Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
15 de enero de 2010
Ángel
Girad la cara, mirad a otro lado, esto no os va a gustar.
Y a pesar del aviso, seguís mirando.
Tal vez el infantil sea yo, el inocente.
Y vosotros hombres, mujeres y niños, los indecentes que observáis fascinados la desintegración de un ser que debería ser divino.
Soy un ángel y mis alas están rotas, se han desmochado las puntas de las plumas porque no les llega mi ánimo de vivir. Estoy al borde de un acantilado, hay más de trescientos metros de caída libre hasta las rocas trituradoras. Un cormorán me mira triste con sus alas quietas, flotando en una cálida corriente de aire.
Será por las alas rotas que me mira con cierta simpatía, casi comprendiendo mi estado.
Las cosas no ocurren por casualidad, y las alas no se pudren por algún defecto genético o una enfermedad degenerativa.
Los ángeles somos perfectos por naturaleza y definición, nos crea bendecidos e inmaculados, sólo su voluntad nos destruye, la de Él y la del Otro. Es Dios nuestro creador y que creáis en él no tiene importancia. No necesita la fe de nadie para cometer sus caprichos.
Somos creaciones de un dios que nos privó de sexo. Hay ángeles de todo tipo; los hay en el cielo que desesperan y al igual que vosotros precisáis tatuajes y piercings, nosotros necesitamos culos, penes, tetas y vaginas.
Puede parecer simple, casi un chiste. Creedme, no hay chiste. Es todo tan hiriente y grave como el cáncer que está pudriendo ahora a vuestro hijo.
Algunos cometemos el supremo sacrilegio de la carne.
Somos carne fetal, pura.
Apenas hay sangre en nuestros cuerpos, sólo un plasma lechoso que alimenta nuestras venas ebúrneas, casi translúcidas.
Tampoco nervios necesitamos, el dolor en el Cielo está prohibido, sería una vulgaridad. Nos pudrimos indoloramente cuando así lo quiere Él.
Y lo quiere siempre Dios. Es el único que puede querer cosas así y cumplirlas.
He pasado una temporada en la tierra, haciendo de perro guardián de una bella mujer que se sentía desolada, triste como no había nadie. Con casi cincuenta años, aún no había experimentado el amor ni el sexo. Esas cosas ocurren, creedme.
Se masturbaba varias veces al día llorando, enfermiza. Excitantemente corrupta.
Se metía cosas demasiado duras y punzantes y se corría entre un abundante flujo sexual y sangre.
Su útero estaba lleno de cicatrices y los labios de la vulva, parecían las aletas de un viejo tiburón que había combatido demasiado.
El cepillo del cabello, por su duro mango de plástico con vivas aristas, era su consolador preferido. Se decía puta a si misma y se lo clavaba una y otra vez. La sangre se cuajaba entre el vello del monte de Venus dándole un aspecto sucio. De miseria.
Los ángeles no somos de piedra.
No os va a gustar... Pensáis que los ángeles somos especiales y perfectos y blancos.
Aquel sexo ensangrentado me llevaba a tocarme mi inútil y aséptico pubis, como si yo tuviera un coño allí.
Deseé tener sexo. Curaba sus heridas cuando desfallecía y sentía al tocar sus carnes blandas los placeres que junto con el dolor, aún palpitaban entre sus piernas.
Junto con su llanto desconsolado de mujer vacía y marchito sexo que nadie más que ella tocaba, que nadie lamía.
El gran dios no nos dio sexo; pero nos dio entendimiento y empatía para cada una de las emociones humanas. Sentía la tremenda tristeza de aquella mujer en mi ánimo y su deseo sexual añejo e insatisfecho prendió también en mí.
Bajo mi vientre no había nada; pero sentía deseos de tocarme el coño.
Ahora de entre mis piernas cuelga un intestino tan puro que ni excrementos lleva dentro. Sólo miel y maná.
No duele, pero algo no funciona bien en mi cuerpo, aquí en lo alto del precipicio, mi tripa cuelga hasta seis metros por debajo de mí. Siento una creciente debilidad. Y la visión se hace borrosa multiplicando las peligrosas piedras que el mar golpea sin cesar.
