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29 de septiembre de 2005

Alaridos

Un alarido, si se emite con fuerza y pasión es algo desgarrador para el emisor y para los receptores.
No requiere uno cumplir unas especiales condiciones para ser graduado en alaridos; en absoluto. Y por lo general, cuanto más duro y fuerte es un individuo más desgarrador es su alarido.
¿Y para qué quisiéramos en un momento dado proferir un alarido? Hay momentos en la vida que lo único que está en nuestras manos es gritar. Nuestra única opción.
Cuando el destino golpea fuerte debemos gritar y que todo el planeta sepa que estamos siendo ofendidos. Agredidos.
Sufrimos dolor y hartazgo, y alardeamos de pulmones.
Con ello conseguiremos que se alejen de nosotros muchos seres, los más cobardes normalmente; que mantengan una buena distancia para dejarnos aire que respirar y lanzar nuestro vómito de angustias y miserias y así tener una idea de la cantidad expulsada, de su alcance sin tener que pensar si los zapatos sucios estaban en ese lugar o se han movido.
Una vez lanzado el alarido nos altera a nosotros mismos, los autores. Porque oímos nuestra angustia desde el exterior y adquiere tanto dramatismo lo que sentimos, que pone en jaque la cordura.
Una vez que uno se ha liberado del grito y es consciente de la carga de dolor y miseria que lleva en su interior, el resto es fácil. Uno se siente motivado para subir al tejado del edificio de una avenida céntrica, con un rifle de largo alcance y disparar al azar contra la gente que anda allá abajo.

Al azar, cerrando incluso los ojos para luego jugar a ¿Dónde está Wally? pero con heridos o cadáveres.
Es decir, comportarse como el destino se ha comportado con nosotros: MAL.
Muchos de los francotiradores más famosos, minutos antes de matar, lanzaron un alarido más fuerte que el sonido de sus propios disparos.
"No es justo pero; es lo que hay"
¿Verdad que esa frase la hemos oído hasta la saciedad en bocas ajenas?
"Pues es lo que hay: una bala en su pecho"
Podemos responder con esa cordura en peligroso jaque tras el alarido.
Víctimas... Unas víctimas victimizan a otras y el planeta sigue orbitando y rotando normalmente sin sentirse demasiado interesado en los muertos.
Ni en los vivos.
Si somos prescindibles para el mundo, ellos también. Que nadie se sobrevalore demasiado, que le pegamos un tiro.
Ningún ser que escuche su propio grito puede quedarse quieto, estático. O no debería.
Sé de una mujer que lanzó un alarido al mundo. Fue desgarrador, hasta las cebras se dieron cuenta de que algo olía a podrido en Dinamarca y sus orejas se movieron nerviosas olvidándose de pastar durante el tiempo que retumbó el eco en la remota sabana.
Su grado en el alaridómetro alcanzó un 9,8 y el máximo de la escala está en 12.
Por encima de 10 se considera insania y por lo tanto es patológico.
Por debajo de 10 los alaridos suelen considerarse justos y lógicos.
Sangraron las venas de su laringe pero; no hizo nada más. No golpeó, ni escupió, ni blasfemó, ni deseó muerte alguna.
Quedose quieta y recuperando el aliento tras el esfuerzo. Escupiendo sangre y limpiándose la barbilla.
No hubo ostentación de ira. El corrillo de gente se disolvió y pensaron que fue un simple ataque epiléptico.
Y se dirigió a casa creyendo que se había desahogado.
Y cuando llegó a su hogar, aquella ira remanente, la fue minando con más fuerza rápida y eficazmente frente al espejo del lavabo donde observaba su rostro extraño, ajeno a ella.
Estaba harta de dar tanto amor y sacrificarse por hijos, marido y padres. Era injusto, se hacía vieja entre atenciones a otros y para ella no quedaba más que una cara que a veces parecía deformarse en el espejo. Que perdía sus rasgos y la ocupaban los de sus amados seres.
Y cuando todos esos rasgos familiares desaparecían, el reflejo le devolvía arrugas, juventud perdida; demasiado tarde para recuperar tantos años desperdiciados sin apenas disfrutar, sin recibir nada lo suficientemente importante a cambio. En algún momento se olvidó de pensar en si misma, hasta hoy.
Y no le dio tiempo a bajar a la calle para acabar lo que comenzó, ni de golpear o romper algo; la ira se transformó en un profundo abatimiento y éste se convirtió en un febril movimiento neuronal en su cabeza buscando tiempo, deseando comenzar en aquel punto en el que se olvidó de si misma.
Y la presión de aquella búsqueda mutó en una aguja.
Una aguja en el cerebro.
En una arteria que se rompió y anegó el cerebro en sangre.
Un charco rojo en el torbellino de errores, de cosas por hacer.
En un mudo grito frente al espejo, los ojos muy abiertos por un dolor inconmensurable, del atroz terror de ver que su cara era la de la muerte. Y la muerte velando de repente el húmedo brillo de sus ojos.
Aún pudo oír el golpe que dio su cabeza al estrellarse contra el suelo.
Fue mucho más potente su alarido.
Y las cebras siguieron pastando como si nada hubiera pasado. Porque no llegan a la sabana los ecos de un cabeza estrellándose contra el suelo.


Iconoclasta

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