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19 de diciembre de 2011

Mi hijo, mi amigo (Pablo López Bergós)


Te digo sin voz que cuando estuve a punto de morir, todo mi afán era evitarte la angustia de sufrir mi muerte como yo sufrí la de mi padre.
Respiraba despacio escupiendo la sangre que había en mis pulmones, respiraba poquito para que no reventaran. Y aguanté dolor y miedo por más de veinticuatro horas.
Es lo que un padre debe hacer: mantenerse vivo para su amigo, para su hijo.
Eras el motivo por el cual valía la pena ese esfuerzo.
En la maldita silla de despacho con ruedas me movía con la pierna rota porque el dolor era insoportable, la sangre en los pulmones arde como nada que haya conocido.
Una tos y una sangre en el pañuelo…
Medía la sangre que escupía para controlar mi mejoría. Necesitaba que vieras que dejaba de escupir sangre de una puta vez.
Porque desde que jugábamos peleando en la cama, sé de tu cariño. Nunca te he preguntado si me quieres, porque lo sé de la misma forma que sé que voy a morir.
Amarte me hizo Supermán.
Imaginar mi muerte y el dolor que comportaría no era aceptable. Una mierda. No en aquel momento, eras muy pequeño, amigo mío.
Y lamento aquel largo año del dos mil cinco en el que con doce años te hiciste responsable de mí. Me ayudaste en la invalidez y con tu prematura madurez, me diste ánimo y combatiste mi miedo y mi inutilidad.
Siento mucho haberte fallado todo aquel año, amigo-hijo.
Hijo mío…
Por ti caminé de nuevo. Un padre ha de pasear al lado de su hijo, han de salir a desayunar y comprar juntos. No siempre, pero de vez en cuando.
Es una constante universal como la idiotez en el ser humano.
Como los idiotas sin cerebro que van a ver a los travestis al campo del Barça.
Pronto hará un año que nos despedimos en un sórdido aeropuerto; pero toda mi voluntad y toda mi fuerza trabaja para encontrarnos en un abrazo, para repetir desayunos de silencioso placer (a veces cerrabas los ojos dejando que el paladar disfrutara), para un paseo tranquilo charlando de intrascendentes cosas.
Intrascendentes cosas que se convierten en valiosos datos que uso para concluir lo que tu inmensa personalidad es capaz de observar y analizar.
Recuerdo tu valentía y hombría para realizar tus deseos como algo de lo que yo carecí.
Yo no te di esa valentía, no la he tenido nunca; es solo tuya. No debes agradecer nada a genética alguna heredada. Eres tú solo, tú irrepetible.
Tú mi hijo y mi amigo.
¡Qué orgullo siento!
Y aquí es donde un hombre ama a otro hombre. Sin ningún tipo de concesiones.
Hablamos de hipocresías y “santos varones” cuando otros padres e hijos hablaban de fútbol, películas y músicas baratas. Criticábamos profesores y padres sin cerebro.
¿No está mal verdad, compañero?
No importa lo lejos, no importa el tiempo.
No importa lo que quedó por decir, por ver y hablar. Por vivir…
Queda tiempo, amigo.
Llevo cada instante de mi vida contigo profundamente escarificada en el alma.
Recuerdo tu nacimiento con miedo, esa lucha por tomar la primera bocanada de aire. Recuerdo la inmensa inocencia de tu mirada como un trallazo hiriente a mi cinismo.
Recuerdo lágrimas que provoqué en esa inocencia con altas voces. Recuerdo con vergüenza momentos en los que puse a prueba tu valentía infantil con gritos de impaciencia y cansancio adulto. Pequeñas lágrimas que apenas trascendieron; pero para mí fueron las primeras y más dolorosas. Y no pesan, son solo una pequeña venganza por un error de padre idiota. Uno de esos errores que hacen mi vida más vergonzosa. Pero hasta la vergüenza que llega de ti me da paz y sosiego.
No puedo olvidar que cuanto más crecías más eras mi amigo y menos mi hijo. Estábamos a cada hora más cerca de ser hombres ambos.
Sentía la cercanía de esa amistad, el desarrollo lento y seguro.
Te esperaba en cada momento, que un día me alcanzaras.
Te quería por encima de todo como hijo. Te necesito como la única amistad que jamás podré tener.
No importa amigo-hijo lo poco que nos podamos encontrar. Sé que eres hombre y mi compañero.
Mi único y posible amigo.
Un día nos encontraremos de nuevo y no necesitaré decirte cuanto te eché de menos. Solo me sentiré mierda en silencio por no haber sido testigo de tu vida. No me necesitas amigo-hijo.
Soy yo el necesitado de ti.
Tú eres la prueba de que en algún momento hice algo bien.
Tus fotos demuestran que eres mejor que yo, tus logros ya han superado todo lo que jamás hice. Con eso me basta. Con eso me siento como un padre genial. Un amigo privilegiado.
Soy tu compañero y da la casualidad que también padre… A veces todo fluye como debe.
Te espero, te busco e imagino en todo lugar.
Y callo porque soy muy hombre, la fatiga del tiempo que pasa sin sentir tu voz, tus sonidos, tu música y la tranquila noche disfrutando de una película que nos gusta.
Echo de menos despertarte y decirte: Pablo… A dormir.
Y aunque somos amigos, muchas noches (todas) siento que a mi mejilla le falta el roce de la tuya.
Es mi única maldición como padre. Porque como amigo y compañero de vida, eres lo que siempre creí que debían ser dos hombres.
Te debo yo a ti el milagro de la madurez. De las conversaciones trascendentales.
A veces siento la necesidad de arrancarte unas palabras, pasear contigo.
Y perdona que te eche en cara estas añoranzas, amigo Pablo.
Pero si algunas veces he sido injusto o poco paciente, ahora lo soy con voluntad y firme decisión para sacudir tu alma con todo mi cariño. Porque es lo único que tengo.
Y es tan palpable que a veces este cariño avasallador detiene mi corazón como el golpe de un ariete imparable.
Así pues, mi amigo, recibe la admiración y el abrazo de tu amigo lejano.
Recibe el beso de tu padre en el mismísimo corazón.
Nos vemos mi amigo, no lo dudes un segundo.
Dile a Draco que lo echo de menos.


Iconoclasta

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