Si violas la pureza del cuerpo que Dios creó, lo tienes crudo. Se te pudre todo. Se trata de un pequeño programa genético que integró en nuestra naturaleza para que no nos descarriáramos. “Este ángel se autodestruirá en diez segundos: nueve, ocho, siete, seis...
Si tuviera pene, se me hubiera caído a pedazos por mis pensamientos perversos. Si tuviera coño, se hubiera cerrado con una costra de llagas purulentas, y la infección hubiera creado un embarazo de podredumbre.
Si tuviera pechos, de los pezones manaría orina para avergonzarme.
Yo, al igual que un infinito número de semejantes míos, no tenemos nada de eso. No hay pajas angelicales, no hay unos dedos o unas manos que frotan un sexo hasta reventar de placer.
Desearíamos sentir dolor para conocer el placer. Es decir, cuando algo deja de doler, eso es el placer. Lo he visto en vosotros.
Pero muy pocos somos como yo, los perversos somos unos raros ángeles que Dios ha olvidado por demasiado tiempo en una misión demasiado larga. Demasiado penosa y excitante.
La primera vez que vi a Lavinia meterse los dedos en su sexo, no sentí nada; incluso recé con total fervor sin saber por qué. Aburrido.
Pero cada día que pasaba estaba peor. Hacía dos años, su único amor, un hombre de su edad, dijo no sentirse atraído por ella. Lavinia llevaba más de diez años amándolo, soñando el momento de que su amor fuera confesado y correspondido.
Lo de confesado se cumplió. Se tragó orgullo y vergüenza y frente a la máquina de café de la oficina le dijo:
—Alberto, estoy enamorada de ti, te quiero desde hace años. Estoy desesperada.
En lo concerniente a “correspondido” es pues, donde se halla el quid de la cuestión. De su locura sangrienta por castigar su sexo hasta el éxtasis.
Y ante su mudo grito desesperado, Dios me mandó a cuidarla. Una misión de rutina.
Una gaviota juega con mi intestino y consigue llevarse un trozo.
No sé si me muero o se prolongará mucho tiempo este pudrirse en vida; no sé si esto de servir de alimento a pájaros puede infectarme, provocar un paro cardíaco o el nacimiento de otro ángel en las molleja de la gaviota.
Lavinia, degeneró e hizo pagar a su coño todo su fracaso y frustración. Algún nervio mal colocado o defectuoso, en lugar de dolor, enviaba placer a su cerebro.
Y donde había sangre y heridas, se extendía un placer amarillo, como el pus que se formaba entre los pliegues de su sexo.
Cuando orinaba, se llevaba los dedos a la boca para no gritar de dolor; sin embargo, sus pezones se endurecían como si estuviera viviendo el gran orgasmo celestial que Dios se guarda sólo para sí en sus momentos de misticismo solitario.
Se me ha desgajado el ala izquierda de la espalda y parecerá extraño, pero hay una tristeza en ello. Me da pena pudrirme, me atrevería a decir, que incluso miedo.
Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.
Mi inocencia se pulverizó y empecé a desear tener una vagina, y unos pechos como los suyos para así darme placer.
Arañaba mi pubis y dejaba manar mi sangre blanca ante el sexo cada día más destrozado de Lavinia. La curaba cada noche, en cada momento que dormía; para que no muriera, para mantenerla viva cuanto tiempo fuera posible.
No os va gustar.
Me hice un coño. Clavé el cuchillo de la cocina en mi pubis angelical y libre de pecado e hice un corte vertical, una raja por la que parecía manar látex.
Saqué tejido de dentro que quedó a mis pies: carne cruda lavada. Saqué lo suficiente para poder meterme el cepillo de Lavinia.
Metí los dedos y aunque no había placer, soñaba sentirlo.
Y ahí está mi supremo pecado: el haber fabricado un coño en mi cuerpo. Un cuerpo que Dios creó.
Ser ángel macho o hembra no está bien visto allá arriba.
Yo me metía aquel cepillo aún sucio de sangre en mi raja y sentía que era mi propia sangre la que manchaba la carne entre mis piernas.
Una fantasía no podía hacer daño.
