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Este capítulo es algo especial, no literariamente hablando, ni siquiera es literatura.
Tiene de especial que un auténtico experto en música, ha elegido para este capítulo una canción desquiciante-acojonante de Neurosis.
Guille, el autor del blog de la Comunidad El País: Camanduleo en Londres "El blog de la locura", ha sido quien ha dedicado con generosidad su tiempo para elegir la banda sonora de este relato tras leer todo este chorro de bestialidades.Así que por primera vez, un capítulo de 666, se acompañará de música, cosa que no podría haber hecho jamás sin nuestro querido Guille.
Su blog es imprescindible, tanto en música como en crítica feroz, incluso voraz.
De Hurano, tampoco me olvido, que también ha discutido lo suyo con Guille.
Así, que gracias a estos dos gigantes de La Comunidad El País, tenemos una música tan irritante como el propio 666.
Os deseo buen sexo, amigos.
La sala de espera del consultorio de medicina general se encontraba repleta de gente, y todos eran ancianos, algunos soportaban con una mirada apática y aburrida los juegos de los nietos que tenían que llevar consigo.
Esperaban con expectación y nerviosismo que la enfermera apareciera por la puerta cerrada de la consulta del médico y gritara sus nombres.
Necesitaban que el médico les dijera que estaban sanos.
La enfermera recepcionista de la segunda planta atendía a un viejo matrimonio que acudía para que se les recetara sus medicamentos habituales.
—Esperen en la sala, frente a la consulta siete —les explicó la enfermera leyendo la citación.
Os tengo tanto asco, os odio tanto que no hay medida alguna en mis actos contra vosotros. Quiero veros vomitar sangre y sólo así se me pone dura.
He arrancado el feto a una madre desgarrando su vientre con un destornillador y lo he lanzado contra el suelo aplastando su cuerpo.
Los viejos anduvieron con los pies muy juntos hasta llegar a un banco frente a la consulta que les había indicado la recepcionista.
Muchas personas y sobre todo los viejos, son incapaces de descifrar lo que leen. Necesitan que otra voz con autoridad les diga lo que han de hacer, que les explique lo que han leído y no han sido capaces de comprender.
Un hombre corpulento, con pantalones de loneta caqui y una ancha camisa de lino color beige, ocupó el puesto del matrimonio frente a la mesa de la recepcionista dejando una gran bolsa de deporte en el suelo.
—Busca al médico más ocupado de todas las consultas y pídele que llame al paciente Julio Nerón Agripa. Pídeselo como un favor urgente, ya que es tu sobrino. Y no aceptes a nadie más para su consulta. No le pases ninguna llamada.
La voz del hombre pareció taladrar el cerebro de la mujer, se le abrió la boca involuntariamente y una gota de saliva se le escapó del labio inferior para caer en el listado de pacientes que tenía aún entre las manos. Sus ojos estaban brillantes y dilatados de puro terror. Cogió el auricular del teléfono sin apartar la vista del tatuaje que aquel hombre tenía en la parte interior del antebrazo derecho: 666 en números rojos que parecían deshacerse en sangre.
Lloraba y gritaba por dentro, la invasión de su mente era lo más terrorífico que jamás había sentido y las náuseas... Tenía miedo de morir y era fácil que así ocurriera. Tecleó una extensión.
He descuartizado a la mujer delante del esposo y le he metido en la boca los ovarios de su amada.
Me he masturbado ante la puta que agoniza de sida y he manchado sus cuarteados labios con mi negro semen, le he metido un billete en el coño.
—¿Nando? Hazme un favor, mi sobrino necesita que le eches un vistazo al oído derecho, parece una otitis media. ¿Lo puedes llamar ahora a consulta? Se llama Julio Nerón —contra lo que ella esperaba, sus palabras surgieron de su boca dinámicas y joviales. Como si sus labios no supieran que su cerebro estaba atrapado por otro ser, que su pensamiento había sido relegado a un rincón de su cráneo y que no podía hacer otra cosa que llorar y gritar en lo más profundo de si misma.
—Ahora mismo lo llamo Elvira, no hay problema.
El hombre acercó su rostro al suyo y olió su aliento fétido de podredumbre; si su cuerpo hubiera estado bajo su control, hubiera vomitado.
—Y ahora escúchame bien, primate de mierda. Contesta tú todas las llamadas, no desvíes ninguna a ningún médico y cierra la puerta de entrada a la sala; que no entre ni salga nadie. Tal vez quedes viva para contar lo que aquí va a ocurrir, pero no te fíes. Cuando vuestra sangre me cubre, la ira me lleva y no puedo dejar de asesinaros y cazaros.
