La fiebre se ha apoderado de mí, me ha ganado.Conquistado. Soy casi feliz rendido ante ella.
Es una buena ama, me obliga a sudar a pesar de sentir un frío glaciar y me adormece dulcemente, sin esfuerzo.
Me siento pequeño y tiemblo empapado.
Si me dejo llevar sin luchar, esta sensación de arder se hace más débil a medida que desfallezco.
Con la fiebre me abandono.
La fiebre… Mi diosa que transforma los hirientes brillos en pacíficos puntos de luz difusos que no dañan mis ojos cerrados.
Cerrados por esta agua salada que mana desde dentro de mí y los irrita.
El cuerpo se empapa de sudor y se abotarga, se sacude de encima la ropa caliente. La capa cálida que me envuelve llevándome allá donde jamás pude imaginar.
Mi cuerpo quiere la parte de sábana que aún está fría y los pies se mueven inquietos buscando una región inexplorada y fresca.
La fiebre es ese ángel que me anuncia la muerte con tal delicadeza, que anula el miedo y deja de importar demasiado la vida.
Sólo hay un deseo acelerado que nace del corazón acelerado y cansado, de un cerebro hinchado e inservible. Cocido en su propio jugo: dormir, descansar…
Enfriarse.
Da igual donde me lleve, ella me mece en un sopor merecido.
-Vete vida, deja de latir loca, me cansas. Deja que mi cuerpo se haga pesado y se hunda sobre si mismo. Se aplaste.
Que siga la metamorfosis del brillo abrasador e intenso del mundo; que se convierta en niebla.
La fiebre me envuelve amortiguando los sonidos y siento la vívida sensación de encontrarme lejos de aquí. Lejos de mí.
Y desde lejos veo mi cuerpo respirar agitado sobre la cama, hundido por una gravidez anómala. La fiebre da al aire la consistencia del plomo y la presión por centímetro cuadrado de columna de agua es sólo equiparable a la atracción inhumana de un agujero negro.
Le cuesta tanto respirar al cuerpo…
Hay algo trágico en ese esfuerzo titánico por aspirar aire. Los brazos se extienden en cruz en un intento de dispersar un calor que ya no siento y abrir los pulmones aplastados y cansados.
No hundirse en el pantano de arenas movedizas, ardientes como si de un improbable desierto se tratara.
Respirar…
-¡Estás ardiendo!- no es la fiebre, es alguien que habla como yo.
Como todos.
Me alzan la cabeza unas manos de las que no me interesa mirar a su dueño. Un vaso se posa en mis labios y el agua me provoca un temblor al parecer evaporarse en mi garganta.
No es la fiebre, pero intento darle las gracias.
No quiero medicamentos, conjuran la fiebre y lo hacen brillar todo. Suben el volumen del mundo y me estallan los oídos. Y por fin acabaré moviéndome ligero entre las sábanas. Pesaré menos y el aire volverá a ser vulgar.
No quiero volver al mismo lugar, cuesta mucho llegar aquí y no tener miedo, ni dolor.
-Si no baja la fiebre en una hora, llamaré al médico.- otra vez esa voz normal, conocida.
Han bajado los poderosos guerreros portadores de luz y sonido por mi garganta; lanzando mensajes amargos que curvan mis labios con disgusto.
Se escapa una lágrima muda, siento sangre fresca en mi cabeza.
El tren se va y yo alargo mi mano hacia él en la estación gris y vieja.
Apagada…
Tengo pena.
La niebla se disipa y los pies no buscan nada, se han relajado. Son ligeros.
La diosa me dice adiós, en cuanto le sea posible volverá. Y cuando estemos solos me follará, me llevará con ella.
-Sí, estás tú ahora como para echar un polvo.-susurran cantarinos los labios que me besan la frente, las manos que arrastran la sábana hasta cubrirme. Es un roce que me tranquiliza.
Una voz normal, conocida.
Como la mía.
Como la de todos.
Iconoclasta
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