del dedo corazón izquierdo se me ha reventado, no he visto la
lata de refresco rota, estaba pendiente de evitar que un recolector de latas me
diera una patada al acercarme a él para oler su culo.
Tengo hambre y sed.
Hay un anciano de pelo blanco y regordete que
vive en una de las pocas casas que aún tienen puertas. Me deja un par de
tortillas y una botella sucia con leche a la puerta de su casa desde hace tres
días que se percató de mi existencia.
Hoy se atreve a preguntarme.
—No te veo loco, no te veo enfermo. ¿Por qué
te has hecho perro?
—No hay nada que esperar, que ver, ni que
saber; viejo. ¿Qué esperas, qué has visto hasta hoy? Ven conmigo, sé perro y
deja de ser hombre. No sigas siendo lo que ellos han querido.
—Me duelen los huesos, no puedo caminar a cuatro
patas, no tengo fuerza. Estoy bien aquí descansando de la vida. Ya no puedo
trabajar; pero guardé algo de dinero y mis hijos me ayudan. Nunca vienen aquí,
yo voy a su casa, no me ha ido mal como hombre. No quiero ser perro.
—¿No te ha ido mal y vives aquí entre basura,
drogadictos y enfermos?
El viejo es más de lo mismo: un hombre que
morirá con una sonrisa afable y un esfínter insensible desde hace decenios al
dolor por pura sobredosis de sodomización día tras día.
Más pobre que las ratas y conformista con su
miseria, con sus amos, con su vida anodina y la indiferencia de sus hijos. Para
cagarse de risa.
Por ello, por su escasa inteligencia, en lugar
de desconfiar de un perro-hombre, le da agua y comida.
Justo lo que sus hijos no hacen, ni harán con él.
Es mentira que sus hijos le ayudan. Solo es una alucinación de su soledad y su
decrepitud.
Le muerdo los genitales con fuerza, su pene
está entre mis dientes y noto como un testículo estalla por la presión.
Con sus viejas y débiles manos intenta separar
mi boca de sus cojones. Ni presión puede hacer. Su orina me llena la boca
rezumando a través de la tela del pantalón.
Su sangre cala la ropa y se mezcla en mi boca
con los meados.
Me separo de él dando un fuerte tirón hacia
atrás, agitando la cabeza con fuerza a derecha e izquierda para desgarrar. No
estoy entrenado, es puro instinto.
Sus huevos y su pene están mutilados. El
escroto está abierto, sé cuando la carne se rasga de la misma forma que siempre
he sabido follar, no hay magia. Solo la adorable realidad del instinto más puro
y más salvaje. De algo que está profundamente arraigado en mi naturaleza. Más
que las estrellas, las leyendas, los cuentos…
Lo observo desangrarse y morir alzándome sobre
mis patas traseras, como un hombre.
—Yo no acabaré como tú, buen hombre. He visto
mi futuro y es parecido a tu presente. Tan parecido que vomité. Y no lo quiero.
Me muestra sus manos sucias de sangre, el
glande se ha desprendido de su cuerpo cayendo por la pernera del pantalón, todo
su cuerpo es un temblor. Su piel bronceada y curtida ha virado a un bronce
pálido y sin brillo, la sangre ya no llega donde debiera. Me suplica ayuda sin
poder articular una sola palabra dejando resbalar la espalda por la descarnada
pared de la casa, hasta quedarse sentado al lado de una vieja lata de chiles
jalapeños La Morena.
No tardará mucho en morir.
No siento pena, ni desasosiego, ni curiosidad;
solo impaciencia para que deje de mirarme con sus pobladas cejas descuidadas,
como patas de arañas.
Solo queda el repugnante sabor de la sangre y
la orina en mi boca, que me obliga a escupir.
Arrastro el cuerpo aún jadeante adentro de la
casa, el techo está hecho con retales de lona agujereada y las paredes han
perdido el enlucido de yeso en su mayor parte. Un agujero en una pared, que
debería haber sido una puerta, deja ver una porción de terreno a cielo abierto.
Lo dejo tendido al sol en el patio trasero lleno de latas y cartones, donde las
ratas provocan movimientos fantasmales entre los desperdicios al volver
precipitadamente a sus madrigueras por el ruido que provoco. Que se descomponga
aquí cuando muera; uno se acostumbra al repugnante olor de la carne pudriéndose.