Le ponía el cepillo en la mano dormida, le recitaba un encantamiento y despertaba excitada, sus pechos subían y bajaban profunda y lentamente mientras se clavaba lentamente el mango, repetidamente... Sin cesar, hasta que su espalda se combaba de placer.
A veces fallaba y se dañaba el clítoris. Sus rodillas se doblaban encima de sus pechos y se llevaba la mano al sexo intentado contener el dolor y entre los dientes apretados un grito abortaba.
Yo usaba la escobilla del inodoro para masturbarme funcionalmente, e imagino que no había mucha dignidad en mi imagen celestial.
No era un acto divino, no lo que se esperaba de mí.
Sé que no os gusta.
No sentía placer; pero necesitaba tener pechos para pellizcarme los pezones hasta casi arrancarlos como ella hacía.
El coño requiere un corte y un vaciado. Sobra carne celestial.
Pero los pechos requerían añadir carne.
Y bueno, mea culpa, yo sé que los humanos sienten dolor y miedo con la misma intensidad con la que me gustaría poder cerrar los ojos en blanco, como hace Lavinia cuando sus dedos quedan crispados y sucios de sangre entre sus muslos apretados contra sí. Cuando a una mujer le llega el orgasmo, es espectacular, todo su cuerpo responde y uno puede sentir en sus ojos el placer como propio. Y aún así, sabiendo del dolo que sufriría, lo hice.
Los machos me dan asco.
Yo quiero ser hembra.
Un cuervo está picoteando el muñón de mi ala desgajada, siento sus tirones y una ligera comezón que me obliga a rascarme. El cuervo se asusta y entre mis uñas quedan restos de una lechosa carne de bebé no nato aún.
Os dije que no os iba a gustar. Los ángeles somos preciosos; pero descomponiéndonos, también rompemos los cánones de lo obsceno.
El cuchillo que hizo mi coño, cortó sus pechos. Me equivoqué de encantamiento y su dolor fue lo intenso que su placer.
Los gritos pusieron en alerta a Dios. Chapoteaba en sangre entre las sábanas, murió con una pluma que se desprendió de mis alas, posándose en su boca abierta. Seca como quedaron sus venas.
Precioso.
He venido a pudrirme frente al mar, aunque espero que el Otro cumpla el pacto.
Mi cara está sucia de sangre humana ya descompuesta, tal vez por eso el cormorán me ha arrancado un ojo y he podido ver la implacable naturaleza de Dios en los suyos tan negros.
Aún tuve tiempo de abrir mi pecho para hacer un espacio en mi carne e insertar aquellos enormes pechos pesados. Usé pegamento para fijarlos.
Han caído contra las rocas, sin doler, con tristeza.
Una vez tuve tetas... Mi pecho de pálida piel, está sucio de sangre y restos de tejido humano.
Las gaviotas están hambrientas, dos se pelean por un pezón del que cuelga la areola desgarrada.
Sólo he podido pellizcarme los pezones un par de veces y soñar que gozo de su erecta dureza. Qué efímero es el placer. A pesar de ser un ángel con ciertas habilidades, no he podido endurecerlos.
La obscena tripa que cuelga de mi tallado sexo, ha sido prácticamente devorada y multitud de polluelos, se lo tragan regurgitado por sus madres en la intimidad de sus nidos.
No siempre hay carne de dios para comer. Serán buenas gaviotas.
Tal vez Juan Salvador Gaviota fuera alimentado en su día con carne de ángel hembra.
Tampoco quiero acabar así, tengo mi dignidad.
He pactado un final rápido con el Otro. 666 necesita ángeles podridos para su infierno. El enorme cañón que se apoya en mi cabeza, me llevará directo al infierno, me ha prometido dolor a ratos para toda la eternidad, a cambio de una felación con mi próxima cabeza de cerdo. Me coserá enormes alas de murciélago en la espalda y seré la suprema vergüenza de todas las carnes de Dios.
—Despídete de ese Dios maricón para siempre, ángel de mierda.
Es Él es su conjuro impecable y eficaz, como el disparo en la nuca que destrozará todo aquello que una vez pensé y fui.
No os podía gustar.
Al infierno...
Iconoclasta
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