Dicho esto, el hombre cogió una mano de la mujer entre las suyas y le dobló los dedos índice y anular hacia el dorso de la mano, hasta que estos se descoyuntaron con un crujido incómodo hasta para 666.
Y cada muerte, cada lágrima de primate, me sigue excitando como el primer día en el que me creé a mí mismo. El día en el que ese Dios enfermo y afeminado, me creó como ángel, cometió su mayor error.
Siento tanto asco hacia vuestra piel, que necesito abrirla para que la sangre la cubra y disimule su mantecoso y repelente tacto. Vuestro cuerpo es como el de las sanguijuelas.
Aunque la enfermera creía estar aullando de dolor, su rostro se mostraba sonriente y cordial. Tal vez un pequeño brillo de locura delataba que dentro de aquel cuerpo, no funcionaban las cosas como deberían.
—No luches contra mí, no puedes hacer nada para evadirte de mi volición divina y cruel. Relájate, disfruta del miedo. O tu corazón reventará por la presión. Mi presión.
Soltó su mano.
—Y ahora, haz lo que te he dicho.
La enfermera se dirigió a la entrada de la sala y cerró la puerta, metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un llavero. Cerró con dos vueltas de llave sin que nadie le prestara atención.
Había demasiada algarabía de voces, los pacientes intentaban contenerse; pero el murmullo colectivo era como el ruido de las abejas en una colmena. Hiriente y penetrante.
Volvió a su puesto de trabajo y comenzó a teclear en el ordenador con total normalidad, salvo que la mano derecha se encontraba en su regazo, con los dedos tan hinchados, que apenas podía moverlos.
—¡Sr. Julio Nerón! —el doctor Fernando llamó desde la puerta de su consulta.
Acabo de visitar un consultorio médico, me he sentido atraído por el fuerte olor genital viejo y el ruido de patas arrastradas de los primates en su caminar en grandes grupos hacia el edificio. Los he seguido, me he infectado del olor nauseabundo de su vejez y de sus ineficaces cerebros. De sus miedos añosos que están incrustados en sus articulaciones achacosas.
666 se dirigió a la consulta con la enorme bolsa de deporte, parecía ligera a juzgar por el caminar seguro y derecho del portador; sin embargo, las asas se encontraban tensas y las costuras parecían estar a punto de rasgarse por el peso.
Cuando 666 entró en la consulta, el médico ya se encontraba sentado en su mesa y tecleando el nombre del paciente en el ordenador.
—Siéntese, Julio. Elvira me ha comentado que tiene algún problema con el oído derecho.
—El problema, Nando, es que las voces de los primates no callan nunca, siempre hay un lugar en el planeta en el que hablan, nunca duerme el planeta al mismo tiempo. Es una maldición de la que no puedo escapar. Cada día me siento invadido por vosotros. Cada día vuestras voces interfieren mi pensamiento. Si no es en Europa, es en Australia; pero no he conocido un solo día de silencio en mis millones de años de vida.
El médico parpadeó mirándolo fijamente sin acabar de entender que significaba, y sin apenas darse cuenta, se encontró con una masiva hemorragia de sangre justo por encima del cuello de su camisa. Sintió los pulmones llenarse con la sangre de las venas seccionadas en el cuello y su cabeza cayó encima del teclado. Sus pies repiquetearon unos instantes con vanos esfuerzos por aspirar aire.
666 clavó el cuchillo en la nuca y el médico dejó de moverse, la consulta disponía de un pequeño balconcito, abrió la puerta y sacó el cadáver fuera.
Los viejos son plaga en este edificio, los primates canos esperan agrupados en una sala llena de bancos frente a las puertas de las consultas que tienen asignadas.
Limpió la sangre con la sábana de la camilla, se puso una bata blanca que colgaba de una percha en la puerta y cogió el listado de pacientes. Abrió la puerta de la consulta y llamó al siguiente paciente.
—¿Ludmila Herguenstein?
—¡Yo! –dijo una vieja septuagenaria con el pelo teñido de un escandaloso color violeta y lagunas de calvicie que intentaba ocultar con aquel cabello escaso moldeado como una nube de algodón.
La vieja vestía un conjunto tejano demasiado juvenil para su cuerpo arrugado.
—Dígame Ludmila, ¿qué le ocurre?
