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28 de agosto de 2005

Humañams

De la enorme fuente escoge una negra gorda que se convulsiona y patalea entre el líquido rojizo.
Sacude el exceso de salsa y le arranca el vestido. Cogiéndola por el cabello le separa la cabeza del tronco y con el cuerpo entre los dedos se lleva a la boca el muñón chupando con fuerza, sorbiendo su sangre.
Después presiona con el dedo índice y pulgar la cabeza y vacía los sesos en su lengua con delectación.

-Papa, ¿me pelas éste?- y el pequeño le entrega a un tipo rubio muy blanco. Chorrea esa salsa mezcla de vinagre y pimentón.

El padre le arranca los shorts y una zapatilla deportiva. No hacen caso a sus gritos ni a sus lágrimas, apenas ven el leve movimiento de sus minúsculas extremidades. No oyen ni sienten a seres tan pequeños.
Se lo devuelve ya limpio y el niño lo parte por la mitad a la altura de la cintura y sorbe por los enrojecidos extremos.
Deposita los dos trozos en el plato de deshechos.
Carlos sonríe cuando algunos miembros desgajados en el plato, aún se mueven. Es gracioso.
Está contento porque esta mañana con su padre, ha conseguido llenar una bolsa; casi dos kg. Su madre ha preparado la deliciosa salsa y no deja de decir lo buenos que están.

Los humañams son un plato sabroso, no tienen carne pero sorberlos es de vicio.
A veces se acercan hasta el valle para pasear y cazar entre las permanentes volutas de vapor de agua. Es un valle precioso de rojas y pardas hierbas; y en toda la extensión de esa rojiza alfombra, flotan permanentes nubecillas azuladas allá donde hay nidos. Los nidos de humañams.
Algunos son enormes y construyen unas complicadas celdas en las que hay un movimiento febril.
Los humañams son pequeños, apenas superan el par de centímetros.
Para cazarlos basta con plantar una maqueta de centro comercial; un conjunto de tiendas en miniatura, como al que ellos acuden cada semana para pasear y comprar.
Los humañams tienen una inteligencia colectiva, colonial y se sienten atraídos por estas cosas.
En pocos segundos una de estas trampas se llena de humañams, se saca la maqueta y se vacía en la bolsa. Siempre es emocionante ese momento, a veces consiguen hasta 60 humañamans de una sola vez.
Su padre dice que a estos animales les atrae los colores de la maqueta. Una vez metieron un plato con miel para atraerlos pero; sólo consiguieron varios cadáveres.
Los cadáveres no tienen buen sabor. Son un poco amargos y la salsa los mejora pero; no es lo mismo que sorberlos frescos.
Los humañams aprenden enseguida. Viven muy poco tiempo, nacen y mueren en el mismo día. Por eso hay que ir de nido en nido y no intentar la caza dos veces en el mismo día en un mismo nido. Hay que esperar a que se mueran para pillar desprevenidas a las siguientes generaciones.
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Siempre ha creído al observar el universo, que somos el sueño de un gigante. Siempre ha tenido esa impresión cuando el firmamento, a través de la lente de su telescopio de aficionado, parece doblarse. Es un efecto óptico de la refracción de la lente que se hace más visible cuanto más tiempo se está observando a través del telescopio.
Tal vez sea por culpa de la excreción lacrimal provocada por la irritación de horas de observación.
El universo parece doblarse, abrirse, bostezar.
Como si viviéramos en alguna parte del cuerpo de un gigante.
Un universo de plaquetas, hormonas, neuronas... Somos tan pequeños que todas esas células son enormes planetas en un organismo vivo.
Posiblemente sea nuestra pequeñez la que haga infinito a un universo finito y concreto.
Tal vez somos una colonia microscópica en un esfínter inmenso. Acaba de rematar sonriendo ante su escatológica ocurrencia.
Roberto deja de mirar el telescopio y se pellizca y masajea los lacrimales. Le pican los ojos.
Coloca un cd de los Rolling y se enciende un cigarro.
Ha pasado una larga hora observando el espacio desde el pequeño balcón, deseando en su fuero interno encontrar otro telescopio que le observara a él desde ese negro abismo horizontal. Es un aficionado romántico; vida en otro planeta...
Son cosas que uno debe callar para parecer educadamente cuerdo.
A veces mantiene un puntero láser enfocado a Sirio, es una estupidez pero; le interesa cometer este tipo de majaderías, crear un poco de magia.
Se estira en el sofá mientras escucha la música junto con los molestos ruidos de la realidad.
Todo se hace oscuro. Todo se tambalea, las paredes del edificio se han rajado, a través de la ventana ve desaparecer el edificio de enfrente, las personas caen junto con los cascotes.
Su telescopio ha desaparecido por la caída de la cornisa. Con un estruendo aterrador la pared maestra de la fachada ha desaparecido y una enorme masa imposible de abarcar, ocupa su campo de visión.
Parece moverse hacia arriba y de él caen personas aplastadas. Críos que aún lloran. Seres que su cuerpo es mitad carne y mitad cascotes.
El ruido es ensordecedor y todo vuela a su alrededor. Los muertos no gritan, los mutilados abren su bocas en un alarido de dolor y terror. Pero el ruido es tan inmenso que nadie los oye.
Un trozo de techo cae en sus piernas y se le rompen todas sientiendo el crujido sordo de los huesos al pulverizarse.
El sueño de un gigante...
Y se sume en una somnolencia tranquila que lo aisla del dolor inhumano que se ha formado allá abajo, en sus piernas.
Y se vacía poco a poco de sangre.
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Carlos al correr entusiasmado por el valle ha tropezado contra un nido de humañams oculto por la nube de vapor. Su padre consigue sujetarlo antes de que caiga.
- ¿Te has hecho daño?
- No, pero me parece que he roto el nido.
- No te preocupes, los humañams lo reconstruirán en menos de un par de días. Pero ahora no podemos cazar en éste, deberemos ir un poco más al sur del valle, no ha habido tanto excursionista por allí. Seguro que encontramos alguno en el que no hayan cazado hoy.
Carlos restregó la suela de la bota contra la hierba para limpiarla; quedaron restos de humañams y ese material débil que usaban para construir las celdas. Algunos estaban vivos e intentaban llegar a su nido. Consiguió coger un par y los compartió con su padre.
- Al natural también están buenos, papa. No los he aplastado al cogerlos.
Los pelaron sin saber de los terroríficos gritos de miedo y dolor que los humañams proferían. Los partieron por la mitad y después de sorberlos lanzaron los cadáveres al suelo.
Y con una animada conversación se dirigieron hacia el sur en busca de más nidos.
Era un día precioso.
Carlos recordaría con añoranza durante toda su vida esos días en los que iba con su padre al valle a cazar humañams. Como ahora hace él con su hijo.
Adora este inmenso valle; mira hacia el cielo y se pregunta si toda esta enorme belleza no será el sueño de un gigante.
Iconoclasta

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