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6 de enero de 2009

Un bello misterio

Si hubiera un misterio que diera por inexplicable qué es ella, aún tendría esperanza para no pensar que soy un hombre preso simplemente de una mujer humana. Un vulgar pelele encoñado de una tía.
No es que me disguste; pero si ha hecho esto conmigo, que se me permita dudar de su humanidad.
Soy tan sórdido y pragmático que parece una broma amarla tan perentoriamente. Sé que no estoy loco porque conservo mi trabajo y ninguna mañana me he despertado en un calabozo vestido con las bragas y el sostén de mi madre.
Eso no pasaría jamás, hasta el más lejano y remoto de mis nervios mantiene a buen recaudo el secreto de mi amor por ella. Estoy enamorado; mas conservo la razón.
Está bien, soy un poco paranoico y amar así debería ser motivo de alegría; pero soy cauto y pesimista por sistema; hay mucho envidioso y alguien podría querer apartarme de su lado.
Si algo me ha enseñado la vida, es que hay humanos que sólo viven para envidiar. Hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas que sólo viven para observar con envidia, mientras un hilo de baba animal se desprende de su belfo inferior.
Ambicionan lo que ellos no podrán conseguir jamás.
Da igual cuánto tengan, coge al tío con más dinero del planeta y trátalo como a un igual: le rechinarán los dientes y su día estará marcado por una corrosiva necesidad de demostrarte que es poderoso y arruinará tu vida para que un día al cruzarte con él, le hagas voto de admiración mamándosela de rodillas.
Y en medio de toda esta mierda y mediocridad espantosa que a veces se pega a mi piel como una brea maloliente, está ella.
Conozco el mundo y sé como se comportará cualquier individuo en un momento determinado. Conociendo esto ¿cómo ha sido posible que ame tanto a alguien? Porque no hace milagros, no me tiene en un perpetuo orgasmo.
Habla conmigo con pasmosa sencillez y sin venir a cuento, me pellizca una mejilla y con un gritito de niña me dice: “¡Uy, cuánto te quiero!” Yo entre dientes y mirando a izquierda y derecha por si alguien se ríe, le digo muy rápido y flojito: “Y yo”.
Soy parco en palabras. Sé muy bien que cuanto más se habla por ser ingenioso, más probabilidades hay de que te jodan. O de tener que conocer a más humanos, cosa que no me apetece, no soy sociable.
A lo largo de la vida he tenido que pedirle a muchos que se callaran; el dolor de cabeza que me producen me provoca náuseas. El otro día en el metro, sin ir más lejos, vomité en el pecho de un mendigo que pedía, puesto que “es mejor pedir que robar”. Yo no tenía la gripe ni gastroenteritis; pero cuando el tipo se me puso delante con la mano extendida, oliendo a orina y cerveza agria, me dio una arcada y arrojé toda mi comida en su cazadora tejana sucia y rota.
El se me quedó mirando y yo un tanto asustado por aquella repentina náusea díjele: “Lárgate apestoso de mierda”. El amargo sabor del vómito me puso de mal humor. Ya digo yo que no soy un buen conversador.
Con ella no me pasa, la escucho hablar durante horas y me encuentro ante ella en un océano tranquilo y cálido en cuyas aguas se transmite su voz y sólo la suya. Nadie interfiere.
No es romántica ni sugerente la idea; pero ella es el tanque de aislamiento donde se altera mi conciencia, donde me encuentro a salvo de esta cotidianidad infecciosa.
Qué poderosa es.
Si fuera crédulo o supersticioso, pensaría que es un ente angelical.
Su verdadero encanto radica en que es humana, la parieron así. Si fuera divina no sería tan frágil.
A veces llora en una escena de una película romántica o dramática. Le pegaría fuego al cine, a la cinta, al televisor o al lugar donde nos encontrásemos en ese instante. Y lo que es peor: me gustaría llorar con ella para que no se sintiera sola en ese momento de acusada sensibilidad.
No puedo llorar por nadie más que por ella.
Mi amor por ella es algo que transmite hasta mi piel y por esa sencilla razón, la no-diosa se coge de mi brazo y apoya la cabeza en mi hombro. Cuando noto su lágrima calar la ropa, me siento hombre en todo su significado. No hay ninguna prueba de amor tan intensa como la lágrima de quien amas en tu piel. Cuando eso ocurre, es que no existe frontera alguna, es más íntimo que follar.