—¿Y el doctor Fernando?
—Se ha sentido indispuesto. Soy su suplente.
—No lo he visto salir y eso que hace unos minutos, ha llamado a un paciente...
—Ha salido por la puerta de interconsultas —respondió casi con paciencia señalando una de las puertas laterales que unían las consultas para uso del personal sanitario—. Y ahora, usted dirá...
—Son estos dolores de cabeza que no me dejan ni dormir. Le traigo la receta que el doctor Fernando me hizo para la migraña. Necesitaría más pastillas.
—Siéntese en la camilla, le tomaré la tensión.
Viejos monos cansados y decepcionantemente sanos que sólo acuden al médico para pasar el rato. Y por un miedo que huele mal y que llevan impregnado en sus apergaminadas pieles.
Si el médico les dice que están sanos, los primates viejos se sienten sanos.
Primates canos de lacios y amorfos penes y coños: os mataré a todos.
666 se levantó de su asiento antes que la mujer y cortó un largo trozo de sábana de papel del soporte portarrollos para extenderla en la camilla.
La mujer se quitó la cazadora tejana y se estiró en la camilla arremangándose la manga izquierda del jersey.
El “médico” cogió un tensiómetro electrónico y se lo ciñó al brazo, pulsó “start” y el manguito comenzó a inflarse en el viejo brazo.
Le colocó la mano izquierda en la frente, presionando con fuerza.
—¿Qué hace? — le preguntó la vieja visiblemente molesta.
La respuesta se la dio un cuchillo que se clavaba en su pecho izquierdo y se desviaba un poco en su viaje directo al corazón tras haber rozado una costilla. A pesar de eso, su última sensación antes de morir, fue que le partían literalmente el corazón.
666 metió los dedos en la devastadora herida y tiró de la carne y las costillas hasta rasgar la caja torácica. Metió la mano en la herida hasta enterrar la muñeca.
La mujer daba unos débiles pataleos y sus ojos desmesuradamente abiertos, ya cristalinos eran los de un pez muerto.
Silbaba distraídamente y cuando sacó el corazón de la vieja caja torácica, lo mordió y le arrancó un buen trozo que se comió con glotonería.
Envolvió el cuerpo con la sábana de papel y abriendo la puerta del balconcito, lo dejó caer encima del cadáver del doctor.
Abrió la puerta de la consulta y llamó al siguiente paciente.
—¡Iván Montilla!
Un anciano con bastón y piernas arqueadas se levantó y cogió de la mano a su nieto dirigiéndose con él a la consulta.
—Buenos días, doctor —saludó cerrando la puerta—. Vengo con mi nieto para que vaya aprendiendo el oficio, y cuide de mí —bromeó el hombre.
Mi puta polla se endurece como un hierro cuando pienso en vuestra sangre al aire, vuestras carnes abiertas, vuestros huesos aplastados. Mirad mi pene, tengo que apretar con fuerza el puño en él para controlar toda esta dureza que me provoca imaginar vuestro miedo y vuestro dolor.
Cuando se fijó en el médico, abrió la boca para preguntar por el doctor Fernando, pero se interrumpió cuando la pistola con silenciador que empuñaba el desconocido médico emitió un ruido sordo. Su nieto se derrumbaba en el suelo con media cabeza deshecha. Otro tiró pareció arrancarle los genitales, y así fue. Sintió como un alambre al rojo vivo recorría sus intestinos y el mundo comenzó a oscurecerse.
Y cuando quiso gritar, no pudo; una mano fría como el hielo le cubría la boca. Sentía vergüenza al pensar que esa humedad podría ser orina manando de sus genitales reventados. Era sangre y era orina. Y era la pena de su nieto muerto.
—Dime, primate. ¿Qué duele más el tiro en los cojones o el tiro en la cabeza de tu nieto? Viejo mono asqueroso...
El hombre sintió el acero clavarse en su vientre y el doloroso corte hacia el ombligo, lento y firme, el miedo más que el dolor lo mantenía inmovilizado. Sintió como los intestinos se retraían en su abdomen cuando el cuchillo los cortaba. Y sintió el hedor de la muerte invadiendo su nariz.
Cuando la mano de 666 se hundió en sus tripas y sacó un manojo de asaduras blancas, el hombre ya estaba prácticamente muerto.
—No soy vuestro médico, soy vuestro forense.
Dos cadáveres más se amontonaron en el exterior de la consulta.