Será mi nuevo lugar de descanso.
No tardan las moscas en invadir su pantalón
sucio de sangre.
Inspeccionando la casa encuentro en un frasco
de conservas bajo el fregadero, veinticuatro mil pesos enrollados que usaré
para mis frugales gastos de comida y agua. Tal vez tabaco.
A un lado de la puerta de entrada, cuelga una
cadena y un candado con su llave.
Cierro la puerta, sin preocuparme, no hay
nadie en las ruinas cercanas que me observe. Bajo una piedra alejada varios
metros de la puerta, dejo la llave del candado.
Me pongo a cuatro patas y camino ligero tras
una chica joven evidentemente extraviada; hay calles con el mismo nombre en
distintas colonias y ha elegido la peor. No hay nadie con suficiente
imaginación, estamos abandonados a los idiotas que nombran calles. Lleva una
carpeta de documentos en el brazo, donde cuelga también un pequeño bolso de
piel negra. Me acerco lo suficiente para olerle el culo. Se sobresalta y se
aleja de mí corriendo y gritando.
Un joven con rastas sentado en la banqueta de
enfrente se ríe escupiendo el humo de su churro. Me conoce, nos hemos
encontrado a lo largo de esta semana, es un habitual de este mundo de perros.
El rastafari colgado no me llama la atención
más que un segundo. Observo fijamente las nalgas de la joven corriendo, sus
tacones altos y puntiagudos que se doblan en varias ocasiones, sus pechos
pesados se bambolean rígidamente por un sujetador que los alza y aplasta al
tiempo que pide un taxi urgentemente con el celular pegado en la oreja. Aquí no
llegan los taxis; tal vez la violen y luego le vacíen las tripas.
Hace calor, no la sigo, me detengo observando
como su miedo deja un rastro de pequeñas nubecillas de polvo flotando a ras de
selo.
La polla se me pone dura y como no me la puedo
lamer, me acaricio hasta eyacular bajo un sol cabrón que seca a las moscas en
vuelo.
El colgado se ríe a carcajadas mientas mis
ojos se cierran ante el placer que he escupido. Soy un perro al sol…
Me duele el cuello por dormir con la cabeza
colgando, y siento la piel arder. La insolación me da dolor de cabeza. El semen
se ha secado entre los vellos de mi pubis dejándolos pegajosos y duros. Tengo
sed y hambre.
El sol declina lentamente en el horizonte,
cuando se forme una franja anaranjada en el cielo, la calle 10 Sur comenzará a
poblarse de los maricas y travelos habituales y cuando la oscuridad sea
cerrada, lo poco que queda de mí como hombre, lo relegaré a lo más profundo de
mi mente. No es difícil en absoluto, en esta semana he aprendido con una espantosa
facilidad a ser animal, no siento deseos algunos de hablar.
Camino hacia mi nuevo refugio, y consigo unos
pantalones de mezclilla que me quedan cortos, una camisa roja que no me puedo
abotonar, un sombrero de paja sucio y con un ala rota, y unas gafas de sol
redondas y rojas de mujer que me pongo para evitar que puedan reconocer en el
hombre fracasado al perro que soy.
El viejo ha muerto, es extraña su temperatura,
está caliente por encima de la piel, en la superficie; pero por el tacto se
reconoce perfectamente que de piel para adentro, solo hay frío. Una rata camina
perezosa con la panza llena, ha salido de la pernera del pantalón. Las moscas y
las cucarachas no se asustan.
No hay comercios en este lugar, aquí se viene
a solo a morir y follar.
En la tienda de abarrotes que se encuentra a
quince minutos de aquí, en la colonia San Baltasar, apenas prestan atención
cuando compro un garrafón de agua, unas tortas, algo de jamón, atún y cinco
cajetillas de cigarrillos.
Se hace la noche y salgo a vagabundear por la
calle de los fracasados que creen aún tener esperanza, son muy pocos y sonríen
a todo el mundo intentando encontrar amabilidad en algo o alguien.
El olor a carne podrida de los cadáveres de la
pareja, se hace notorio a cincuenta metros de la casa en ruinas. El hedor es
insoportable llevan siete días descomponiéndose, sin que a nadie llame la
atención.
