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19 de febrero de 2010

Meones



Vamos a ver, yo no padezco Alzheimer, aún no. La culpa es de ella. La amo tanto que confundo mis necesidades e instintos y cuando creo tener ganas de orinar, resulta que lo que quiero de verdad es que me toque.
Follarla más concretamente.
Soy un hombre simple, primitivo, sí. Pero su hermosura y su sensualidad son desmesuradas. A cualquier hombre en mi lugar le pasaría lo mismo independientemente de su CI (Coeficiente intelectual). Pero si hubiera otro hombre en mi lugar, le arrancaría los intestinos. Soy macho territorial, sólo era una hipótesis. Que nadie sonría, que nadie se fíe.
Mi CI es muy bajo, lo cual me ayuda a ser completamente carnal. Cosa de la que me precio.
La obscenidad es un buen desahogo a la esclavitud del amor.
Me sucede cuando creo necesitar orinar y prolongo el momento más de lo necesario: acaricio el bálano durante más segundos de lo que es correcto para estimular la micción. Y no es correcto estimular la micción con caricias, es una burda excusa para justificar mi obsceno deseo.
Pensando continuamente en ella es normal que cuando meto la mano en la bragueta para sacar el pene y mear, acabe deseando masturbarme.
O que me masturbe ella si anda cerca.
No puedo evitar evocar como sus preciosos dedos trabajan para sacar este cavernoso músculo duro y tenso de entre la prieta ropa del pantalón.
El amor es joder, darle una mamada a su coño y que sus dedos me saquen la polla frente al inodoro. Mis sesos socarrados de su amor, a veces no distinguen entre una meada o una corrida. El romanticismo nace directamente en los cojones.
— ¡Mi bella! Ayúdame por favor, se me han dormido los dedos y no me puedo bajar la cremallera. ¡Me estoy meando!
Y viene corriendo, en parte para evitar que siga gritando y me oigan los vecinos. En parte porque es tan lujuriosa como yo.
Nos amamos como las bestias del mismo grupo taxonómico se encuentran para perpetuar su especie: feroz y lascivamente.
Somos la auténtica evolución adaptada al medio.
No me excita la orina, sino el hurgar entre las ropas buscando el sexo palpitante.
Me excita mi urgencia por desahogarme y la urgencia de ella por liberar lo que ella misma crea.
—Deprisa mi amor, me meo...
Y ella sonríe mordiéndose el labio inferior con ese toque de descarada y falsa timidez que nos enloquece a ambos.
No importa la elegancia, importa ese momento de nervios, la lucha de los largos dedos que amo por sacar de su encierro el falo erecto y brutal que apenas se puede dominar.
Había un juego de niños en el que se jugaba a ser cirujano y se tenían que sacar los órganos de un muñeco de cartón sin que sonara un pitido.
Yo soy un muñeco de carne, sangre y amor. Con una polla totalmente erecta que constituye un reto a la habilidad de mi bella; pero más discreto, no tengo un timbre que la asuste. Y si lo tuviera, lo haría sonar constantemente, la muy bella, sólo para reírse. Porque aparte de mamar, ríe como un ángel.
Sus largos dedos se sumergen en la bragueta y a veces arañan mis testículos, un breve dolor que se convierte en un adelanto de placer, en una muestra del ansia del momento.
— ¡Ay! —me quejo con incontrolada lascivia.
Y ella acaricia los testículos por un momento.
—Perdona, mi amor.
Y me tiemblan las ingles.
No hay ganas de mear.
Soy primitivo y salvaje.
Es por estos pequeños detalles por los que me acaricio el bálano para excitar la salida de orina. Y la micción se retrasa y se retrasa...
Y es preciso pedirle ayuda. Como ahora.
Es tan aplicada la muy...
Y debo “sufrir” la urgencia de ¿mear? gozando de la calidez de sus dedos, de sus uñas provocándome pequeños arañazos en la piel. Sintiendo como las venas de mi polla laten contra sus dedos y se sienten agredidas por sus uñas.
La verdad es que no me acuerdo de mear, sólo oigo sus pequeños jadeos de esfuerzo por sacar el pene.
Y cuando llega el momento cumbre cuando se decide a aflojar el cinturón para desabotonar la cintura del pantalón, me pregunto porque coño estamos en el lavabo.
Soy tan primitivo...
Cuando baja la tela y se encuentran mis genitales más accesibles bajo la suave tela del calzoncillo, mi pene se extiende en el tiempo y en el espacio y desearía golpear sus traviesos dedos con él.
Castigarla por el placer que me arranca desde los intestinos mismos y que parece arrastrar por el interior de mi polla para explotar en tres dimensiones y multicolormente en el glande ya amoratado, colapsado de sangre.
Mis cojones están duros y contraídos a esas alturas, y si me diera un beso en los rasguños, si deslizara la lengua por ellos para calmar el escozor, explotaría como un globo demasiado hinchado.
Ella me hace precoz.
Y por eso cuando consigue dejar desnuda la polla, la coge con fuerza con el puño y la estrangula. Está tan ansiosa como yo lo estoy por metérsela.
Es mala... Da un fuerte tirón de la piel hacia atrás y deja al aire un glande recubierto de una gruesa película de resbaladizo flujo.
Sabe que es por ella y para ella, para follármela de tal forma que parezca que me deslice dentro de su coño en caída libre.
Y la sacude...
— ¡Vamos, haz pipi! —dice sonriendo como si fuera una inocente mamá.
Me la comería a besos. La penetraría por detrás obligándola a que apoyara las manos en el lavabo.
Pero tengo que mear, me urge.
¿Seguro que quiero mear?
—¡Vamos! No tenemos todo el día —dice sacudiendo con fuerza mi pene brutalmente endurecido.
Yo no puedo soportar las prisas, reacciono extrañamente y mal.
En lugar de orina, sale una placentera leche, caliente y cálida que salpica graciosamente su rostro.
Es curioso el poder de mi bella para confundir mi organismo, mi instinto.
La haría madre aquí mismo, en el lavabo. Mordiendo su cuello tenso como una bestia en celo.
Me tiemblan las piernas mientras ella aún masajea mis testículos, provocando que me vacíe completamente.
—No me extraña que tuvieras prisa, amor. Lo que ha salido de ahí.
—A mí también se me han dormido los dedos ahora. Y me estoy meando —dice vengativa.
—Pobre... —me compadezco.
Levanto su falda y me encuentro con unas negras braguitas de encaje y noto que están mojadas. Mis dedos son torpes y toquetean más de lo aconsejable su vulva ardiente. Sus muslos parecen sentir un escalofrío y se separan con un líquido murmullo.
Y bueno... Un poco más calmado, le beso su delicioso coño para excitar la micción. Arrodillado frente a ella, con la lengua.
Aferrando sus nalgas con fuerza para apretar mi cara en su sexo.
Ya sé que la micción no se estimula así (en algún momento he concluido que soy primitivo o algo así).
Estoy enamorado y caliente; pero aún controlo.
—¡Meona! —le digo amablemente por no llamarla puta.
Me pone tan caliente...
Ha cerrado los ojos cuando mis dedos se han sumergido chapoteando en su vulva.
No sé, me parece que ella tampoco va a orinar.
Nunca imaginé que el acto de mear pudiera “degenerar” en algo así.
Es una deliciosa complicación amar y mear.
Aunque de mear, al final, nada.
Con lo fácil que sería follarla encima de la lavadora...


Iconoclasta

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