En ese instante en el que me siento bautizado por sus emociones, giro con disimulo la cabeza a un lado, me soplo las uñas y me las froto con vanidad en el pecho.
Con chulería sería más correcto.
Si alguien le hiciera daño, le arrancaría la espina dorsal con mis dedos. No soy un hombre refinado como otros; que no sea un envidioso y me importen una puta mierda mis congéneres, no hace de mí alguien pasivo o estoico. No soy inofensivo en absoluto. Y no es por hacerme publicidad.
Odio en la misma medida que amo y me siento orgulloso de ello.
Así pues, a pesar de ser un hombre práctico y que toca de pies a tierra, aún me permito soñar cuando camino con ella de la mano. Un día me guiará por un camino en el aire y saldremos de esta atmósfera de luz vulgar que tanto me aburre e incluso me pudre; hablando de cosas banales sin dar importancia al hecho de que el homicida vacío del espacio no nos mata. Y así acariciaré el terciopelo cósmico.
El polvo de asteroides tan viejo como mi pensamiento se prende en mi ropa como una pátina añeja; pero en su cabello oscuro parece oro viejo. El universo huele a melancolía fría y estática. En el espacio están las añoranzas expuestas y de la mano de mi no-diosa los sueños viajan en carrusel a nuestro alrededor.
Me siento pequeño y le ruego que no me lleve de vuelta allá abajo. Quisiera estar más tiempo ahí, toda la vida.
Me pellizca una mejilla y me dice:”¡Uy, cuanto te quiero!”.
Los hombres no lloran, y yo que siempre he sido incapaz de llorar, tengo que taparme los ojos con la mano y decirle que si llego a saber que salimos al espacio, me pongo gafas de sol, el polvo estelar es un poco irritante.
Cómo se ríe...
Si hubiera una leyenda sobre ella que explicara el origen de su divinidad, creería que es una diosa y tal vez la veneraría; pero es una mujer. Es piel, carne y amor. Sólo es posible amarla y cuidarla porque es frágil. Casi tanto como yo.
Enciendo un cigarro frente a un planeta que ella llama Dulcerimious, hay tres lunas una azul, una roja y otra verde. La tierra es ocre, los pies se hunden en ella y tiene la temperatura de su piel.
Es un cigarro lo que estoy fumando, lo juro. Es ella la especial, la autora de mundos de inenarrable belleza. De momentos de serenidad.
Cuando mi lágrima cae en aquella tierra, se forma un minúsculo cráter. Sube una nubecilla de polvo y se arremolina en caprichosas volutas: un pequeño brillante aparece en el cráter. Ella me mira atenta, sonriendo.
—Una más, cariño, llora una más por mí.
Lo difícil es llorar sólo una. En este dichoso Dulcerimious, el polvo me provoca irritación y las lágrimas son incontables e incontenibles.
Dos pequeños cráteres se han formado a nuestros pies, cuyos brillantes reflejan desde su interior los colores de las tres lunas.
El vértigo de la belleza es simplemente aniquilador y las murallas de contención de las emociones, hace ya un par de segundos que han estallado.
Llorar con ella es reír. Se libera el líquido acumulado en el organismo, seguramente por la descomposición de las sales minerales. Cualquier físico diría que en esa atmósfera se disuelven con más rapidez, y ¡hala!, a llorar como una Magdalena.
Es extraño Dulcerimious, no te puedes fiar de ver a un hombre reír, seguro que está viviendo un drama devastador. Ella se ríe cuando pienso esto en voz alta; pero se ríe de verdad, no llorando como yo. Me dan una rabia las listillas...
Cuando la beso y cierro los ojos, mi amor por ella es de esos tres colores lunares que se han quedado grabados en mi retina y el amor ya tiene todas las propiedades de un ser vivo. Tamaño, peso, calor y color.
Ella me ahorra la tristeza de la vuelta a la Tierra, no deja de besarme hasta que siento el sol calentar mis hombros. Mis lágrimas se han secado y su sonrisa me conforta de esta tristeza que me produce el retorno.
No hay misterios, no son posibles en este mundo feo; pero ella lo es. Nada explica como es posible amar con este afán en este tiempo y en este lugar.
Mi bello misterio...


Iconoclasta

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