Los que ahora son los Pozos de los Deseos, contaminados con miles de monedas.
Deseos frustrados y hechos picadillo. Cada moneda que lanzan, la masco y la escupo con asco.
No sirven para nada todas esas monedas y me preocupo de que no se cumplan los deseos. Soy el que hace justicia en el planeta, alguien que no se deja vencer por la hipocresía y la cobardía. Al que no le importa nada el desengaño del amante, la salud del enfermo, ni la fortuna de los humildes.
Vivo en los pozos más profundos y oscuros, donde enamorados, optimistas desesperados y desahuciados lanzan el sucio metal por el que viven y mueren.
Un gesto tan vano como sus esperanzas. Carece de utilidad alguna esa mísera generosidad, ese gesto idiota.
La miseria se liga con más miseria y se acuñan más monedas que iluminan ojos mediocres.
Por muchas monedas que lancen, por muy ilusionados, por muchas esperanzas que pongan seguirán igual de pobres y enfermos y los enamorados no confiarán entre ellos.
El hombre se acerca, de puntillas asoma con temor la cabeza rebasando el brocal del pozo para atisbar en su interior, busca agua. Siente el terror de una caída en la oscuridad y aún así, el deseo de lanzar una moneda que conjure la buena suerte. Son cosas habituales, que se hacen día a día como si de un rito se tratara.
Asoma un brazo, y acto seguido un destello metálico me hace parpadear, la moneda choca en su caída contra el muro del pozo para hundirse con un ridículo ruido en el agua infecta. He sentido el silbido del metal en el aire, un deseo.
La conciencia colectiva de la humanidad podría hacer realidad esos deseos si el número suficiente de humanos así lo desea. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la humanidad es una plaga que diezma los recursos del planeta, una plaga que se ha escapado a toda ley natural. Yo soy el que mantiene el equilibrio en los pozos de los deseos, el que evita que los deseos se hagan realidad por algo tan idiota como lanzar una moneda a MI POZO.
La única razón por la que se les llama pozo de los deseos, es porque yo lo digo y lo escribo y la gente se lo cree. La humanidad es mucho más simple de lo que se piensa.
Madre Naturaleza, no, ella es retorcida como los dedos de mis garras.
La mujer del pecho enfermo atisba de puntillas asomada al brocal del pozo, lo hace con temor, es tan profundo y tan negro que todo lo malo está aquí abajo. Lo bueno está arriba, mirando al cielo a mano derecha.
Ha tirado una moneda y ha deseado en silencio y con gravedad liberarse sana y salva de ese cáncer que poco a poco crece ahí, en su mama. Un gesto de candor, un sacrificio a la inocencia, a la ilusión y a la esperanza.
Pedir un deseo, no puede hacer daño, no puede hacer daño creer en la magia.
Y una mierda.
¿Por qué lanza la moneda a un sitio tan oscuro, allá donde el mal habita con toda probabilidad? No sabe que con ese pago vende su alma al diablo. Soy un lírico trágico.
El planeta no es un diablo y no quiere su alma, no importa en absoluto su alma ni las de un millón como ella. Es la mera justicia de la naturaleza. Lo único que importa es evitar que dos pulmones sigan respirando. Sólo nos interesa el cuerpo, sólo nos interesa que la plaga no se extienda más allá del camino sin retorno.
Nadie puede cumplir un deseo por una miserable moneda, sería injusto para con los demás seres del planeta que no tienen.
Con miseria se compra miseria y con sutura cierra los cuerpos abiertos un forense. Y la sutura sutura los párpados muertos de un cadáver que no se quieren cerrar.
El cielo mismo clama y suplica mi intervención, el cielo se siente sucio y asqueado de que la hipocresía lo use para respirar. No quiere llenar pulmones, tantos pulmones. Es agotador.
Y como una sombra subo veloz hacia ella que cree ver un movimiento irreal, y es tan espesa la oscuridad que los ojos se quedan prendidos de esa masa densa y llena de negro, la mujer oye su propia respiración resonar en cada piedra del muro. Y eso causa un efecto sedante en el deseoso, lo tenemos todo planeado.
He subido gritando como una bestia innombrable y se ha aturdido. Soy veloz, eficaz.
Madre Naturaleza ha de revisar mi salario. ¡Ja!
El humor negro, si es a costa de otros, siempre es inteligente.
Estoy muy cerca de ella, le acaricio su pecho enfermo y siento el tumor que lo pudre. Su respiración se agita y se lleva la mano donde yo la he puesto, sobre mi sombra, sobre parte de mi ser. Se palpa el bulto que ahora parece latir como un corazón más. Un negro corazón.
― Morirás y te meteré esa moneda que has tirado en la boca, para que sientas el sabor frío de un deseo no cumplido.
Se le escapa una furtiva lágrima al reconocer que es el final; aquí en las profundidades, también escucho música. Y cuando afirmo algo, quien escucha, no puede evitar sentir la verdad pesada como una lápida.
