No sé nada e imagino tantas cosas que es imposible sacar una conclusión sensata. Nunca le he expresado a ninguna mujer mi amor.
He esperado años y pensado que me equivocaba, que tenía que vencer esta vergüenza. Esta timidez asfixiante.
Pero no he estado equivocado, esta es la prueba: ha llegado el momento idóneo.
Puede ser que con tantos años de desearla, haya vencido mi patológica timidez.
Ya han pasado cinco años desde aquel día en el que a través de la ventana de un café la vi dar una patada furiosa al suelo, no conseguía encender el cigarrillo.
El viento de aquel 26 de Abril del 2001 le elevaba el faldón abierto del vestido largo con dibujos de diminutas flores amarillas sobre un crudo liviano. Con la otra mano luchaba por no enseñar más allá de las rodillas.
Estaba encantadora, me enamoré de ella y me sentí desgraciado por mi soledad milenaria.
Sé perfectamente el día porque lo apunté en mi diario, un diario en el que sólo apunto los hechos más trascendentes y agradables.
Más que un diario, es un cuaderno de efemérides; pasan meses y meses antes de que pueda anotar algo digno de atención.
Esta timidez me ha convertido en un hombre tranquilo que no precisa demasiada atención de nadie.
Lanzó el cigarrillo sin encender al suelo y entró en la panadería. Sonreía con Rosa la panadera mientras le servía lo que pedía.
Creo que me pareció oír la risa de aquella mujer de vestido largo.
Miré mi café, mis dedos amarillentos por el tabaco y sonreí sin darme cuenta. Yo compraba en esa panadería y comencé a pensar e imaginar que pudiera ser capaz de hablarle y atraer su atención. Cuando pagué el café, ya se había disipado esa ilusión y tomé conciencia de nuevo de mis limitaciones. Todo aquel sufrimiento de la adolescencia ya pasó, ahora mantengo un amargo cinismo.
Pasaron dos días desde que la vi por primera vez. Volvió a entrar en la panadería.
Soy un solitario con mucho tiempo libre y me acostumbré a tomar un café en el mismo lugar y hora por verla aparecer. Siempre entre las seis y seis y cuarto de la tarde, en algunas ocasiones compraba bollería y podía observarla algún minuto más.
Los días en los que aparecía eran los lunes, jueves y viernes.
A los cuatro meses me atreví a acercarme más a ella. La panadera me conoce de hace muchos años. Cuando ella entró me apresuré a salir del bar, cruzar la calle y entrar en la panadería tras ella.
Esperaba a que una mujer acabara de buscar unas monedas para hacer su pedido a Rosa.
-¡Asquerosas tardes!-saludé con voz bien alta e indisimuladamente seria.
Rosa lanzó una breve risotada.
-Buenas tardes, Andrés. Siempre tan educado.
-Siempre, Rosa.
Ella se giró hacia mí con una sonrisa cordial y enrojecí al instante. Me sentí incómodo y no fui capaz de seguir con algún comentario ingenioso.
-¿Dos de cuarto, Susi?
-Sí, y media docena de magdalenas.
Apunté el nombre de Susi en mi diario como un hecho agradable y extraordinario.
Su pelo es castaño, apenas le llega a los hombros. No es delgada ni gorda. A mí me parece exuberante y proporcionada. Sus pechos se mueven ostentosamente cuando camina. Ahora debe tener unos 35 años y yo 55. Otro motivo más para no expresarle mis sentimientos, por lo menos hasta ahora.
Mi madre siempre decía que yo era un tío guapo, que me las iba a llevar de calle. Rosa la panadera no se explica “como un tiarro como tú no está pillado”.
Ya no me creo eso de que estoy bien. Mi madre murió hace 16 años y yo dejé entonces de creer en lo que decía sobre mi físico.
Desde aquella tarde en la panadería comenzamos a saludarnos como vecinos cuando nos cruzábamos por las calles.
Me acostumbré a pasear por las calles que con el tiempo deduje que ella frecuentaba.
Alguna vez se me iba la mirada hacia sus pechos que deliberadamente mantenía erguidos y libres. Y la saludaba avegonzado sin mirarla a los ojos.
Nunca me atreví a decir más que “hola” o “buenas”.
Cuando me cruzaba con ella me ardían hasta las orejas.
Algún día no me devolvía el saludo; estaba de malhumor, lo comprendía. Cada cual piensa en sus cosas y no tiene porque estar pendiente de nadie.
Ahora sí podría invitarla a un café y explicarle que llevo cinco años enamorado de ella. Es un amor tranquilo basado en la creencia de que no accederá a entablar una relación conmigo. Ya soy mayor para tener esperanzas adolescentes. Y sin embargo, me he obligado a mantener una débil esperanza. Tan débil que sin ella sería un cadáver sin más pretensiones en la vida.
Hace diez meses desapareció durante casi doce semanas. No me cruzaba con ella, no la encontraba en la panadería.
Me sentía aterrorizado, temía que se hubiera mudado a alguna otra parte. Me maldije por mi maldita espera, llegué tarde.
