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21 de julio de 2010

La grulla



El puente cruza muy próximo a la desembocadura del río Besós que fenece en el mar cortejado fúnebremente por una planta de tratamiento de residuos y en la otra orilla, una pista asfaltada para bicicletas. De hecho, hace decenas de kilómetros arriba que ha muerto el río. Es sólo un líquido insalubre y pestilente.
Y en bicicleta avanza el hombre por el puente, cargando en la espalda la mochila y el calor acumulado de un par de horas de baño de agua y sol en la playa. Ir en bicicleta es bueno cuando hace calor, la velocidad hace del sudor un aire fresco que invita a pedalear sin parar. Él piensa que cuanto más rápido va, menos tiempo tiene que soportar la fealdad que le rodea.
Su hijo va detrás, un poco alejado, porque se toma las cosas con más calma que su padre. Porque es joven y aún tiene que descubrir cosas que a la larga, desearía no haber descubierto. Tal vez sea consciente que le queda más tiempo que a su padre y no le apetece morir tan rápido. Su padre siempre tiene prisa.
El padre piensa que la ilusión de su hijo tiene el mismo final que el río muerto, sólo que su hijo es infinitamente más importante, y lo ama hasta tal punto, que jamás inventará una mentira por dolorosa que sea la verdad, no se merecen engaños pueriles las personas a quien amas. O afirmas cosas que se cumplirán, o callas para no mentir. Las mentiras son para los demás, como un “buenos días” al vecino. Como un beso falso a la mujer que no quieres.
No se puede mentir en las cosas importantes a quien amas, deben saber que ya estás en el lado oscuro, y cuando ellos lleguen, tú estarás ahí para decirles que todo va bien a pesar de la puta pena de sentirse preso en el mundo. Que sonreiréis juntos ante la puta vida. Con dos cojones.
Y ojalá no lleguen a la zona oscura, donde se sentirán tan solos que encontrar el amor constituirá la más épica y cruenta de las batallas de su vida. Habrá un desgaste importante. Y es importante estar en tierra yerma con ellos. Que no se sientan solos como él se siente agua que corre muerta.
En mitad del puente, con el cadáver vertiéndose a si mismo al mar y el horizonte marcando el fin del mundo, el hombre afloja la marcha.
En la orilla izquierda, cerca de la pista de asfalto, se encuentra inmóvil con las patas metidas en el agua, una grulla negra. O parece negra, porque el sol de mediodía mata los colores de la misma forma que arranca hirviendo feos e inútiles espejismos del asfalto. El contraluz, paradójicamente, lo hace todo oscuro.
Es incongruente que en el lugar más feo del planeta, un bello animal estilizado y negro como el pelaje del diablo, haya decidido descansar.
O es un ser con mala suerte, o con un gusto pésimo.
Dicen que las grullas viajan en bandadas y que forman parejas que duran toda la vida. Eternas.
Aquel animal solitario, quieto como una estatua, está lejos de todo lo que es su mundo, lejos de la bandada, lejos de su pareja, lejos de la vida. Lejos de un lugar digno donde mojar sus patas.
Está sola en una ciudad horrible, en un río lleno de mierda. ¿Quién es la grulla y quién el hombre?
Los que se sienten basura, acaban entre la basura. Aunque el hombre piensa, con temor a que su hijo pueda oírlo, que la verdad es que se siente basura porque fue parido en este muladar apestoso. Y que su fracaso es no haber podido escapar del influjo de la mierda.
Da igual ser basura o vivir entre ella, al final pierdes el origen y a efectos prácticos, la conclusión es que estás sucio.
Morir de pena o de asco... Semánticamente es lo mismo.
La grulla inmóvil es su reflejo. Está a punto de detenerse, dos gotas de sudor caen en el velocímetro de la bici que indica apenas tres kilómetros por hora.
