Una de las escenas más hilarantes de El jovencito Frankenstein, es en la que el doctor Fronkonstin se encierra en la mazmorra con el monstruo para tener una charla de padre a hijo; el clímax llega cuando el doctor grita a pecho descubierto “¡Mamá!”; para que le abran la puerta tras ponerse en pie la gigantesca criatura.
Se ríe siempre, se ríe mucho. La había visto muchas veces y no puede dejar de reír. Incluso aprendió a gritar ¡Mamá! con la misma entonación y vehemencia que en la película.
Hacía tanto tiempo que no la veía…
La risa le provoca un ataque de tos, tiene una risa de fumador enfermiza y en cierto modo triste y preocupante. Como una serpiente que se desliza sinuosa por sus cuerdas vocales y estira la risa hasta convertirla en un escape de aire ahogado y prolongado. Rasposo.
Pero en líneas generales, está razonablemente sano.
La otra escena que lo parte de risa, es cuando acude el monstruo de nuevo al hogar escalando la fachada del castillo, atraído por las notas del violín y el cuerno que Aigor insiste en hacer sonar en algún momento de la melodía que le parece adecuado. Cuando el monstruo llega a la cima, intentan ayudarle, pero Fronkonstin dice muy melodramático él: “¡No le ayudéis! Ha de conseguirlo él solo”. Acto seguido, el monstruo mira a la cámara con la cara consternada de cansancio y se queda durante unos segundos mirándonos y pensando en lo cabrón que es el doctor.
Es que es tan sarcástico y a la vez parecido a una de sus vivencias, que no puede por menos que reír y toser y toser y toser…
Se ve a si mismo, de pequeño, al filo de un precipicio, llorando ante la horrorosa y oscura profundidad, tal vez no fuera tan profunda y oscura, pero era pequeño.
Ha de cruzar por encima de un tronco de árbol que hace de puente. Sus padres han cruzado corriendo y lo han dejado solo en ese lado.
Si hubiera visto entonces El jovencito Frankenstein, se hubiera reído ante la similitud de la escena, no era cobarde; sólo un niño con miedo a morir. Los niños piensan en la muerte, lo sabe porque se acuerda, lo sabe porque aún siente el reflejo del miedo en sus grandes ojos infantiles; el miedo a unos padres malos como el cáncer. El jovencito Frankenstein es y fue un arnés de seguridad que evita una seria ruptura en la coherencia del cerebro.
La certeza de que todo esto se acaba, se intuye en la más tierna infancia. Luego crecemos y nos hacemos valientes y vemos que no todo vale la pena.
No vale la pena pasar tanto miedo por tan poca cosa.
Sus padres lo llaman desde el otro lado.
— Vamos hijo mío, cruza tú solito.
Hubiera mirado a la cámara como el monstruo de la peli.
Extiende las manos hacia ellos, pero papá y mamá lo miran sin extender las suyas, ríen.
— Vamos, pequeño, tú solo. No llores, no pasa nada.
Siente un nudo en el estómago a pesar del placer de su pene empapado y cálido recordando aquella profundidad peligrosa, a sus padres tan grandes, con sus largos brazos que no le iban a ofrecer. Sus risas no le parecen felices, parece que son risas ávidas, expectantes. Sus ojos no ríen, parecen disfrutar, son mates, no brillan; están fijos en él, hay algo malo en ellos, malo como la ausencia de piedad.
Sus ojos no acompañan su risa.
No sabe si será mejor caer, porque las manos de papá y mamá no son las que conocía hace unos minutos atrás, cuando iba cogido de ellas; sus manos son ahora rugosas tienen pelos retorcidos, los dedos sucios y amarillentos.
Aquella escasa distancia rompió cualquier ternura, y la capacidad de ver a sus padres como alguien a quien amar.
Traga saliva (hubiera deseado tener más edad para encenderse un cigarro en aquel momento) y ríe; se ríe para demostrar que no tiene miedo. Prefiere ver la sonrisa en sus rostros, antes que lo que sus ojos realmente reflejan. Ríe por supervivencia y tal vez, eso ha hecho que la caída sin fin bajo el tronco pierda importancia.
Es necesario ver películas de risa, la vida esconde auténticos momentos de terror. Como la sonrisa y las caricias de un padre borracho que dice amarte, pero sus caricias acaban siendo tan fuertes que pierde el control y se convierten en bofetadas, la caricia en el pelo de un padre borracho es como sentir que te arrancan el cuero cabelludo.
Perdió el miedo al precipicio y lo cruzó; pasó por encima del tronco inestable, fueron ocho pasos, los contó. Papá y mamá no extendieron los brazos en ningún momento.
Ojalá su padre hubiera sido el Dr. Fronkonstin, que aunque no ayudaba a su creación, sus ojos no reflejaban aquella metálica ausencia de piedad. Si no le hubiera ofrecido sus manos como ayuda, hubiera reído igual y habría llegado corriendo al otro lado y se hubiera tirado en sus brazos porque Fronkonstin suda piedad por la piel. Sus ojos oscurecidos y ojerosos inspiran la ternura que jamás vio en papá y mamá.
Papá y mamá sudaban ron, whisky y vino de cartón. Sudaban tabaco y sudaban el líquido marrón que hacían hervir en la cuchara.
Los ojos de papá y mamá prometían que el abismo no era peligroso, que los peligrosos eran ellos. Deseaban que cayera.
