Vaya, parece que no es buen día para morir, todo me ha salido bien y cosa rara: hoy precisamente, no detesto la vida.
Las cosas como son: es un error pensar que las flores existen para adornar las tumbas. Hay belleza filantrópica, desinteresada y generosa en el planeta. La prueba de estar vencido es no saber paladear lo dulce y lo amable que nos ofrece la vida.
Por eso, hoy camino saltarín por la calle, cuasi alegre, ledo, emocionado y un poco empalmado.
Porque al fin y al cabo, la euforia sexual es un buen síntoma de alegría y optimismo. El deseo reproductor instintivo y todo eso. Algo connatural al ser humano.
Dijéramos que en mi básica y primitiva cultura, el pene es mi tótem y a él me consagro.
Es del único de quien me puedo fiar, porque si por el médico fuera, ahora estaría calvo y vomitando un líquido amarillento en la sala de tratamientos oncológicos de algún enorme hospital.
A algunos médicos les deberían quitar los vasos de café de la papelera para que no busquen entre los posos los diagnósticos de los pacientes con un dolor de cabeza muy particular y muy doloroso.
Resulta que no es un tumor lo que tengo en la cabeza, no hay metástasis.
Es que se me suelta el vientre y todo de la alegría.
Es un simple coágulo que presiona en el mesencéfalo y me va dejar muerto en cualquier momento dentro de los próximos veinte días. Pero coño, me libro de la quimio y de un largo proceso de degeneración física y psíquica.
El optimismo allana el camino hacia una vida más intensa.
Claro, que muy intensa ha de ser para disfrutarla en apenas tres semanas.
Dice el matasanos que antes de morir padeceré perturbaciones en mi estado de ánimo y que tendré que pasar por la consulta dentro de una semana, me recetará ansiolíticos para paliar un poco toda esa locura que poco a poco se desatará en mi cerebro. Ahora no es buen momento porque me ha colocado un parche de morfina en la nuca para sedarme y evitar los inevitables dolores. También hará más suave la rampa que me llevará a la depresión que he de padecer durante las próximas semanas.
Veinte días de vida está bien; cuando uno ve a su padre morir con cuarenta y cinco, el hijo piensa que la muerte precoz es algo congénito. Hay momentos en los que piensa que hasta la mala suerte es congénita.
Y te comes el coco y te acuerdas de tu padre con ese tacto frío, como el de la carne en el mercado. La piel cerúlea que te hace dudar de si de verdad es a quien has amado o te lo han cambiado por un tosco maniquí, una broma de mal gusto.
Y saltarín camino con alegría, porque seguramente llegaré a cumplir cuarenta y seis, mi recelo se ha esfumado.
Estoy deseando llegar a casa y decirle a la familia que estén tranquilos, que es posible que llegue a los cuarenta y seis, casi seguro. Aunque me cague y me mee encima.
Anda que no van a dar saltos de alegría, llevan unos días preocupados por los comentarios ambiguos del doctor sobre estas punzadas que me dejan clavado en el sitio y por un llanto que intempestivamente derraman mis ojos, sin previo aviso. Sin sentirme triste especialmente.
Eso sí que me sabe mal, es una mierda esto de tener algo malo en los sesos. Te esfuerzas por sonreír, te muestras fuerte. Se habla de ánimo y superación y por sorpresa una ráfaga de dolor parece atravesar la zona tras las orejas de lado a lado y las lágrimas, como una presa reventada, anegan el rostro. Y es triste reír llorando, ellos sufren, no les gusta, por decir algo, por decir lo mínimo.
Me hubiera gustado ver como le sale la barba a mi hijo, estoy seguro de que en un mes ya deberá afeitarse, está a punto.
Cuando me muera, a los pocos días, se afeitará y yo no estaré tras él, vigilando que lo haga bien y evitar que se irrite demasiado la piel.
Mi mujer me preocupa un poco más, porque cobra una mierda y sin mi jornal, la cosa va a pintar muy negra.
Me acaban de aclarar por teléfono que si me suicido, no cobrará la indemnización del seguro y en caso de deceso por enfermedad, no se contempla indemnización alguna.
— ¿Para cuándo dice que va a causar muerte? —me pregunta astuta la agente de seguros.
Son listas como ardillas las aseguradoras.
También me dice, que a partir de este momento si me atropella un coche y me mata, seguramente será porque yo habré propiciado el accidente para cobrar la prima. La conversación ha sido grabada por mi seguridad y la de ellos.
No lo entiendo, los hay que tienen suerte para todo en el mundo y yo, hasta para palmarla he de hacer cuentas.
Para lo que me queda en el convento me cago dentro.
Acabo de anular la póliza y mira por donde: vencía en tres días, cuando me pongo puedo ser muy hostil y agresivo.
He de mantener la calma, no me gustaría morir loco y sin saber quien o que soy.
El otro día, me encontré con dios en su cielo y me dijo que hay cosas que no tiene porque explicar a ningún humano. Que aquí, a esta vida se llega para acatar sus órdenes.
Y que me olvide de tirarme a todas las tías que encuentre en el cielo, que no son para mí. Como mucho, me dejará tocarle las tetas a un ángel un tanto defectuoso que está bien para los que han muerto con el cerebro hecho papilla y que seguramente no se recuperarán jamás. No puedo dejar preñada a alguna santa o angelita y prolongar mi estirpe de corta vida también en el cielo.
— ¿Quieres decir que a mi hijo le he legado una vida corta como la mía?
No me contesta, ha girado la cabeza hacia la ventana que da al noveno coro, el de los arcángeles tenores y rehúye mi mirada.
