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23 de abril de 2023

lp--Mosén Jacinto Verdaguer: San Francisco--ic

No lo puedo negar, a veces tengo suerte. Buena, quiero decir, buena suerte.

Hoy ha sido el mejor día de Sant Jordi (San Jorge) o día del libro que he vivido.

Estoy harto de encontrar sólo literatura de consumo, automatizada, estereotipada, sin alma o simplemente infantil. Lo que las grandes editoriales publican como misioneras de un dogma que han de extender. El dogma de la globalización y el pensamiento insectil, banal y pueril. Fácil y sin sobresaltos, sin inquietud alguna; parábolas de tolerancias e inclusiones artificiosas y doctrinales de corte fascista. Lo que antes se conocía como simple educación y hoy elevan a pretenciosos decretos y preceptos pagano-religiosos. De esos que se convertirán en audiolibros para que aprendas lo que debes y pienses lo que quieren, sin entender siquiera como se escriben las palabras que tragas.

Hace años, desde inicios de los ochenta del siglo pasado, que no consigo encontrar literatura de verdad, limpia de la búsqueda de la fama o el “me gusta” o los refritos histórico-esotéricos. Sin adoctrinamientos para mentes simples.

Liturgias que insultan a la inteligencia.

Así que en una bonita tienda de antigüedades y ojeando en una vintage caja de madera (restaurada al efecto) he encontrado esta edición bilingüe (catalán-castellano) de Jacinto Verdaguer de ¡1909!

Además de mi económico, pequeño y pueril capricho de comprar un libro de ciento catorce años. Al abrirlo me he dado cuenta de que tras más de un siglo, no lo ha leído nadie.

Al llegar a casa, hemos sido mi hijo y yo los primeros en comenzar a leer sus páginas, cortando cuidadosamente con una afilada navaja los pliegues de las páginas aún unidas de cuatro en cuatro.

Me he sentido como un ingenuo y torpe explorador ante un descubrimiento. He vivido una sorprendente y gran odisea.

No está mal para un tullido.

Yo no sé escribir ni quiero, de la piedad y la bondad, de la amabilidad, la ingenuidad y ternura desenfadadas y humildes. De una fe o una aceptación a lo establecido.

Pero me gusta conocer aquellos estilos que jamás podría emplear. E intuir el fascinante proceso de aquellos autores, para construir instantes que contagiarían de su pasión o paz a los lectores.

Así que me fascina Lorca y su cuasi metafísica poesía. Y también me conmueve que escritores como Jacinto Verdaguer, dedicaran una parte de su ilusión a escribir poemas de instantes amables, bellos en su simplicidad. Donde se siente en cada verso el fruto de la experiencia mística de la soledad o recogimiento, y el contacto con la naturaleza.

Hoy ha sido un día bonito. Dos veces bien.

No puede hacer daño.

Y ahora a ver cuanto me cobra la usurera vida por el buen momento.