Mamá no lo defendía del amor de padre borracho, mamá reía mirando la televisión y se olvidaba a veces de desatarse la goma que tenía en el bíceps, un bíceps tan pequeño y delgado que parecía un tumor, un quiste.
El hijo de unos padres yonquis es una carga, algo que impide el disfrute de un mundo narcótico.
Vuelve a reír de nuevo, cuando, saltando a una escena posterior, la niña tira una flor al pozo y le pregunta al monstruo: ¿Qué tiraremos ahora? El monstruo la mira y gira de nuevo el rostro a la cámara, pensando que esa pregunta es una zafia provocación.
Esto de reír con papá y mamá es una bonita forma de vivir en familia; ha sido una revelación reciente, se ha despertado decidido a vivir una auténtica jornada familiar con sus viejos y decadentes padres; de pequeño debería haber reído más y con ellos.
No necesitaba para hacerse hombre conocer la miseria de unos padres yonquis y borrachos, ni la necesidad que ellos tenían de que su hijo muriera o se mantuviera a distancia de ellos, de su mundo psicodélico.
Su madre está entre sus piernas, arrodillada. Los alicates ensangrentados están en el suelo junto con 25 piezas dentales, sus encías sangran abundantemente y le sonríe preguntándole con la mirada si le gusta la mamada. Porque espera que le guste esa felación blanda y sin peligro; hoy quiere a su hijo más que nunca, él lo tiene todo, el poder; tiene entre sus dedos el sobre blanco, la cuchara ya está encima de la mesa, junto a la goma y la jeringuilla.
Papá en la habitación, los mira desde su cruz, está clavado de pies y manos a un aspa de travesaños de somier. Tiene el pene sondado y el extremo del tubo sube hasta quedar encima de su cabeza.
Su hijo ha venido hoy de visita, ha dicho algo de que es hora de devolver todo el cariño de mierda. Su hijo sabe tanto de miedo, de dolor…
Del flaco vientre de papá cuelga un trozo de intestino con el que juguetea Aigor, el pequeño yorkshire, un perrito gritón e inquieto del que no se separa su hijo. Se le está pasando el efecto del último chute y duelen los clavos de las muñecas y los pies, duelen los tirones de Aigor y escuecen los ojos por la orina.
O le da pronto la dosis o…
— Mamá, déjalo ya. ¿No ves que ya me he corrido?
— Dame la papelina, cariño. — balbucean los labios hundidos de su madre por los que escapa sangre y semen.
Levanta el hacha cuando mamá vuelve a meterse en la boca el ahora relajado pene y se la clava en la coronilla. La madre ha quedado inerte con el miembro en la boca.
En el televisor, Fronkonstin se ha clavado el bisturí en la pierna, en la escena en la que da una clase de medicina a los alumnos; grita enfadado que su padre estaba loco.
Se ríe, y otra vez esa risa arrastrada se convierte en una vibrante expiración de aire. Se ríe como reía solo de pequeño.
Tira el cadáver de su madre a un lado y se levanta.
— Vamos papá, te voy a sacar de ahí.
Y corta primero con el hacha el pie derecho a la altura del tobillo con cinco golpes. Papá grita y sus gritos no le dan tanto miedo como le daban sus caricias, o la expectación de sus ojos, esperando que cayera la pequeña molestia por el precipicio.
Cuando por fin corta la mano izquierda, el cuerpo cae la suelo y el pequeño Aigor lame la orina y la sangre en el suelo.
— Adiós papá, me llevo El jovencito Frankenstein, vosotros no la veis nunca. Y me apetece verla con mi hijo.
Extrae el DVD del reproductor, coge en brazos al sucio Aigor y cierra la puerta del piso sin hacer caso a los muñones de su padre que se elevan pidiendo ayuda.
Ya en el Lexus, y tras haber limpiado a Aigor con toallitas húmedas, respira aliviado. Y piensa en que si la vida fuera un DVD, volvería a repetir la escena más divertida; en la que él, arrodillado encima de los brazos de su madre, le arranca los dientes destrozándole los labios.
Se llama Frankie y el DVD fue el primer y tal vez único regalo de sus padres.
En la carátula, dice que es gratuito con la compra del periódico.
Cuando la policía encuentre los cadáveres, él ya estará de vacaciones en Brasil, con su mujer e hijo; y con el pequeño Aigor.
E incluso ya tendrán amueblado el apartamento que ha comprado en el centro de Río de Janeiro.
Hace mucho tiempo que el miedo dejó de nublarle el entendimiento, hace tiempo que aprendió a reír para evitar el terror y el asco.
No ha habido locura en su acto, sólo placer y desahogo. Les ha devuelto lo que les debía y se ha quedado con lo suyo.
De pequeño, se ven mucho peor las cosas, más terroríficas de lo que son. Uno ha de hacerse mayor y madurar para ver que nadie es tan peligroso como cuando se es un niño.
Sonríe y grita: ¡Mamá!
Estalla en una carcajada. El pequeño Aigor lo mira doblando la cabeza a un lado con los bigotes aún sucios de sangre.
El Lexus adelanta a un camión y las ruedas muerden los centímetros de grava que separan la carretera del acantilado.
— Maldito loco. — piensa en voz alta el conductor del camión.
Tal vez tenga más razón de lo que cree.
Iconoclasta
No hay comentarios:
Publicar un comentario