Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
29 de septiembre de 2011
Algo de ejercicio
Abdominales, pesas, bicicleta.
Algo de ejercicio por la mañana, en la soledad de la mañana.
Tengo sed. Me canso.
Los brazos tiemblan, la espalda no se relaja.
Sudo.
Los cuádriceps hacen de mis piernas dos troncos palpitantes.
Y no es suficiente.
Mi rabo no se da por enterado y está duro.
Soy un hombre y la amo, hasta aquí todo parece normal.
La amo con todos mis músculos cansados. Es una luz que no se apaga en mi minúsculo cerebro.
Suelo pensar que soy idiota, porque toda la sangre se la lleva mi polla dejando seco el cerebro.
Pullover: doce kilos que elevo con los brazos por encima del pecho y hago descender por debajo de la cabeza estirado en el banco.
Las costillas están oprimidas, el abdomen tenso.
No me concentro porque mi pene, el que me hace idiota, exige alojarse en su boca, en ese mismo ejercicio. Y exige el roce con su minúscula tanga que se hunde en su sexo, como si lo hiriera.
Escupo saliva ¿por el esfuerzo o por la excitación? No lo sé, mi pene habla.
Si mi reina estuviera aquí, ahora, se sentaría clavada en mí, y no dejaría caer las pesas. Soportaría como un macho la presión salvaje de su coño atenazando mi miembro.
Con los putos pectorales tensos.
Y como un crucificado, me sentiría asfixiar.
No tengo el control. Por mucha disciplina, por mucho ejercicio diario que haga; no puedo erradicar su imagen cuando duerme; cuando abuso de su inconsciencia y meto los dedos en su raja. Cuando exprimo el pezón que asoma por encima de su blusa con los labios.
Apertura de brazos con mancuernas: extiendo los brazos semiflexionados para que mis pectorales de contraídos pezones se tensen, se rasguen; para que reviente el corazón si es necesario. Si puede…
Necesito que se extienda encima de mí, necesito que aplaste sus pechos en el mío y que mi pene recio se aloje y se frote entre sus muslos.
Dejo caer las mancuernas. No tengo el control, ni siquiera voluntad.
Bajo el pantalón y atenazo con fuerza el indómito rabo que supura ya viscosidades ignominiosas.
Lo maltrato hasta que mis cargados testículos duelen.
No hago caso de ese estímulo, el dolor no es suficientemente fuerte para que mi polla se rinda. La boca de mi reina amada enmudece mis gemidos y acompaña mi mano en el furioso vaivén del puño. Mete la lengua entre mis labios cuando mi pene es una fuente caliente que inunda el ombligo y el vientre de semen.
No está, estoy solo. Quedan unas horas para que vuelva.
Ya no oigo mis jadeos, la casa está silenciosa y fría.
El esperma se ha enfriado en mi piel y lo extiendo pensando en ella. Soy un hombre cansado, satisfecho, un bulto que respira, una conciencia perdida en un limbo... No sé bien que soy ahora.
El pene descansa lacio, aún palpita. Mi reina debe estar sonriendo.
Quedan cuatro series por hacer: bíceps y hombros.
Tengo que darme prisa ahora que la sangre llega a mi cerebro.
Ahora que la bestia está dormida.
Cuento cada repetición con la serenidad de un amor sereno, de un amor armónico; puedo evocar sus palabras y tengo memoria de los momentos vividos.
Ahora que mi polla está agotada y mis músculos obedecen a mi voluntad no soy idiota. No soy irracional.
No es cierto, no se cumple la premisa mens sana in corpore sano. No en mí.
Soy un cuerpo sano con esquizofrenia de amor y deseo.
No tengo el control.
No lo necesito.
Algo de ejercicio no puede hacer daño.
Mañana músculos dorsales y un beso negro…
La bestia despierta.
Es incansable.
Iconoclasta
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