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4 de septiembre de 2009

La compra


Ir a comprar despeja la mente y obliga a pasear. De una forma mecánica, el cerebro piensa en cosas muy diversas y amenas mientras las piernas asumen la función de un piloto automático.
Tengo que comprar patatas y lechuga.
Y algo más que se me ocurrirá por el camino, siempre ocurre lo mismo, vas a por una bolsa de patatas y sales con una docena de productos que de repente te das cuenta que no tienes.
Si ella estuviera en la sección de la esperanza...
Pasear para ejercitar el cuerpo es una buena forma de dar un descanso a la mente. Sólo funcionan los sentidos más básicos y el movimiento. Sin análisis previos, sin conclusiones, sin razonar. De la misma forma que las células viven y mueren sin esperar nada.
Aunque es difícil caminar así según el lugar donde uno viva. La cuestión geográfica siempre ha sido decisiva para el carácter de las personas. La densidad demográfica es lo que importa, porque pueden caer rayos y truenos y yo caminar sin miedo y sin temor a la pulmonía. Soy tan denso que ni la enfermedad cala en mí.
Para disfrutar de un buen ejercicio, o hay que ser ciego o tener el don de hacer invisibles a los demás, que la mirada sea capaz de traspasar los cuerpos para obviarlos. No es que molesten; pero todos los excesos cansan. Yo me entiendo.
Todo ser humano necesita un espacio libre para poder reír o llorar directamente a la atmósfera sin que nadie escuche y ser así confundido con un deprimido, un loco o un drogadicto.
Lejía, me he de acordar de la lejía y de limpiacristales.
Me inyectaría en vena cianuro para hacerlos invisibles.
El ser humano tiene sus derechos y poder morir en soledad es uno de ellos, coño. A veces me enojo por las cosas más naturales.
No quiero lanzarme al vacío y caer encima de otro. Si quiero que muera otro, le rajo el cuello; pero yo quiero morir solo. Y aquí es muy posible que si me tirara de un terrado, aterrizara sobre diez o doce cuerpos.
Llamar enojo a esta ira que me pudre, es quedarse corto.
A veces mordería las piedras llevado por la tristeza que me produce un mundo al que no me pidieron permiso para escupirme.
Hay seres afortunados que han sido paridos en medio de la naturaleza, que no necesitan de poderes sobrenaturales para caminar por el mundo.
Me place reconocer mi envidia.
Puedo alardear de soledad y de envidia; de una innata capacidad autodestructiva que hace que los demás se mantengan un tanto al margen de mí. Tanto arrojo del que hago gala provoca desconfianza.
Ella ha visto algo bueno en mí, maldita sea.
Dejaría caer una lágrima si estuviera solo. Si fuera libre.
Pero hasta las lágrimas están prisioneras.
No es justo, los hay que no hemos nacido con ese misticismo oriental o santón con el cual se aísla uno de todo, y nos angustiamos ante la falta de espacio a nuestro alrededor. Por ocultar las avergonzantes lágrimas.
Pequeños tesoros que no tenemos porque compartir con los extraños, con los otros, los miles, los millones.
Así que para disfrutar de un buen paseo, lo ideal sería vendarse los ojos, pero mis congéneres me robarían hasta la piel sabiendo que no puedo ver. Hay tanto envidioso, hay tanta envidia, que las lágrimas corren el riesgo de ser robadas.
Pasear por una ciudad requiere un monumental esfuerzo por ignorar los que te rozan.
Para practicar un sano ejercicio, es de mucha ayuda que nadie te quiera y que no ames a nadie. Porque no es posible ser independiente cuando se está enamorado. Los enamorados caminan con ella o él prendidos de las manos o bien con una característica mirada, casi beata, en la mirada. Yo no podría, la mía sería tan lujuriosa que avergonzaría a los más rijosos seres.
Los enamorados llegan a ser sumamente sensibles con su entorno y ven lugares de una belleza inaudita cuando yo veo sólo vulgaridad y miseria. Lugares que me aburren mortalmente. He oído decir algo de que el amar produce alguna endorfina o como se llame, que hace a la gente más amable y alucinada.