Bien podría ser que los moradores de este
gueto puedan creer que esta peste viene de un perro muerto. Contando con que
toda esta miseria humana sea capaz de prestar atención al hedor; porque los hay
que creen que el olor a podrido nace de ellos.
En definitiva, que cuando ya estás harto de la
vida, no inspira curiosidad alguna lo corrupto, estás demasiado saturado.
Simplemente te alejas.
Ya pasada la casa de los punkys podridos, a
cien metros está la esquina que une la calle de los perros de dos y cuatro
patas.
Algunos de los clientes habituales me saludan
desde sus coches.
—¡Hey, perro! Buenas noches.
—¡Guau!
—les saludo.
Y ríen, ríen como deficientes mentales sin
imaginar que he matado a tres personas en una semana.
La puta desdentada se aproxima a mí, todos los
perros, sea cual sea la raza, hacemos lo mismo: caminamos calle arriba y abajo
mirando al suelo.
Porque allá arriba no hay nada, y si lo
hubiera ni podemos ni nos dejarían llegar. Todo ha sido una gran mentira y
todas las ilusiones se han ido rompiendo. Los hay que han tenido suerte y han
caído antes que yo.
He sido muy ingenuo, he esperado demasiado
tiempo, he sufrido en vano.
Soy el más novato de estos perros, soy el más
viejo de todos, el más cano. El vello de mis cojones es gris y mis testículos
ya no están tan pegados a mis ingles; cuelgan.
—¡Hola viejo perro! —me saluda acariciándome
la cabeza.
Meto mi nariz entre sus piernas elevando su
falda. No hay bragas y empujo más. Entierro mi hocico en la raja de su coño y
se apoya de espaldas en la pared. Hace tiempo que nadie hunde la cara en su
coño; sé que alguna vez se lo hicieron porque sabe a donde llevar mi boca. Se
corre sin pudor ante la curiosidad de un grupo de maricas que nos observan con
risitas nerviosas mientras esperan que un macho los compre para que les haga
una paja con la boca por apenas cincuenta pesos.
No sé de qué se ríen.
—Gracias, mi
amor… —me dice llorando.
No me importan las lágrimas de la puta, no me importan
las risas de nadie. Si un día me molestara, de la misma forma que la he hecho
gozar, la mataré.
Mataré a todo el mundo que me apetezca, hasta
que muera o me maten. O tal vez no, tal vez solo olisquee la mierda que deja la
humanidad mientras ellos trabajan, fracasan y pierden las ilusiones. Me gusta
ver como los infelices creen vivir razonablemente bien, con una ligera duda de
que algo no está del todo bien.
Y esa duda los hará idiotas, buscarán engaños
y razones por haber sido solo eso: gallinas en una granja de huevos. Mascarán
su decepción y fracaso hasta el momento en el que sus corazones se detengan con
un dolor inhumano.
Hay un gran revuelo de gente en torno a un
coche, un Nissan Tsuru de plancha corroída.
—Déjalo, hijo de la chingada. Deja que baje
del coche o te matamos entre todos.
Me
acerco hasta el gentío y gruño con hostilidad a las piernas que me
impiden el paso.
La puta se acerca y me acaricia la cabeza. No
me gusta que me acaricie ni dios. Le gruño.
Avanzo hasta primera fila. Elevándome sobre
las rodillas veo a un tipo sentado frente al volante, tiene cogido al travelo
Gladys por los pelos. Lo sé por el olor, el olfato se hace hábil con el uso. Lo
sé por los ojos que me miran aterrorizados temiendo a la muerte. Su cara tiene
un profundo corte que va desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula, cada vez
que grita pidiendo que le suelte, se ven sus muelas a través del corte. El
conductor del carro, mantiene la navaja en su cuello y da chupadas tranquilas a
un porro sin hacer caso a los gritos de los amigos de Gladys.
Cuando le ladro con hostilidad, se ríe
escupiendo el humo torpemente.
—¡Hijo de la chingada!... Ven aquí perrito.
Me acerco a cuatro patas hasta la ventana del
carro. Gladys me suplica ayuda. El hombre huele mal.
—Estás más loco que yo, mano. Sube, atrás que
mi putita te va a hacer una mamada con la boca nueva que le he hecho.