Primates que habéis acatado las normas sin preguntar, sin cuestionar nada. Normas y leyes que os han inculcado. Viejos monos sin inquietudes, colaboracionistas de tiranos. Sois pellejos que vaciar.
No quiero vuestras sucias almas, primates de mierda.
—¡Josefa Corcovada!
Una enorme vieja se levantó con dificultad del asiento de la sala de espera y resoplando se dirigió a la consulta. Cerraba la puerta tras de si, cuando el médico se abalanzó sobre ella, la agarró del pelo y le dio un fuerte golpe en la mandíbula con el silenciador de la pistola. Cayó al suelo dejando ver bajo el vuelo del vestido las gordas pantorrillas estranguladas por unos calcetines de media.
Olía mal, 666 aspiró su aroma como un animal. Le lanzó una patada al vientre y la mujer se movió unos centímetros hacia atrás por la fuerza del impacto.
Otra patada en la cara le hizo pulpa los labios y fracturó la nariz.
Unos brazos dolorosamente fuertes, la elevaron hasta ponerla en pie y la soltaron cuando sus glúteos se apoyaron en la camilla. De un empujón, el médico la tumbó boca arriba en la camilla para, acto seguido, sentir como anudaba el doctor unas gomas en sus muñecas que fijaba en algún punto bajo la camilla.
Lloráis las muertes de que se anuncian en televisión, porque tenéis miedo de que os pueda ocurrir a vosotros, puercos primates de ojos torpes y lento cerebro.
E ignorasteis los asesinatos de vuestro gobierno, de vuestros sacerdotes y brujos, de los que dictaban las normas. Habéis llegado aquí cagándoos en los muertos de vuestro silencio y analfabetismo, en vuestro mediocre conformismo cobarde.
Le llenó la boca con gasas viejas y sucias que había en una papelera.
—Tienes un buen problema de sobrepeso, mona gorda —dijo 666 pasando el filo del cuchillo por sus ojos. Estos michelines sobran, es sólo grasa —le había metido la mano entre las piernas y le estaba cogiendo un buen pellizco de tejido adiposo de uno de los ennegrecidos muslos interiores, tan interiores, que sintió los nudillos del médico rozarle la vulva.
Luego, un corte eterno y doloroso, y encima de sus enormes pechos, el médico depositó un trozo de su muslo, que aún se encontraba jugoso de sangre reciente.
—Hasta tu coño es grasiento, primate.
La camilla goteaba sangre como una mesa carnicero, como una mesa de autopsias. Como la mesa de una funeraria.
Y sintió como el cuchillo mutilaba su vagina. Sobre sus pechos, dejó caer dos trozos de labios mayores.
—¿Lo ves, primate repugnante? Hasta tu coño es grasa pura; no puedo ni encontrar el clítoris, vaca.
El cuchillo penetró bajo los pechos y la mujer expulsó mocos y sangre por la nariz reventada. Las escleróticas se habían teñido de sangre y la camilla, ahora también goteaba orina.
La orina le hacía daño, le escocía la masacre que le había hecho entre las piernas.
Enterrado bajo el seno izquierdo el puñal giraba en redondo, separando la mama con lentitud. Su corazón no falló en ningún momento y aún pudo ver en la mano del médico su pecho mientras se desangraba. Parecía mucho más grande separado de su cuerpo.
Fue consciente de la mano que masajeaba su vulva, del pene erecto que salía por la bragueta del pantalón del doctor y se frotaba contra su brazo inmovilizado. No pudo ver como goteaba un espeso semen negro, cuando 666 expulsó aquellas gotas de semen residual, la vieja dio un ronquido y dejó de respirar.
—¡Amada Bautista, a consulta! —anunció 666 desde la puerta de la consulta visiblemente aburrido.
La mujer entró acompañada por su marido, notablemente más viejo que ella; ambos arrugaron la nariz al entrar en la consulta por un hedor insoportable. El suelo estaba pegajoso, sucio; el rojo de la sangre coagulándose era tan oscuro que era imposible identificar esa mugre como sangre, y no había razón alguna para hacerlo.
—¿Y el doctor Fernando?
666 miró al techo aburrido, como si la paciencia estuviera pegada como un chicle en las placas de fibra. Se levantó del asiento mostrando la ropa de sanitario empapada en sangre, apuntó con la pistola al marido, un hombre encorvado y muy pequeño que movía la cabeza como si tuviera un muelle por cuello, y disparó.