No hay nadie cerca, su hijo y su marido ojean a muchos metros de aquí los puestos de recuerdos turísticos, una horda de turistas multicolor se aproxima cruzando la pasarela del foso que rodea el castillo, pero nadie mira algo tan banal como a una mujer tirando una moneda al Pozo de los Deseos.
La discreción ante todo, cuando se puede mutilar se hace, cuando no, hay que recurrir a otros medios.
Soy mental, soy físico, soy químico, soy biológico. Están en mis manos todas las formas posibles para evitar que un deseo se cumpla.
Cuando me aparezco ante ella, cuando mi cabeza se hace visible y me reflejo en sus ojos con mi boca irregular que sonríe, mi lengua rasgada y mohosa que lame las manos apoyadas en el brocal y mis dientes que son monedas serradas clavadas con dolor y odio en las encías sangrantes; intenta gritar ante el horror, intenta escapar cogiéndose el pecho que abrasa por dentro. El tumor se ha extendido, las esporas malignas han llegado hasta su hombro aceleradas por un deseo de selección natural y siente la muerte galopar por su sistema linfático a la vez que mis dientes se cierran en sus labios desgarrándolos. Mis manos apresan su cabello para lanzarla como una moneda más a lo profundo.
Su grito me estremece…
Puede que sea buena persona, que haya sufrido, que su hijo se apene y bla, bla, bla, bla…
Está muerta desde el mismo instante en que la moneda lanzó un relámpago de luz a mis ojos sin párpados. La madre naturaleza no me dio párpados para que jamás pudiera cerrarlos.
Tras la vertiginosa caída, no ha muerto aún y rebusco entre el limo del fondo para sacar la moneda que ha tirado.
― ¿Esto es lo que vale un deseo? ― mi propia voz me asusta, no suelo hablar en voz alta a menudo.
Y aunque en esta oscuridad no pueda ver, le muestro a sus ciegos ojos la moneda.
― Es el precio de tu muerte.
Me la meto en la boca, la masco, la escupo en mi mano y me la meto en el culo. La naturaleza es obscena en su crueldad y yo soy sólo un pobre intento de esa obscenidad, hago lo que puedo y si he de sacrificar la elegancia no me importa.
Golpeo su cabeza contra el muro hasta que el cabello queda pegado a las piedras con trozos de hueso y piel. Y lamo la carne fresca y sangrienta, soy un sibarita.
Me meto los dedos en el ano y extraigo su moneda, la deposito en su boca. Y dejo que flote su cadáver, se está muy solo aquí y se agradece cualquier tipo de compañía.
Me hago limo cuando cabezas curiosas se asoman para gritar a la mujer que han visto caer.
Pasan los minutos debo esperar, ser cauto; ahora vendrán hombres para rescatar el cuerpo.
Las heces de su vientre flotan como corcho podrido en el agua.
Estoy harto y deseo decirlo al mundo entero, a todos los cretinos que lanzan sus monedas sucias y falsas con la esperanza idiota de tener suerte. Me pagan por su ruina y miseria sin darse cuenta.
Incinero vuestros deseos, soy yo el que impide que se cumplan deseos pretenciosamente pagados con una miserable moneda.
No es maldad, es higiene; simplemente cuido del planeta. Soy una terrorífica conciencia, una creación de la madre naturaleza. Es necesaria la muerte y la miseria, el desengaño y el miedo, el odio y la violencia, la envidia y el robo.
Hay demasiado cariño, amor, salud y dinero.
Soy lo que evita que ningún gesto idiota como lanzar una moneda al pozo, pueda hacer realidad un deseo y prolongar vidas innecesariamente. Todos tienen derecho a vivir y no puede un ser quitarle el aire y el espacio a otro con una mera superstición.
Alguien debe tener algo de cordura.
Soy un fango informe en el fondo de un pozo de agua cenagosa y podrida. Tan profunda que la pestilencia no llega al exterior. Se tatúa en las paredes.
Repto como un insecto para asomarme al mundo y deleitarme en llantos y zozobra. A veces es necesario aplastar la risa y la dicha.
En cada moneda conjurada por vosotros hay una huella de hipocresía, de una falsa inocencia forjada en el miedo a envejecer y empobrecerse.
La moneda es tan egoísta como los sentimientos que disfrazáis de generosidad. El egoísmo está muy lejos de parecer bondad.
No son tan bellos vuestros sentimientos, no son para nadie más que vosotros por mucho que lancéis las arras de la miseria cerrando los ojos como beatos que no piden nada para si.
Soy una sombra, soy un reptil, un anfibio, soy un virus y soy un asesino. Todo depende del deseo. Siento un asco infinito por el hombre rico que lanza una moneda para ser más rico. Y siento desprecio por el enfermo sin voluntad que se aferra a una sucia moneda para sanar. Y siento la estúpida sensiblería de los eternos enamorados.