Pero uno de esos días, al comprar el pan, le pregunté a Rosa:
-¿Qué ha sido de esa chica alta? De ¿Susi? Hace mucho que no se la ve por aquí.
-Tiene diabetes, la han ingresado ya tres veces de urgencia. Me ha dicho una vecina suya que lo está pasando muy mal. Su madre ha tenido que mudarse a su piso para cuidarla.
-Si la ves deséale que se mejore de mi parte, Rosa.
-Se lo diré Andrés.
Apunté la enfermedad de Susi como un hecho extraordinario y agradable en mi diario, algo feliz. No se había marchado, simplemente estaba enferma.
Y por fin, hace tres meses, la volví a encontrar en la panadería. Un poco más delgada, el pelo recogido y los hombros imperceptiblemente caídos, no mantenía los pechos erguidos. Usaba gafas de sol y no pude apreciar sus hermosos ojos azules.
Saltaba a la vista que había pasado un mal trago.
-¿Cómo te encuentras? Rosa me explicó que has estado enferma.
Me miró a través de sus gafas, muy seria. Me reconoció e intentó esbozar una sonrisa.
-Diabetes. Ahora ya me encuentro estable; controlo el azúcar cada 6 horas y me tengo que inyectar insulina. Es horroroso.
-Lo lamento, pero lo importante es que se te ve bien. Que te estás recuperando. Me he alegrado de verte de nuevo.
-Gracias.-y se giró para pedirle a Rosa lo que quería comprar.
Cuando Susi salió, Rosa atendió a un viejo y una niña.
-Se está quedando ciega, pobre chica. Apenas ve ya. Me ha dicho que en pocos meses perderá lo que le queda de visión.-me explicó en susurros cuando me tocó el turno.
-¡Qué mierda! ¡Qué putada!
-Qué le vamos a hacer… ¿Qué quieres, Andrés?
Han pasado los meses y Susi está ciega. Ahora observo el bamboleo de sus pechos sin ningún pudor.
Durante unas semanas, su madre la guiaba y acompañaba.
De repente un día la vi sola, caminaba moviendo su bastón con pasos cortos y cautos. Muy concentrada.
Había recuperado su figura y se había recortado el pelo. Estaba hermosa.
Escribí en mi diario como un hecho extraordinario y agradable: “Gracias a Dios, se ha quedado ciega. Susi no me avergonzará con sus hermosos ojos mirando directamente a los míos.”
Mañana hablaré con ella, la invitaré a un café y le diré lo que siento, lo enamorado que estoy de ella desde hace años, sin que su mirada me haga bajar la cabeza. Sin que me arda la cara.
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Susi no ha accedido a que la invite a tomar algo en el café. Me ha apremiado para que le hablara en la misma calle, en la misma avenida donde la he encontrado. Rodeados de gente que anda, que nos sortea o nos mira con curiosidad. El sol me deslumbraba cuando miraba sus ocultos ojos tras las gafas. Y sudaba copiosamente.
Cuando ha entendido lo que le estaba confesando, no me ha dejado acabar de hablar. Me ha hecho ver que es ciega y que aún no lo ha asimilado. Me ha llamado estúpido y aprovechado en un arranque de cólera que jamás hubiera imaginado. Algún viejo imbécil ha detenido su camino para escuchar la conversación. Las palabras airadas y casi gritadas de Susi.
No he sido capaz de abrir la boca para excusarme. Y tras llamarme capullo, ha seguido su camino golpeando nerviosamente el suelo con su bastón.
He apuntado este hecho por ser trascendente porque de agradable no tiene nada.
Cuando ha entendido lo que le estaba confesando, no me ha dejado acabar de hablar. Me ha hecho ver que es ciega y que aún no lo ha asimilado. Me ha llamado estúpido y aprovechado en un arranque de cólera que jamás hubiera imaginado. Algún viejo imbécil ha detenido su camino para escuchar la conversación. Las palabras airadas y casi gritadas de Susi.
No he sido capaz de abrir la boca para excusarme. Y tras llamarme capullo, ha seguido su camino golpeando nerviosamente el suelo con su bastón.
He apuntado este hecho por ser trascendente porque de agradable no tiene nada.
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No pude dormir en una semana, sus palabras y su enojo no se me quitaban de la cabeza.
Sigo enamorado. Volveré a intentar hablar con ella, pero he de esperar el momento adecuado. Aunque pasen otros cinco años.
Ahora mi esperanza se centra en que si Dios quiere, a Susi se le desarrolle un cáncer de laringe.
Que le deban extirpar la laringe y las cuerdas vocales para que se quede muda.
Cuando no pueda hablar, le susurraré mi amor al oído al cruzarme con ella. Le haré mis confidencias de amor inquebrantable.
Y no podrá avergonzarme con sus palabras, sus hermosos y carnosos labios no emitirán más que sonidos desagradables que estoy seguro de que ella no querrá emitir.
No sentiré arder todo mi cuerpo con un rubor crematorio.
No perderé la pequeña esperanza de abrazarla. De que se quede muda; aunque pasen diez años más.
Mi amor es tranquilo y sereno, conozco mis limitaciones.
Iconoclasta
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