Os desmembraré, os desangraré y morderé vuestros cartílagos hasta cortarlos, mataré hasta la más idiota de vuestras ideas.
La bala entró por debajo de la nuez y salió por un lado del cuello, bastante alejada de la médula. El hombre cayó al suelo con estrépito, encima de un taburete de acero. Su boca se llenó de sangre y de su nariz bajaban dos tímidos regueros que teñían el bigote blanco. La mujer apenas pudo abrir la boca para gritar, cuando 666 la alcanzó y con la mano izquierda tapó su boca presionando contra su pecho la nuca de la mujer; ésta, aunque lo intentaba, era incapaz de ofrecer la más mínima resistencia. Los viejos tienen más buenas ideas que fuerza.
—Amada, yo soy bastante bueno matando, pero a veces ocurren estas cosas. Quería haber hecho un tiro limpio en el cuello que no le dejara emitir ningún sonido y que me aguantara vivo, al menos unos diez minutos —le decía al oído—. Me encanta hablar y contaros historias mientras os mutilo; pero como parece que tiene un resorte en la cabeza, he fallado por unos milímetros dejando sus venas seriamente tocadas y derramándose así la sangre por las vías respiratorias. No durará más de cuatro minutos así que te la he de meter rápidamente para que disfrute. Entiéndeme, no me gustan las monas viejas, pero se trata de humillarte, de hacerte daño y por fin matarte. Y quiero que ese primate agonizando vea toda la escena. ¡Bájate las bragas ahora mismo o te arranco el coño con mis propios dedos!
La mujer miraba a su marido que intentaba incorporarse a resbalando y escupiendo sangre como un cuarteado lagarto. Se bajó las bragas metiendo las manos bajo el vestido, casi cayéndose al suelo a pesar de la mano que la sujetaba firme y dolorosamente.
Se escuchaban gritos de protesta en la sala y a la recepcionista intentando calmar a los pacientes.
Viejos primates cobardes de cerebros podridos...
Nunca me saciaré matándoos, vuestro dolor será eterno. Seré tan brutal exterminándoos, que os parecerá que habéis conseguido la vida eterna.
—Tengan calma, el cerrajero está a punto de llegar y podrán salir enseguida —la enfermera de recepción intentaba contener la creciente impaciencia de la gente; pero la situación la desbordaba.
—¿Y no tienen una salida de emergencia para salir de aquí sin tener que esperar tanto? En las consultas hay puertas interiores, podríamos salir por ellas.
—Es cuestión de minutos, señoras y señores, cálmense.
—Yo tengo que recoger a mi nieto en el colegio dentro de diez minutos, y si dentro de tres minutos esa puerta no está abierta, saldré por las consultas.
666 cerró sus ojos. Ordenó a los crueles que acudieran a él. Le pidió a la Dama Oscura que acudiera, estaba excitado.
En pocos segundos, comenzaron a escucharse gritos de dolor, carreras y gruñidos de bestias furiosas. Algo golpeó tres veces la puerta de la consulta. Una marea de sangre se filtraba bajo la puerta. Una sucesión de detonaciones de pistolas se escuchó mucho más cercana.
Los sonidos de las sirenas de la policía y ambulancias se aproximaban.
Obligó a la mujer a sentarse en la camilla empapada de sangre, cortó con unas tijeras el vestido longitudinalmente desde los bajos hasta la cintura y dejó al descubierto las piernas y el desnudo vientre de la vieja.
Primates: sea cual sea vuestra edad, sólo servís para abonar la tierra de vuestro planeta. Sois carcasas de pollo sin órganos dentro.
—Sé que antes de que los pelos de tu coño se hicieran blancos, ese mono viejo te lo ha besado muchas veces. Sé que a pesar de que ahora está arrugado y casi calvo, aún te posa la mano en él y tus muslos tiemblan evocando su pene bombeando en ti. Cuando te hacía sentir puta.
666 sacó el cuchillo que llevaba insertado entre los omoplatos y unas gotas de sangre se desprendieron de la afilada punta de metal. Lanzó rápidamente el cuchillo hacia adelante y lo volvió a clavar en su espalda.
Lentamente, la carne del estómago de la mujer se fue abriendo y como en una presa rota, la sangre se desbordó por su pálida y pellejuda piel tiñéndola de rojo.
—Mira, te ha venido la regla, a tu edad... —se burló 666 señalando la vagina por la que se escurría la sangre que manaba de su herida abierta.
