En la plaza de la Concordia un hombre alzó una mano al
reconocer a un amigo a pesar de la mascarilla y un sol cegador.
- ¡Hombre, Ramón! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo está la familia?
- ¡Hola, Esteban! Sí que hace tiempo, amigo. Pues la
familia, gracias a dios, todos muertos: los dos gemelos, la niña y mi mujer.
Los hombres se quitaron de la boca las mascarillas
dejándolas colgadas de una oreja. Ramón alzó el codo para rozarlo con el de
Esteban.
- ¡Qué bien! A mí aún me queda el pequeño Iván, tiene seis
años. Si hay suerte, se me muere en cinco días, a más tardar empezando la
semana que viene. Ya habrá expulsado todo el cerebro por la nariz para
entonces. Y según qué zona escupe, tengo que sedarlo fuertemente porque le dan
locuras. Tengo unas ganas de que pase todo y descansar… -suspiró Esteban.
-La última en morir fue mi esposa, hará tres semanas. Tenía
la piel del revés y no podía soportar el dolor, ningún medicamente la calmaba
-respondió Ramón.
- ¡Pobre Elvira! ¿Y tú cómo andas, amigo?
-Pues de camino a la planta incineradora ya. Anteayer cagué
un trozo de mi intestino; estaba podrido.
- ¿Y cuándo te mueres? -preguntó con pesar Esteban.
-Posiblemente mañana a la noche, en la madrugada de pasado
mañana a más tardar. La septicemia se ha extendido a todos los órganos. Incluso
estornudo pus; pero cuéntame de ti.
-Pues no tengo previsto morir esta semana. Hace cuatro días
vomité un pulmón que se desprendió y los médicos dicen que con el que me queda
puedo ir tirando porque se ve bastante sano. Y bueno, unos gusanos de la carne
me comieron los dedos de los pies mientras dormía; pero me desinfectaron los
muñones y a seguir trabajando, hasta que toque.
Ramón asintió con la cabeza:
-Pues sí, no hay otra -concluyó.
Mientras se colocaban de nuevo las mascarillas, Esteban
sonrió.
-Qué puta costumbre con la dichosa mascarilla ¿eh?
-Y que lo digas. Desde el verano del dos mil veinte que mis
padres nos obligaban a llevarla incluso en casa, ya no puedo salir a la calle
sin ella. Y mira que han pasado treinta años.
- A mí me pasa igual. Si es que somos burros de costumbre.
Nos vamos a morir mañana y seguimos con el bozal aunque no sirva “pa ná”
-respondió divertido Esteban.
- Ya sabes, pasa como con la navidad, ni crees, ni la
sientes; pero la celebras.
Ramón, de nuevo, alzó el codo para despedirse de Esteban.
- ¡Venga esa mano, hombre! -le espetó Esteban con ánimo.
- No es por tradición, Esteban, me he despertado esta mañana
con todos los dedos rotos.
-Espero que te mueras pronto, amigo mío -le dijo con
tristeza.
-Igualmente, amigo.
Se frotaron los codos y cada uno siguió su camino.
Ramón caminó un par de manzanas hacia el supermercado y de
pronto sintió una viscosa y caliente humedad en el ano. Una gran cantidad de
sangre manó por el pantalón y las piernas. Se estaba desangrando. La brigada de
limpieza lo recogió del suelo, aún vivo.
Cuando lo vertieron por la tolva del horno de la planta
incineradora, se ajustó la mascarilla para morir decentemente según es
tradicional.
Iconoclasta
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