El amor pareciera, al igual que los aparatos electrónicos, que tiene una obsolescencia programada.
El romanticismo y la euforia sexual iniciales durante el enamoramiento, nos lleva a jurar un “amor eterno” como cotorras durante semanas. En la práctica sólo los hijos disfrutan de un cariño eterno, el de sus progenitores.
Y es un alivio la elevada mortalidad del amor, porque nos da la esperanza de volver a experimentar la pasión del descubrimiento.
Un amor eterno, de existir alguno, es como una bendición: una pesada carga que hace los días peligrosa y adocenadamente iguales.
Días asépticos de más de lo mismo.
Así que ocurre con el amor como con los reyes que afortunadamente mueren:
¡El amor ha muerto! ¡Que viva el amor!
Además, el amor nace directamente en los órganos sexuales y poliniza o parasita (es subjetivo) el cerebro. Al final, tampoco es algo tan místico como para lanzar cohetes con trueno final, palmera multicolor y lluvia de estrellas crepitantes.
Es noventa por ciento carnal y está sujeto a las normales degradaciones de la carne y sus inapetencias.
Iconoclasta