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13 de agosto de 2011

Un muerto y un cínico



Entran marido y esposa en el tanatorio, el tío de la mujer ha muerto tras seis meses de cáncer de estómago.
El marido camina quedándose atrás, es lento caminando y más cuando no se siente especialmente afectado por la muerte de alguien.
Tiene ganas de fumar apenas ha cruzado la puerta del teatro de los plañideros (aunque puede reconocer que alguien llora por verdadero amor a su o sus muertos).
La familia se encuentra. La esposa habla con todos y especialmente con los hijos del muerto. Hablan tanto que siente dolor de cabeza y no quiere estar ahí, es aburrido, es más de lo mismo.
El marido se apoya en una pared y prefiere evitarse el espectáculo de: a ver quien llora más y quien ama más al muerto que nadie.
En los tanatorios las paredes suelen estar revestidas de mármol. Es bueno porque alivia el calor. No es por otra cosa, porque los muertos tienen una toma de aire acondicionado directa para que no se pudran ante los ojos de quienes le lloran con demasiada rapidez. La espalda del hombre cínico agradece esa frialdad aunque sea mortal. Piensa que él también puede matar, es un derecho que todos tenemos.
El hombre, apoyado en una pared de la sala de duelos, espera que se estropee el aire acondicionado. Se sonríe y recuerda que ha de fumar.
Se dirige a la salida y procura pasar lejos del corrillo donde su mujer habla y habla con los ojos rojos. Piensa el cínico que tal vez algo quería a su tío, todo puede ocurrir.
La mujer lo intercepta y lo llama.
—Ahí está mi tía, salúdala, por favor —le dice en voz baja, confidencialmente.
No responde y con malos modos da media vuelta para dirigirse a la reciente viuda.
—La acompaño en el sentimiento.
—Gracias, él te apreciaba mucho.
“Y una mierda”, piensa el hombre cínico. A ese hombre solo lo vio tres veces en veinte años y le parecía un patán de esos que se pasan toda la puta vida trabajando en su casa para sentarse por las noches a ver su mierda de televisión super-grande bebiendo cerveza barata. Un mediocre sin más importancia. Mueren muchos de ellos.
—Si quieres puedes pasar a verlo, lo han dejado muy guapo.
—Con su permiso —respondió entrando en el velatorio.
El ataúd era de madera clara y ocupaba casi todo el estrecho habitáculo. Un candelabro de pie en cada esquina de la habitación perfumaba el ambiente muy frío con unos cirios blancos y ya casi agotados.
La luz fría de un fluorescente empotrado en el techo no aportaba demasiada calidez y dificultaba la visión de las tres personas más que rezaban ante el ataúd.
No les saludó.
Cuando se asomó por encima del ataúd, pudo apreciar que había una tapa de zinc con una mirilla de vidrio sucio que dejaba ver la cara del muerto. Tampoco era algo que le emocionara mucho observar la cara de un muerto; pero ya que estaba allí no se iba a ir con la curiosidad.
Casi da un silbido al ver el rostro del muerto. Era un hombre de cincuenta y nueve años y parecía tener ochenta.
Lo conoció cuando pesaba más de cien kilos. Y algo más pesaba un año atrás cuando se lo encontró en la calle y se saludaron. Aquel rostro era de un tipo que se había quedado en cincuenta kilos. El cuello de la camisa permitía el paso de un puño entre la tela y la nuez. El cáncer lo había consumido como si fuera tabaco seco.
Un reflejo no le dejaba observar con detalle la cara e hizo pantalla con las manos: la boca se había hecho enorme, la nariz espantosamente grande y las orejas parecían pequeñas sábanas. Sus dientes asomaban por entre los labios arrugados y algo le decía que en el momento que sacaran la tapa de zinc, los operarios irían bien preparados con unas buenas mascarillas.
Una mujer joven lo miraba casi con admiración, pensaba que estaba diciéndole alguna intimidad al muerto.
El hombre cínico pasó la mano por encima del vidrio para borrar el vaho que había dejado. La mujer que lo observaba sonrió con ternura ante lo que ella creía que era una caricia de despedida. Se acercó a él.
—Yo era muy amiga de su hija y lo conocía desde pequeña. Si gusta, puede dejar una frase en el libro que hay a la entrada.
—Gracias, lo haré.
El hombre cínico salió del velatorio y abrió el libro de condolencias.
Escribió: Serenidad es un buen lugar, nos veremos allí.
No creía en toda esa mierda de la serenidad, el descanso eterno y los encuentros tras la muerte; pero se le daba bien escribir.
Firmó orgulloso de su regalo al muerto y salió con prisa de la sala de duelos para fumar.
Alguien le dijo que lo sentía, él dijo que también sin saber a quién.
“La peña tiene ganas hasta de dar el pésame por el simple gusto de socializar. Qué mierda”, pensó.
A través de las vidrieras podía ver como su esposa hablaba con unos y con otros.
Le hubiera gustado más asistir a la cremación del cadáver, aquello era muy aburrido.


Iconoclasta

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