Iconoclasta

21 de agosto de 2020

La rosa


Esta rosa es especialmente roja, sus pétalos son afilados y cortantes. Es peligrosa en su belleza doliente.
Es una rosa especial, la de Sant Jordi, única y real.
Sus pétalos son agudos y templados como el arma que mató al dragón.
Cada año renace para cumplir su milenario sacrificio: bendecir con sangre un libro.
Nació de la sangre y de la sangre vive.
Y cada año alguien la encuentra y sin saberlo alguien la corta del rosal, alguien la comprará, alguien la llevará en su mano.
Un tipo cansado de una jornada de trabajo compra la rosa para su mujer.
No siente especial predilección por las flores. Y piensa que las flores no son felices de ser cortadas por mucha tradición que sea hacerlo.
A él le regalará un libro su mujer, una cosa muerta, algo que no sufre, algo que no siente. Lo prefiere así.
El olor dulce y empalagoso de la rosa lo pone nervioso. Normalmente no huelen tanto, son años ya los que lleva cumpliendo con el ritual en Sant Jordi.
A esas horas del día ya no huelen, ya hace muchas horas que fue amputada de su rosal.
Tal vez sea que la primavera está resultando especialmente cálida. Tal vez sea el calentamiento global que tiene la culpa de todo.
O tal vez sea que la rosa se resiste a morir y lanza su fragancia como un último suspiro.
Las agudas puntas del tallo traspasan el papel de aluminio con la que está envuelta y mortifica la piel de la mano. Como cada año.
Tienen derecho a defenderse las flores: al fin y al cabo están muriendo.
Atraviesa un parque vacío de gente, son las cuatro y media de la tarde y el sol aplasta con su calor el ánimo.
Hay un banco a la sombra de un árbol y se levanta una brisa de aire cálido. Decide sentarse y fumar. Sentarse y refrescar la piel a la sombra.
La rosa perfuma cada paso que da.
A su mujer le gustará. Este año huele especialmente bien.
En el otro extremo del parque hay un puesto de libros y el vendedor se cobija adormilado bajo la sombrilla.
La bandera catalana que cubre la mesa muestra unos colores sin matices debido al exceso de luz.
El único color que destaca es el rojo sangre de la rosa, lo cual le hace sentirse orgulloso.
Se enciende el cigarrillo y cruza las piernas echando atrás la espalda. Ha dejado la rosa en el banco y ambos descansan como dos viejos conocidos.
Ha sido una jornada dura, como cada día. Nada fuera de lo normal.
Tiene sed; pero la fragancia de la rosa parece calmarle. Y el que la fuente esté en pleno foco del sol no ayuda a que mueva sus piernas para beber un agua caliente.
Mirando a ninguna parte, distraídamente, roza uno de sus pétalos y siente un pequeño dolor en el dedo índice: un pequeño corte en el que se ha formado una gota de sangre.
Cree que ha sido la punzada de una espina. Los pétalos son suaves, a veces incluso se comen. No mira ni siquiera la rosa, simplemente mantiene los ojos cerrados para no ver más luz. Para no ver como el calor hace hervir el aire.
Una brisa repentina mueve su cabello cano y arrastra la saturada esencia de la rosa. Parece seda que entra en su nariz para derramarse como un aceite espeso en algún lugar de su pecho.
Le apetece dormir.
Y duerme.
La rosa se acerca a su mano sigilosamente, el tallo se enreda entre los listones que forman el asiento del banco, se afianza.
La flor se abre, sus pétalos se extienden como si flotaran en el aire y rasgan indoloramente la fina piel que cubre las venas de las muñecas. Y las propias venas.
La sangre está a la misma temperatura que el exterior, mana lenta y perezosa, se podría confundir con sudor si no fuera roja.
Un pétalo especialmente grande cubre la herida como una aterciopelada caricia. Y sorbe la sangre con fruición. Las espinas del tallo laten y crecen dejando prendidas en sus puntas pequeñas gotas de un rocío hemoglobínico.
Cada inspiración del hombre se hace más profunda y lenta, sus párpados pesan y la anemia de sangre lo lleva a un sueño cada vez más profundo.
Ya no importa si la sangre es de dragón o de humano. Ya murió el último dragón. Y la rosa roja que cada año florece, continúa con su sacrificio cruento.
El hombre muere sumido en un sueño de narcótico aroma.
La rosa henchida de sangre, lanza al viento microscópicas semillas que en algún momento y en algún lugar germinarán para continuar otro nuevo ciclo, otro nuevo año. Y ante el sol que ahora ha esquivado las ramas del árbol, se marchita con un vapor rojizo que parece flotar con un destino determinado.
A las seis de la tarde, cuando el calor parece dar tregua al planeta, la gente sale a la calle, el parque se llena.
Parece un hombre borracho dormido. Pasan los minutos y la gente se acerca a él; se dan cuenta de que está demasiado pálido, que no hay movimiento alguno en su cuerpo. Alguien le toca la mano que cuelga del banco y lo siente increíblemente frío. La otra mano está junto a la rosa marchita y ambas descansan en un charco espeso de sangre ya negra. Los dedos están amoratados.
La mujer mira con asombro la portada del libro: se ha teñido de rojo y no encuentra explicación a ello, ni a la demora de su marido.
De alguna forma, el hombre ha recibido su regalo del día de Sant Jordi, la sangrienta fragancia ha llevado por el aire y la luz la sangre hasta el libro. La rosa ha cometido un acto de piedad antes de morir.
El forense no encuentra el filo que provocó la herida.
Junto con el reloj, la cartera y un bolígrafo, a la mujer le entregan una rosa marchita en una bolsa de plástico.
El forense sentía una inopinada tristeza por la muerte del hombre y de la rosa. La mujer debía saber que era para ella, todo ese sacrificio, toda esa sangre no merecen ser ignorados.
La rosa marchita parece estar hecha de trozos de carbón y brasas que prometen renacimiento. Su cadáver descansa junto al libro que aún espera ser leído y un llanto desesperado de la viuda.





Iconoclasta