El reactor avanza casi vertical, definiendo con su estela la cúpula celeste. La imposible curvatura de un cielo plano y recto.
Es un reactor y existe porque deja tras de sí una línea de humo, fina cuando sale de un punto no visible y que se ensancha y dilata como el estómago de una anaconda. La nave desde el suelo no se ve.
Aquí y ahora, el humo da vida.
Es estúpida la idea y jodido escribir.
Pensar.
Entristecerse.
Se podría desprender que uno depende de su estela. Dependemos de nuestra impronta para dar sentido a los actos que llevamos a cabo.
Pero yo sólo veo estelas en el cielo. Si las hay en la tierra hemos de reptar por el suelo para admirarlas. Y a nadie le importa demasiado una estela polvorienta.
Las del cielo son esperanzadoras por oscuros motivos poéticos. Religiosos.
Las estelas dibujadas en la tierra son espejismos de una vida demasiado reseca.
No soy un reactor, soy mucho menos espectacular, nunca he tenido un momento de gloria con el que marco en el cielo mi curso; a la vista de todos.
Con orgullo.
Dibujo con aire en el aire los segundos pasados, los que se acumulan tras de mí dejando una estela translúcida. Tan poco vistosa que bien podría ser una aberración óptica que apenas dura el parpadeo de un ojo aburrido.
Tal vez no sea ni un pequeño rastro y sea simplemente la visión de un cristalino demasiado húmedo.
Es tan efímera mi estela, tan efímera y volátil que no consigo verla por más que mire hacia atrás a cada momento.
No trasciende, es insignificante.
¿Mi estela es mi vida?
Pues mi vida no vale lo que un papel rasgado.
No es bueno mirar al cielo y luego comparar, hace un daño apagado y profundo que mina el ánimo.
Es una indecencia lo baladí de mi vida.
No tiene importancia, no importo, no importas, no importáis.
Conjugaciones para un epitafio.
¿Por qué me aferro a la vida, a la mía, como si fuera algo importante?
Mi estela no existe, no dejo una hipnótica línea tras de mí; no creo ser algo vivo, ni siquiera digno de estudiar como algo biológico.
No tengo taxonomía de grupo.
Un poco triste ¿no?
Nadie recapacitará aunque me estrelle contra una excavadora y me clave los dientes de la pala en las cuencas.
Ni siquiera mi hemoglobínico rastro crearía expectación.
No existo.
Si no hay estela, no hay vida.
Corolario desolador.
Es duro reconocer la propia inexistencia.
Requiere valor.
Locura.
Y el reactor, indiferente a las pequeñas vidas que ni siquiera siente, crea una estela que permanece en el cielo durante largos minutos. Ostentando su importancia, su trascendencia.
No me ve, me ignora. Desdeña mi vida y mi historia como yo envidio su importancia en el estado general de las cosas.
La estela del reactor es un alarde de lo que nunca llegaré a importar a nadie.
Observándola casi con veneración, deseo que se deshaga, que se difumine rápidamente; que los altos vientos la arrastren y limpien el cielo de esa mierdosa estela que me empequeñece.
Que la hagan jirones.
Quisiera que esa estela fuera tan efímera e inexistente como la mía. He girado tantas veces la mirada y no he visto nada…
Mirar atrás y no ver nada lo suficientemente sólido, crea un vacío en el estómago y el camino que queda por recorrer es una cinta de una longitud inhumana.
No hay recuerdos que distraigan de un camino árido y de desleídos colores quemados por el sol.
Las imágenes resbalan como gelatina de su soporte de papel.
El reactor virará, se acercará de nuevo bajando casi en picado, con elegancia y gallardía.
A los reactores les gusta hacer gala de su potencia en esta zona desértica y de profundos cañones.
La estela se convierte en una elipse invertida y el atronador ruido se hace patente.
Sé que es difícil, es algo poderoso lo que hiere el cielo así.
Y de la misma forma que me aferro a la vida; con el mismo sentimiento de pérdida con el que vivo. De la misma forma lo intento. Una negra esperanza.
La rampa del lanzamisiles se eleva al accionar el pulsador del pistón hidráulico y el viejo jeep chirría y se queja. El misil mira al cielo con vehemencia. Es otro creador de estelas, hambriento de gloria.
Y yo…
Tecleo las instrucciones necesarias en un absurdo y ultramoderno ordenador que se encuentra en el asiento de podrido tapizado.
Ahora el caza, parece rascar el suelo en algunos momentos, cuando en la lejanía, la distancia entre el suelo y el aparato es inexistente.
Se pueden escuchar las lejanas ondas sónicas rotas. La bestia lanza un grito de guerra sangrante levantando breves estelas de polvo. No tiene bastante con mostrar su vida en el cielo.
El radar del ordenador ya no lo detecta y el momento del disparo queda a merced de un hombre sin estela.
Presiono el “enter” para realizar el disparo.
El calor del propulsor es abrasador, dura un instante pero; la piel y la ropa conservan ese ardor como algo valioso. Si pudiera crear una estela la mitad de intensa que el calor de mi piel la podría admirar por fin.
Si tuviera esa capacidad…
Puedo ver entre el fuselaje del caza los mortíferos cohetes destructores de cabañas de adobe y paja.
Y el misil, pequeño y creando una discreta estela, se dirige a su encuentro. Parece desearlo.
El piloto vira demasiado tarde y el misil seguidor de calóricas estelas impacta en la panza de la nave. La explosión envuelve al piloto en el aire; ha tardado demasiado en eyectar de la carlinga. Tal vez miraba atrás, admiraba su estela, como yo.
Y ahora me siento importante.
Porque es algo comprobado en la praxis habitual que sólo algo importante es capaz de destruir a la importancia misma. Da igual que haya sido suerte. Nunca he disfrutado de la suerte; sólo de una voluntad agotadora.
No puedo crear estelas ni en el cielo ni en la tierra, ergo no tengo de que admirarme.
Sólo la alegría de la destrucción que he creado disminuye y aplaca esta sensación de intrascendencia.
Fútil y efímero…
No emprendo el camino hacia la base hasta que se ha borrado el último vestigio de la estela. Parece resistir una eternidad, es un tatuaje…
Si ahora me mataran, moriría pensando que he fracasado con mi misión.
No es sólo el caza; es su estela mi enemigo, la que me humilla.
Y este calor…
Le dispararía al sol.
Y a Dios.
Iconoclasta
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