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13 de junio de 2006

Llorar

No pasa nada grave, a veces ocurre.
Una reacción al polen, un resfriado, una mota de polvo, una puñalada en el corazón…

Suele pasar, uno llora sin que le den permiso, sin razones (mentira y mentira y mentira). Sin ser necesario.
Llorar no es grato, sea cual sea el desencadenante es un producto del dolor. Hasta para el llanto de la risa, los ojos lloran por unos pulmones cansados de reír. Colapsados.
O emocionados porque hacía tiempo que no reíamos tan a gusto; sin quererlo los ojos lloran por tiempos pasados.

Llorar es la putada de las putadas.
Es una locura. Debemos consolarnos diciéndonos lo sensibles que somos y no hemos de sentir vergüenza por llorar. Las lágrimas son una respuesta física a una piel deshidratada, seguro que arrastran colágenos y alisan la piel.
Algo bueno tiene que tener todo este fluir.
Un bálsamo de juventud.
Mentira.

Ojalá sintiera vergüenza en lugar de este dolor que me hace ver puntos de color rojo en el aire. Que me dobla como una náusea.
Cuando uno llora es porque la cota de dolor se ha hecho insoportable. Seamos claros y sinceros por una vez, coño.
¿Veis? Lloro de risa, recuerdo su sonrisa traviesa cuando me pegaba en la piel desnuda de la espalda un vaso frío para sorprenderme. A ella le gustaba mi escalofrío, mi desmesurada reacción al frío repentino. Y sólo fueron dos o tres vasos los que la hicieron reír.

Si esto es mi risa ahora, me cago yo en la puta risa.
¿Por qué siento estas ganas de arrancarme el cabello a tirones?
Dejad que me engañe.
Ella siempre sonreía, decía de sí misma ser especial, que se bebía la vida a tragos largos dejándose embriagar.
Me meso los cabellos de risa también.
Aprendió a reír con los chistes de otro.
No tenían gracia aquellos chistes y ella le reía, le animaba acariciándole el hombro.
Quise creer que era simpatía y amistad.
Me engañaba yo mismo y lloro mi vergüenza también.

No me quería ya, porque cuando quiero a alguien, si llora, lo acojo entre mis brazos y le digo que todo se arreglará.
No sentí consuelo alguno, no me arropó.
Pero está bien, con tanta lágrima he rejuvenecido.
Si pudiera mirarme en el espejo con suficiente claridad creería tener diez años menos.
Lágrimas bellas.

No hay belleza alguna en llorar. Es horrible llorar por ser indiferente para ella. Me siento desgarrado, partido.
Me han arrancado el podrido corazón con las uñas.
He de convencerme de otra cosa: no es por ella este llorar sosegado e intenso.
Goteo por alguna aleatoria razón fisiológica. Tal vez soy alérgico a mí mismo.
Me juro a mí mismo que no hay una voluntad destrozada tras esta cascada salina.
No hay fracaso ni condenación.

¿Acaso es pecado llorar por nada?
¿Acaso no sería mucho más insensato lanzarse por este acantilado y que mi cráneo fuera rojo coral sobe la superficie de las verdes rocas?
Volar libre de dolor.
¿Las rocas llorarían al matarme?
No, en absoluto, sería un simple efecto visual desde la distancia.
Las rocas lloran solo emocionadas.
Como yo.
No lloran, es la sangre que se escurre por ellas, la que les da esa trágica apariencia.
No les importa mi muerte, en otro tiempo fueron hombres y mujeres que lloraron. Ya padecieron bastante.
Cráneos verdosos…
Ellas no están solas, no tienen porque llorar, el agua las besa, las abraza… Y aún así, lloran.
Se erosionan por amor.
Las rocas no son alérgicas a algo.
Yo sí, por eso goteo lágrimas.
No lloran como yo desde hace una eternidad.
Es la mar furiosa que llena de sal sus ojos.
Y lloran…

Lloran como cabronas, como yo.
Cabronas como un perro abandonado, así de tristes.
Perro… Los perros son buenos, no son cabrones como yo.
Algo debió pasar que me ha convertido en algo detestable.
Algo a lo que abandonar.
Estúpidas lágrimas… Me escuecen los ojos.
Es un escozor parecido al que me produjeron sus palabras: “Ya no es lo mismo ahora, he de marchar; no puedo soportarte por más tiempo”.
Duele mucho eso, duele infinito.

Ella siempre dijo que era especial, que no se podía atar a nadie. Ella siempre joven y risueña. Y yo envejeciendo sin poder evitar el paso del tiempo como ella lo eludía.
Yo la creí, simplemente disfrutaba de ella cada minuto.
Cada minuto era una victoria en la que el premio era retenerla a mi lado.
Pero se ha marchado, ha subido al coche de aquel hombre joven que cuenta chistes malos. Sonriente como ella.
Llorar… No aporta ningún beneficio. Hace daño.
Las lágrimas no me han rejuvenecido en absoluto, mis arrugas se han acentuado.
Necesitaba engañarme.

Soy viejo y llorón. Las lágrimas me marchitan aún más. Y el dolor es intolerable, insostenible. No hay mentiras que me engañen, lo sé todo.
Tal vez las rocas me acepten, el mar...
Lloraremos juntos.


Iconoclasta

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