Se bajó los pantalones y quedó desnudo de cintura para abajo, de su pene goteaba un fluido denso con el que se frotó el glande para lubricarlo.
—Túmbate y levanta las piernas.
La puerta de la interconsulta se abrió en aquel momento. La Dama Oscura vestía un pantalón corto ceñido que dejaba al descubierto parte de sus nalgas. Un cordón negro que debía cerrar el pantalón en el vientre, estaba flojo y dejaba ver una buena porción de un Monte de Venus rasurado y terso. La camiseta de tirantes que apenas le cubría las costillas inferiores, parecía reventar tensada por los pechos evidentemente erectos. Su melena negra iba recogida en un moño en la nuca y mechones sueltos bailaban en sus sienes. En la cintura llevaba una automática cromada y en la mano un cuchillo de filo japonés.
En la mano izquierda sostenía seis orejas.
Hoy, mis queridos viejos primates, pagaréis caro vuestro conformismo y abulia. Pagaréis todo ese respeto hacia las normas y leyes que os ha convertido en subnormales que lloran las muertes de la televisión. Cuanto más viejos, más hipócritas, primates de mierda.
Guardó el cuchillo en la caña de sus botas militares negras, toscas y rudas; grotescas en sus piernas musculosas y largas.
Tiró las orejas a la cara del viejo que agonizaba.
Se acercó hasta 666 se pegó a su espalda y besando su nuca le susurró:
—Tus crueles están matando y comiéndose a los primates de la sala de espera; de los monos del resto de consultas, me he encargado yo.
—¿Quieres que esperemos al arcángel Gabriel antes de matarlos a todos para que llore por ellos y pueda decirle a Dios que es tu gracia y voluntad asesinar todos estos monos?
No respondió. La mano ensangrentada de la Dama Oscura asió con fuerza su pene y comenzó un suave vaivén con el puño. 666 echó la espalda atrás para tensar el vientre cogiéndose los testículos.
—Tírate para mí a la mona, fóllala. Jode esa basura.
666 sintió como un cálido dedo invadía su ano, hurgaba en su interior y encontraba la próstata; ante aquella presión se le escapó un chorro de orina que empapó las piernas de la vieja y cerró los ojos llevado por el sorpresivo placer.
Un rugido animal escapó de su boca, las venas del cuello se tensaron, se inflamaron de ira y maldad pura.
Respirad cuanto podáis, porque estáis muertos como muertas las piedras; sólo que las piedras no sangran.
¿Cuánta sangre almacenan vuestros decadentes cuerpos? Lo sabréis enseguida, hijos de putos monos.
La Dama Oscura se colocó a su lado y sin soltar el pene, lo hizo avanzar hasta que su cintura se encontró entre las viejas piernas temblorosas.
Sacó el cuchillo de su bota y lo clavó en el dorso de la mano derecha de la mujer atravesándola y clavándolo con fuerza en la madera de la camilla. La mujer gritó y la dentadura postiza se le desenganchó de la boca.
El marido emitía una especie de débiles ronquidos y una mancha de sangre se extendía a su alrededor lentamente hasta alcanzar los pies de 666 y la Dama Oscura.
La Dama Oscura abrió la vulva de la mujer para facilitar la penetración y con la otra mano, condujo el pene de 666 hasta el viejo sexo.
—Ahora mi Dios —dijo escupiendo en el sexo de la anciana.
666 lanzó con fuerza su cintura y el pene entró con sin preámbulos. Los labios mayores de la vagina fueron arrastrados adentro por la falta de una buena lubricación. La mujer intentaba por todos los medios sacarse de dentro aquello que la estaba desgarrando. Las uñas de los dedos de la mano que tenía libre, se clavaban con fuerza en el vientre, intentando defenderse de aquel trozo de carne que la hacía arder por dentro.
La Dama Oscura acabó de rasgar el vestido desde la cintura al pecho y le arrancó el sujetador para pellizcarle los pezones.
—Sé que está disfrutando la vieja primate, mi Dios. Métesela más, más fuerte más profunda...
Aprenderéis tarde, y sin que ya os pueda servir de nada, entenderéis que vuestro comportamiento, la observancia de todas las normas y leyes; no os aportará ningún bien, ningún premio y mucho menos respeto.
Se arrodilló ante 666 y sacó la lengua con obscenidad para chupar sus testículos pesados y cargados de semen. Los cogió entre sus dedos ávidos y su lengua los lamía, sus labios los sorbían y sus dientes los amenazaban.