Yo no tengo tal endorfina, me atrevería a decir que mi humanidad es casi nula.
Espinacas, he de comprar espinacas y tatuarme un ancla en el antebrazo, me acuerdo de Popeye. Cuando de pequeño lo veía, nunca pensé que podría aborrecer mi propia vida. No ha valido la pena hacerse hombre, es mejor morir cuando se está en paz y no se odia ni se teme.
Pienso que si un día amara a alguien, sería para estar a su lado y sacrificar con una sonrisa mi espacio vital. No estaría mal, a veces pesa estar tan solo. No pido un grupo de amigos con los que vivir las más emocionantes aventuras o compartir la misma puta por unos pocos euros que hemos juntado entre todos. Con pasear de la mano con ella y dejarme llevar por su entusiasmo, por su visión de un lugar mejor que el que yo veo, tengo suficiente.
Por eso camino más solo que un coyote en el desierto. No se me puede querer, no he desarrollado afinidad alguna hacia mi entorno y mis semejantes. Soy alérgico a relacionarme. Así es imposible follar por amor.
Un par de paquetes azúcar, me gusta el azúcar, me gusta lo dulce.
Un día respondí a una carta que había en mi buzón, a nombre del anterior inquilino, tras varios días sopesando en tirarla a la basura, descubrí a esa mujer hablando de una vida llena de luz y esperanza. El anterior inquilino era su padre y ella le explicaba cosas de estudios y felicidad. Anécdotas divertidas y de un candor precioso.
Me atreví a contestarle que no vivía aquí su padre.
Respondió a la semana siguiente, que lo sabía, pero la costumbre de escribir la misma dirección durante tantos años la traicionó. Creí oírla reír entre líneas, divertida. Deliciosa.
Y hubo más cartas, y más intimidades y un profundo conocimiento. Un deseo doloroso se estaba gestando en mí. Los hombres no deberían quedarse embarazados de nada.
La amo de la forma más extraña, como los hay que aman a dioses que no ven y que no existen.
Ella existe, tengo sus palabras escritas en cartas, en papel que una vez tocó pensando en mí.
Es tan vago, es tan sutil el vínculo...
Cuando se está terriblemente solo, uno se aferra a un papel mojado para buscar alguna razón por la que seguir viviendo.
Tengo que comprar algo de salami y huevos.
La soledad y la monotonía dan hambre. Seguro que hay endorfinas para todo.
Soy un cínico profesional y es mi exclusivo mérito. Son muchos años soportando la realidad y reteniendo lo que mi pensamiento inventa y crea. Mundos donde soy un hombre distendido y de vez en cuando es posible cruzarse con alguien y desearle buenos días en lugar de clavarle un vidrio roto en el cuello.
Sería bonito, pasear sin tener que evitar y eludir cuerpos que parecen repetirse cíclicamente.
Es tan deprimente ver crecer y desarrollarse los cuerpos...
Saber del crecimiento de los extraños es saber que no ha habido movimiento, que tras tanto tiempo vivido se continúa en el mismo sitio. Con el mismo asco.
He visto niños hacerse hombres y he sentido un vómito de amarga hiel subir a mi boca. No es que fuera tan feo el hombre en el que se ha convertido; pero he perdido muchos años si he conseguido reconocerlo.
Ella existe, por eso paseo cabizbajo o mirando al sol para no cruzar la mirada con nadie. Para hacer un sano ejercicio y descansar la mente. Para que la mirada triste no me traicione, es más digno ser bestia que desgraciado.
Paseo para olvidarla, para impregnar mi alma de miserias y no sentir que hay alguien a quien amar voluptuosamente inaccesible, indecentemente lejos.
Impúdicamente deseable.
Es mentira, es una puta mentira este paseo. No es un descanso para la mente, es sólo una huida sin rumbo de la frustración. Dejo huellas en el embaldosado y los perros las huelen y esconden el rabo entre las patas al aspirar aroma a desolación.
Me suda el cerebro.
Una sola entre millones, una sola en toda una larga vida y es imposible abrazarla. Improbable, debería decir para no ser derrotista.