— Está bien, tienes permiso para gozar con la santa o angelita que elijas si ella te acepta. Puedes marcharte. Bienaventurado seas. Amén. —dicho esto, tarareando el irritante salmo de los ángeles y girándome la cara, me indicó con la mano la puerta de salida de su cámara.
— ¿Vas a dejar que mi hijo muera tan pronto también? —le pregunté angustiado.
Nunca había sentido tanto miedo. Quiero a mi hijo tanto que me abriría el vientre para darle calor si fuera necesario.
Tengo la sana costumbre de llevar siempre una navaja encima. Salté hacia su trono de mierda lanzando un grito de combate y se lo clavé en el ojo derecho. Tendríais que oírlo gritar, menudo dios cobarde y quejica.
Anda que si tuviera un coágulo como yo…
Tengo que comprar el pan, dos barras de cuarto y ochocientos cruasanes bañados de chocolate.
Qué ridículo he hecho, me han dicho que para ochocientos cruasanes, me vaya a la fábrica, que no tienen tiempo para bromas. Y hemos llegado todos a la conclusión de que lo que necesito llevarme, son ochocientos gramos de cruasanes.
Es que mi mujer es una despistada.
Nos hemos reído todos un rato con los…
¿De qué me reía?
Aún llevo la receta del médico en el bolsillo, dice que el diazepán, en estas dosis, pega fuerte. Que vaya con cuidado.
— ¿Me he de preocupar de que me pueda quedar dormido, doctor? ¿Quiere que le ponga la comida aparte al coágulo? Tal vez así se conservará más tiempo y engordará más rápido.
Cuando te vas a morir y sólo te quedan dos semanas de vida, toda conversación tiende a ser larga, odiosamente larga e infructuosa. Y la verdad cuanto más hablas con los médicos, más se acelera la muerte. Es como si su voz estimulara a los tumores y coágulos a desarrollarse más y más rápido. El médico, a mayor es el tumor, más importancia tiene. Cuestión de proporciones directas, supongo.
Es la última vez que vuelvo, me deprime más él que el coágulo.
De vez en cuando nos encontramos en una plaza en el centro, lejos del barrio, hablamos, nos besamos y pronunciamos confidencias de amantes. Le hago bromas sexuales.
Está mal engañar a la esposa, pero yo no pedí enamorarme de Ester. Y aún quiero a mi esposa. A Ester le pasa igual con su marido. Y aún así, a pesar de tantos engaños, es hermoso como nos amamos. Somos adultos patéticos, adultos usurpando la edad de los jóvenes. Pero no lo hacemos a propósito, no queremos ser jóvenes, amarse es sencillo y fluye como agua mansa con ella. No quisiera volver a ser joven nunca.
Le he escrito un mensaje en el móvil:
“Me muero cariño, tengo el cerebro podrido, te quiero aunque ya no recuerdo tu cara”.
Duele mucho escribir esto y la verdad es que su cara se ha difuminado en mis recuerdos y tengo miedo.
Siento náuseas.
Si hablo con ella, no querré morir y me aferraré a una esperanza que no existe y se multiplicará el dolor por mil, pero para ella.
Encima de estar jodido, uno ha de ser cuidadoso.
En teoría, a partir de ahora, todo segundo que pase, es un poco de tiempo que le he robado a la muerte.
Me despido cada día de mi hijo como si me fuera de viaje. A veces me tiene que repetir que aún no me voy y me seca lágrimas que no sabía que corrieran por mi rostro. Yo creía que sonreía.
A mi mujer le doy las gracias por todo, no sé porque lo hago, no sé… Pero me abraza y me quiere. Y no quiero separarme de ella, hoy no, ni mañana.
Cada día al despertar, me recuerda quienes son, mi cerebro está cada vez más oprimido y si duermo sin pesadillas es porque ni yo mismo me recuerdo.
Cuando despierto, nervioso y desorientado, me dice que es mi esposa, que llevamos viviendo muchos años juntos, y él es mi hijo.
Y poco a poco durante los primeros minutos de la mañana, recupero fragmentos de la vida de alguien.
En mi teléfono hay muchos mensajes de una tal Ester; se debe haber equivocado, seguro.
“¿Por qué no me contestas, Teo?” “¿Qué es eso del cerebro podrido? Ya no me quieres.” “Me estás haciendo mucho daño Teo”
He tirado el teléfono a una papelera, no quiero que mi mujer se crea que le he sido infiel, yo sólo la he amado a ella. Esa mujer se ha equivocado de número.
Yo a lo mío, que me queda poco tiempo. Como diría un médico: coagulando que es gerundio y el movimiento se demuestra no muriendo.
¡Ja! Se me ha olvidado lo que tenía que hacer.
Maldito coágulo, ya no me acordaba de él.
Tengo mucho miedo a dejar de andar, porque cuando me detengo, se me oscurece la visión y me duermo siendo consciente.
La muerte no es tan mala como dicen.
A lo mejor era eso, necesitaba descansar, un poco.
Soy Alicia en el País de los Coágulos Sangrantes.
Le iba a comprar a mi hijo su primera maquinilla de afeitar, pero me ha dicho que no la quiere, que usará la mía. En lugar de sonreírle y abrazarle, me he puesto a llorar. Y he salido a la calle y…
Lo que me faltaba ahora, se me ha roto una venita en la nariz.
Tengo que comprar dos barras de cruasanes y ochocientos gramos de pan, como cada día.
Antes de morir si puede ser.
Que día más bonito…
Joder se me ha cagado la puta palo…
Fin.
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