El pene se tiñó de sangre y poco después, por las nalgas de la mujer, se deslizaban unos pequeños ríos de sangre que goteaban en las botas de 666.
La Dama Oscura se había abierto completamente el pantaloncito y acariciaba su sexo con las rodillas muy separadas y flexionadas para mantener el equilibrio.
—La puta mona está gozando, mi Dios. Empálala.
Una fuerte embestida acompañada de un gutural berrido, hizo que la mujer abriera desmesuradamente los ojos para quedar completamente laxa, inerte; salvo por una respiración rápida y jadeante.
Un líquido denso y oscuro manó entre la cópula de ambos sexos, la Dama Oscura agitaba la base del pene para que se vaciara por completo de semen.
Cuando 666 retiró el pene, de entre las piernas de la mujer manó un espeso líquido negro y abundante sangre mezclada.
Viejos monos de mustios genitales, os enseñaré mi pene henchido de sangre en vuestro último aliento y tal vez, como un acto de contrición, me besaréis este glande que late excitado ante vuestra muerte, como si se tratara de un cristo crucificado. Con la misma devoción. Me correré en vuestras venas abiertas, primates de mierda.
La Dama Oscura limpió con la lengua el glande, se lo metió tan profundamente que 666 sintió la náusea de su Dama en el miembro.
Cogió la pistola, metió el silenciador en el sexo de la vieja y disparó tres veces. Una de las balas salió por el ombligo para clavarse en la pared.
El marido aún respiraba; 666 apoyó la bota en su sien para después darle una patada en vertical que aplastó el cráneo como un melón. Olisqueó el aire aspirando la muerte que subía desde su calzado.
—Hasta para morir sus huesos hacen un ruido repugnante. Son como cucarachas.
Cuando salieron a la sala de espera, cuatro grandes crueles estaban devorando a una anciana que aún pataleaba. De sus grandes colmillos retorcidos, pendían jirones de carne y ropa.
Al fondo de la sala, un grupo de treinta personas heridas y temerosas se agolpaban contra la pared para mantenerse separados de aquellos enormes osos de pezuñas hendidas y con morros de cerdo, con unos ojos tan humanos como los suyos. El pelaje de los crueles era pardo, salpicado de zonas desnudas que dejaban ver una piel rosada por la que corrían grandes insectos inidentificables.
Un niño oculto entre la gente apiñada, emitía un grito agudo e irritante, llamaba a su padre y a su madre sin cesar. Sin descanso.
—¡Papa, mama. Papa, mama. Papa, mama...!
666 sacó de la bolsa un fusil ametrallador y disparó ráfagas contra la gente hasta que la voz calló.
Las sirenas de un buen número de coches de policía y ambulancias calaban las paredes y daban una banda sonora a la escena. El sonido de los crueles rasgando y devorando la carne, sólo era comparable en terror con el hedor de la sangre y la carne muerta.
Uno de los crueles sacó su hocico del vientre de un viejo con las piernas amputadas y se dirigió a la enfermera de recepción.
Comprenderéis que no hay premio tras cobijarse y aceptar leyes y creencias. Si hubierais tenido sólo un poco de cerebro útil... Os hubiera matado igual, soy la maldad pura y vosotros, viejos e ineficaces cuerpos, mis juguetes desmontables.
—A esa primate no la toquéis, la quiero viva, que cuente lo que ha visto. Que no la crean; pero tampoco puedan dar una explicación. Que los primates psíquicos sepan que he sido yo y que Dios, ese maricón cobarde, los ha abandonado a mí.
El arcángel Gabriel invadió de una luz cegadora la sala cuando apareció. Lanzó un aria vibrante que emocionó a 666. Apartó a uno de los crueles de un hombre que escupía sangre y sus tripas rebosaban por ambos lados del cuerpo. Lo acunó entre sus poderosos brazos, confortándolo en su agonía.
666 le reventó la cabeza al viejo de un tiro, y las alas blancas del enorme arcángel se salpicaron de sangre.
Gabriel lloró por el hombre con su cabeza reventada entre las manos. Siete ángeles menores aparecieron en aquella sucursal del infierno que se había creado en la Tierra.
—No quiero sus almas viejas, no quiero almas de primates rotos, cansados y enfermos. Os las podéis quedar. Yo no me llevo mierda a mi reino. Dile a Dios, Gabriel, que no han muerto suficientes aún. Que mi ira no tendrá fin, que jamás dejaré de perseguir y matar a aquellos que dijo hacer a su imagen y semejanza. Cada primate que destrozo, me hace sentir que mato a ese afeminado que tenéis por jefe en vuestra mierda de cielo.