Me elevo sobre mis cuartos traseros y me lanzo
a su cara con la boca abierta, atenazo su nariz cuyo hueso cruje entre mis
dientes. Sus mocos espesos inundan mi boca. No soy escrupuloso, tras agitar
rápidamente la cabeza a ambos lados, consigo dejar colgada la carne del hueso.
Luego atenazo sus labios y se los arranco. Gladys ha cogido la navaja y se la
ha hundido en el cuello. Le hace picadillo el ojo derecho.
Sus amigos la ayudan a salir del coche y la
meten en otro carro que la lleva al hospital a toda velocidad, que arranca sin
cerrar las puertas.
Otro coche se acerca mientras muerdo los dedos
de la mano del conductor que respira con dificultad en pleno shock. Suena
brevemente una sirena.
Es Germán, el policía que vive de los sobornos
de los fracasados.
Alguien habla, le dice que ese pinche puto ha
herido a Gladys.
Se acerca hasta a mí y me da una patada.
—Lárgo de aquí, pinche perro.
Me aparto un par de metros.
—Te han jodido bien, ¿eh, cabrón? Pues ya
valiste madres…
Saca de su axila la automática, la apoya en la
sien del tarado y dispara creando una preciosa nebulosa de sangre, sesos y
huesos en el parabrisas.
Todo el mundo aplaude y de entre los putos y travelos,
aparece la puta que le entrega un buen fajo de billetes al policía.
—Hay que sacar este carro de aquí y tirar por
ahí el cadáver, que no se vea a pleno día en plena calle o alguien nos va a
molestar.
Tres de los amigos de Gladys empujan el carro
hasta el callejón y frente a las ruinas donde se pudren los que yo maté, que es
la zona más oscura. Arriman el coche a la banqueta.
Germán jala de una manga del cadáver y lo hace
caer al suelo.
—Ayudadme a tirarlo ahí detrás.
El policía coge las manos y un marica los
pies, lo bambolean para lanzarlo por encima del murete derruido.
—Me cago en la puta, aquí huele a muerto de
hace días.
Salta el murete.
—Sus tripas han reventado y todo es
intestinos, coño. Llevan aquí al menos una semana.
Cuando vuelve al corro que formamos todos los
miserables y fracasados, le gruño con hostilidad.
—La chica tiene desgarrada la garganta —se
dirige a mí —. Parece que un perro la atacado, aunque no sé si antes o después
de haberla chingado.
Le miro con ferocidad y mis dientes asoman
peligrosamente.
Acaricia mi cabeza.
—Tranquilo, perro, es solo basura y éstos no
pagaban —dice dándose golpeciste en el bolsillo de la camisa abultado por la
cartera.
—¡Vamos, todos a la chingada! Aquí no hay nada
más que ver, y nadie tiene nada que decir. ¿Verdad, putos?
Cuando volvemos a la calle habitada, a la luz.
Alguien grita:
—¡Agua y comida para nuestro perro!
Frente a mis fauces dejan un plato que llenan
con tequila y cerveza, y otro con tres tacos de maciza.
Devoro con hambre y ferocidad, a cuatro patas
mientras algunas manos me acarician la espalda. El coche de policía se aleja
lentamente, en silencio como si se moviera por alguna fuerza mágica. No hay
motor, ni ruido. La cerveza helada impacta en mi lengua y el tequila
insensibiliza mis cuerdas vocales.
En algún momento me quedé dormido en la calle.
El sol me ha despertado requemando mi piel de
nuevo. El rastafari me mira con sus ojos fríos y desmesuradamente dilatados. Su
playera está llena de sangre seca y un enorme tajo que va de lado a lado del
cuello, es nido de moscas.
Un cartel entre sus piernas dice: “Soy
pendejo, no chingaré nunca más a mi patrón don Ramiro”.
Este es mi lugar, mi hogar. Donde la gente
muere sin permiso, como por una magia. Por seres que no existen.
Yo soy uno de esos seres inexistentes, y la
muerte es tan sorprendente aquí como pudiera serlo en un reino de la magia y la
fantasía.
—¡Guau! —le ladro sonriendo al rastafari
muerto.
Camino a cuatro patas a la casa, donde guardo
el tabaco para fumar un cigarro que alivie mi resaca sin que nadie me vea. No
quiero que se sepa que a veces soy fracasado: humano.
Iconoclasta
Ilustrado por Aragggón
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