Se apea de la bicicleta y no fuma. Por primera vez en mil años, se detiene para admirar a un ser vivo en esta ciudad que asesina el ánimo, la ilusión y la intimidad.
Él es un hombre-grulla en un río lleno de restos de vidas tristes, de deshechos miserables, pero él tiene las alas rotas. Es una grulla tullida de negro pensamiento.
Quiere gritarle que vuele, que se marche lejos que puede hacerlo porque sus alas están sanas, porque no está enferma como él.
El animal se mantiene en pie con orgullo, firme. Su cuello largo y terso forma una “s” perfecta y rígida. En un momento dado extiende sus alas y están sanas. Brillan.
Está sola la grulla, lo sabe. Se siente mierda como él. Sus corazones laten sincronizados en la oscura frecuencia de la frustración.
Su hijo llega hasta él y se detiene.
—¡Qué pasada! ¿Qué es ese pájaro? —exclama al ver al animal.
—Una grulla —responde el padre sintiendo el frescor que causa en su ánimo el entusiasmo de su hijo.
Vale la pena ser mierda para sentir como algo nuevo y sorpresivo la alegría de un hijo.
—No se mueve. ¿Estará enferma?
—No lo está, tal vez se haya perdido o esté cansada.
—Es la primera vez que veo una.
—Yo también —le responde.
Y se guarda de matizar que es la primera vez en toda su puta vida, que ha podido ver un animal salvaje en esta podrida ciudad.
Tampoco le explica que la grulla parece un presagio de muerte. Que se han juntado dos tristes para despedirse. Que dos se han encontrado en tierra yerma y que sonríen con un par de cojones a lo que les queda de vida.
Uno ha perdido su pareja de por vida, el otro no llega a tiempo y el tiempo se lo come.
No queda más que morir, y todo es sencillo.
No le dice que su propio hijo no basta para llenarlo de vida y alegría. Que necesita más que un hijo. Y siente asco de sí mismo, de su propia crueldad.
Hace mucho calor y echa un trago de agua caliente de la botella. Una ira implosiva se apodera de él porque el agua tendría que ser fresca, la grulla debería estar en un río limpio, pescando con su pareja de vida a la sombra de un sauce que llora. Él debería sentirse completo con su hijo a su lado. Y vivo.
Y limpio.
Y no sentir la ausencia de ella con esa dolorosa precisión en el corazón.
La grulla alza el vuelo con facilidad, con majestuosidad, y siente el deseo de acompañarla. Dos mierdas rumbo al infierno.
Va directa al fin del mundo.
Sin bandada, sin su pareja de toda la vida. Con el peso de la vida a cuestas.
Él pedalea igual en la vida. Y ahora detrás de su hijo.
—El último paga la cocacola —grita pedaleando de pie.
A veces no se acuerda que su padre es un tullido, le quiere demasiado.
Está contento el hijo de haber visto el vuelo de la grulla cuando parecía enferma allí quieta, allí sola. Su alegría es la prueba definitiva que no se merece un padre tan gris. Aún no puede adivinar adonde va la grulla, bendita inocencia...
Cuando giran a la derecha para pasar bajo el puente, la grulla aún se recorta en el horizonte, sigue la línea recta de la muerte del río.
Su hijo le ha sacado un centenar de metros de distancia.
Detiene la bici, y da media vuelta.
Él también vuela solo, Ella no está y la vida es tan pesada...
Las rocas del espigón son el fin del mundo. Su vuelo en picado es breve, mucho más corto que el de la grulla; pero también le lleva al fin del mundo. Es un ser racional, puede buscar atajos.
Nunca ha querido casco, no le gusta prolongar la vida cuando es como la suya.
Que su hijo le perdone, que su amada le entienda y se sienta querida por toda la eternidad.


Iconoclasta
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1 comentario:

Iconoclasta dijo...

Hola Blanca, es un gran cumplido que quieras como estatus esa frase.
Sabes muy bien que puedes hacer lo que quieras.
Jamás mirar desde el lado oscuro, eso no es bueno. Lo triste que se quede en la literatura, si puede ser.
Gracias por tus cumplidos.
Besos.
Buen sexo.