Alguien podría ver este acto como una lección para la humanidad, para todos los primates nacidos y que nacerán. Pero me importa una mierda que aprendáis o no. Este acto es sólo para mi satisfacción, os odio tanto...
Y dicho esto, 666 disparó con su fusil contra el grupo de gente que aún sobrevivía.
La Dama Oscura andaba entre los cuerpos mutilados y disparaba un tiro de gracia a todos aquellos que se movían o respiraban. Los crueles la seguían con sus penes erectos, gimiendo de ansiedad por copular con su ama. Levantó el rostro de una niña pequeña, y olió su boca.
—¡Gabriel! Mi verdadero Dios te la brinda —gritó elevando el cuerpo de la niña entre sus brazos.
Lo único que pretendo enseñaros, es vuestro corazón en mi mano.
Y dejó que uno de los crueles, le arrancara la cabeza de un zarpazo.
El arcángel Gabriel agitó sus alas con violencia y se lanzó contra el cruel que masticaba la cabeza de la pequeña, metió sus manos entre las fauces y las separó y arrancó de su cabeza. El cruel cayó muerto, sin hacer ningún ruido.
La tez de Gabriel estaba salpicada de coágulos de sangre negra.
—Gabriel... Siempre has sido un poco sensiblero, un poco histriónico. Deberías estar acostumbrado a ver primates muertos. Primates que sufren, primates llorando de miedo. Primates que sólo viven el tiempo que yo les permito. Según mi humor. Y ahora, los monos que entren aquí y encuentren toda esta basura, serán un mar de dudas. Nadie entenderá nada. Y la leyenda de mi existencia, volverá a darles algo inteligente sobre que hablar. Y no creerán en mí porque los primates son seres miedosos. Y aún así, me temerán y evitarán decir mi nombre. Dile al puerco Dios, que soy tan Dios como él. Y tú mi esclavo, sólo vives porque yo te lo permito.
Quiero veros vomitar vuestras viejas entrañas mientras morís como perros sarnosos.
Los policías estaban golpeando la puerta con un ariete, se oían sus voces apresuradas.
En el subsuelo, bajo el edificio, una gran tubería de gas se rompió.
666 se dirigió a la enfermera de recepción, uno de los crueles la olisqueaba arrastrando su hocico húmedo por la mejilla. 666 apartó a la bestia de una patada y le arrancó la chaqueta del uniforme a la enfermera. Con el filo del cuchillo, escarificó 666 en su espalda. Elvira creía enloquecer de dolor sin saber que su boca se relamía obscenamente con cada corte que el diablo hacía en su espalda.
La puerta estaba a punto de venirse al suelo.
666 arrastró a Elvira del brazo hasta la consulta del Dr. Fernando, abrió la puerta del balconcito y la lanzó al vacío, a la calle.
Y dejó de empujar su mente.
Cuando la mujer tocó el suelo sintió su cadera estallar; dos sanitarios se apresuraron a cubrir su torso desnudo y ensangrentado con una manta y la subieron a una camilla. La ambulancia se la llevó de allí antes de que el edificio se viniera abajo por una gran explosión.
Angeles y demonios se diluyeron en el aire, los crueles gritaban asustados al ver como por enésima vez, sus cuerpos se desintegraban, no tenían suficiente cerebro para entender esa forma de moverse en el espacio y en el tiempo. 666 abrazaba a su Dama Oscura por encima de los pechos, su pene se encontraba encajado entre las nalgas provocando en la mujer una excitación que sentía bajar por los muslos.
El cuerpo del cruel muerto, quedó allí, con los de los viejos, niños, médicos y enfermeras.
Cuando los policías y bomberos irrumpieron en la sala, no entendieron nada durante lo poco que vivieron. La explosión permitió mentir y buscar una teoría razonable sobre el origen de aquellas 367 muertes.
Elvira se encontraba en la unidad de cuidados intensivos. Un ángel apareció frente a ella, y su mano suave y cálida le rompió el cuello con suavidad. Murió con una sonrisa en el rostro, sin miedo; casi feliz acompañada por un aria celestial.
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Dios no podía permitir que quedara un testigo de su incapacidad y cobardía.
Ya os contaré más aventuras.
Siempre sangriento: 666.
Iconoclasta
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