Hay un vidrio roto que he pisado con fuerza para traspasar la suela del zapato y joder el cuerpo; mortificarse libera. Si me esfuerzo, las infecciones y las enfermedades sí que entran en mí a pesar de mi densidad. Soy tenaz.
No hay dolor, lo bueno de la frustración y el desaliento es que no hay nada peor y un cristal clavado en la planta del pie es una futesa.
Me ama en letras, en las cartas que huelen a su piel. Letras y palabras dibujadas como caricias en el cuerpo. Dice ver que hay algo hermosamente tierno en mi brutalidad y aislamiento.
Lo provoca ella, se lo he escrito mil veces.
Esto es contrario al amor: cuanto más la amo, más sufro.
Todo tiene un límite.
Y yo huelo su aroma en el papel. Existe alguien que me ama. No es una esperanza, es desesperanza, ya es tarde.
No hay tiempo.
Me gusta el batido de cacao, compraré un par de botellas.
Puede que no sea suficiente el vidrio ,la infección podría tardar muchas horas en aparecer, incluso puede que no haya una seria infección. No soy un hombre con suerte. Ahora que me siento mierda, es fácil matarse.
También he de comprar queso, me gusta el queso, incluso la vida cuando no pienso demasiado. Pasear es un mal negocio, no siempre es relajante.
Llevo su carta pegada en el corazón, bajo la cartera y parece fibrilarme. Como una imposible nitroglicerina que provoca que el corazón se pare durante una eternidad cuando la imagino entre mis brazos.
Una jeringuilla usada entre los matorrales resecos de un parterre llama poderosamente mi atención. La cojo, coloco el pulgar encima de la encostrada aguja y tal vez sea mi poderosa imaginación; pero diría que he sentido meterse en mi torrente sanguíneo toda clase de gérmenes.
Debo comprar tomates.
Es estúpido condenarse así, con una simple gota de sangre, pequeña e intrascendente. Hasta para quitarme la vida soy ridículo.
Es por culpa de ella, inconscientemente pretendo alargar mi vida, como si fuera posible que la dimensión espacio- tiempo pudiera doblarse con una clara ventaja a mi favor. Soy previsible, no hay misterio alguno en mi mente simple.
No es una buena perspectiva morir tras muchos años de enfermedad.
Sólo me faltaba ser cobarde. Y de eso ni hablar, a estas alturas que el dolor del alma es tan fuerte, no puede asustarme algo de dolor carnal.
Uno no pasea por la ciudad con una navaja para cortar hierbas, ramas o tallar madera paseando tranquilamente. Cuando el universo quiere, conjuga los elementos necesarios para conducirnos a nuestro final.
Y duele, ni la frustración ni el desengaño ni la maldita tristeza, consiguen aplacar el dolor del tejido abierto de la garganta, es un dolor espantoso.
Mejor no voy a comprar nada, comprar era otra esperanza, una remota esperanza de que hoy no fuera el último paseo.
No se puede ser desgraciado tanto tiempo y no hacer algo al respecto.
A la mierda el queso y el salami.
Es aterradora la sangre cuando brota a borbotones de uno mismo.
No soy un hombre mentiroso y no me da vergüenza reconocer mis errores: duele mucho más de lo que yo creía rajarse el cuello.
Afortunadamente ya es tarde para volver atrás. Y el supermercado habrá cerrado ya. Los mediodías tórridos son para quedarse en la penumbra de un rincón y esperar que pase la tormenta de luz y calor.
Estoy cansado de pasear.
Se acercan a mí gritando, corriendo. La sangre es extraña, no me deja oír bien, ¿existe la sordera de la sangre? El suicidio tiene extraños síntomas; no los entiendo, también estoy cansado del tantas voces.
Que se alejen, no quiero que me roben mis lágrimas, ni mi sangre. Es mi derecho morir solo.
Ahora hace frío. La muerte es piadosa conmigo.
Ojalá que no me ame. Ojalá sea un ejercicio literario con el que me ha premiado la vida, cartas escritas al viento, mensajes en una botella que tuve la suerte de encontrar. Un hermoso accidente.
Si me amara como yo, el dolor sería inviable, como la desesperación de no besarla.
No recuerdo si me quedaba café, me apetece café...
Me apetecía.

Iconoclasta

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