Es una mala cosa esto de ser el guardián de los pozos de los deseos, tienes que escuchar constantemente lamentos y estúpidos e inmaduros deseos de prosperidad y salud. Alguno pide la muerte de alguien de vez en cuando, son los cobardes, los que se pudren entre la envidia y el odio y no son capaces de solucionar el problema, de erradicarlo. De matarlo, destrozarlo, desmembrarlo y comérselo.
Luego está el buenazo que sólo pide paz y armonía, pero miras sus ojos y todo es basura.
Los haces de las linternas horadan la oscuridad sin que llegue al fondo, la luz se queda a medio camino, el muro del pozo absorbe todo.
El bombero encargado de rescatar a la mujer, flota en un limbo oscuro...
― ¡Parad!, ya he llegado.― le dice a la radio.
Encuentra el cadáver y toca con la punta de los dedos la carótida.
― Está muerta, te lo aseguro.― le susurro hecho sombra.
Estoy íntimamente pegado a él. Cree que este susurro ha sido su respiración y aún así no puede evitar sentir el miedo. Y mira constantemente a un lado y a otro enfocando con la linterna.
El foco de luz se ha detenido en los restos de la cabeza que están pegados en la pared.
― La mujer está muerta.― comunica por radio.
Una camilla de rescate baja rozando las paredes, así colgada parece el esqueleto de una crisálida.
― Pide un deseo,.. tira una moneda y pide un deseo. ¡Ahora!― le susurro de nuevo.
Se gira con rapidez buscándome.
― Bajadla más deprisa, aquí hace frío.― miente por radio.
Tras unos largos minutos en los que colgado del arnés, asegura con dificultad el cadáver a la camilla, habla por la radio y pide que los suban.
― Tira una moneda.― he elevado tanto la voz y es tan gutural que los que jalan de las cuerdas, allá arriba, han preguntado por lo que su compañero ha dicho.
― Por el amor de Dios, tirad más deprisa.
― Una moneda…
No he podido vencer su miedo, a veces presiono demasiado; no he conseguido que tire una moneda. Es un bombero tacaño.
Se le escapa un gemido de terror cuando le atrapo la bota y tiro de él.
― Una moneda…
Los de arriba jalan con más fuerza de la cuerda y mis dedos resbalan por la superficie de la bota mojada.
Cuando el cadáver sale al exterior, el silencio se apodera del viejo castillo, los turistas observan a distancia el cadáver y al hombre que grita histérico. Al niño que no se mueve, pálido y demudado como su madre muerta.
Jesús no puede dormir, da vueltas en la cama, el sueño de su compañera es un rítmico rugido que no le permite perder la conciencia. No ayuda esa respiración profunda a borrar de su mente el cadáver que ha sacado esta mañana del pozo. Pero lo que desea olvidar de verdad, es la sensación de terror y peligro que había en la oscuridad de aquel pozo, la terrorífica presión de unos dedos agarrando su pie por unos segundos. Si tuviera una cruz la besaría, la mantendría en su puño.
Y sus ojos buscan entre las sombras del mobiliario y de las paredes algo que se mueva.
Hay algo en la vertical sus ojos, del techo pende una bolsa oscura, un bulto; algo de tres dimensiones que palpita. Intenta elevar el brazo hacia eso, pero el miedo es tan profundo... No puede moverse.
Ella no sueña, no es ella la que ha soltado esa risita infantil.
Cuando siente que su corazón está a punto de estallar, da un giro brusco hacia la izquierda y enciende la luz de la mesita.
― ¿Qué pasa Jesús? ― le pregunta ella sin haber despertado del todo.
Oír su voz ha sido un alivio, ha espantado al monstruo de su imaginación.
― Nada, sigue durmiendo.― le habla en voz baja mirando al techo blanco del que no cuelga nada.
Casi sonríe ante su infundado miedo y más tranquilo, apaga la luz.
En el último segundo, le ha parecido ver una sombra saliendo veloz de debajo de la cama para reptar por la pared como un inquieto y enorme insecto.
Piensa que está cansado, que la vista le ha jugado una mala pasada.
Y la risa otra vez.
Siente un deseo infantil de despertar a Sandra.
Recuesta la espalda de nuevo en el colchón y cuando mira al techo, el bulto está de nuevo ahí, pero no es un bulto. Está a escasos centímetros de su cara. Huele a podrido y siente el frío de una humedad pegajosa, su vejiga se afloja y la orina empapa las sábanas.
La escasa luz que se filtra por los resquicios de la ventana ilumina unas monedas rotas y clavadas en unas encías sangrantes. Una garra resbaladiza y fría le amordaza con rapidez la boca, las uñas se están hundiendo en sus mejillas, son cuchillas que violan la piel y la carne muy adentro, muy profundamente.
― Nadie cumple sus deseos en mi pozo. No puedes vivir. Deseaste salir de allí, lo deseaste con tanta fuerza que sentí náuseas. Y no me diste una moneda. No puedes vivir, Madre Naturaleza no quiere más ganadores. Ni morosos.
El monstruo del pozo volvió a reír como un niño travieso cuando apoyó su mano en el pecho de Jesús, encima del corazón; escarbó con las uñas la carne y le arrancó el corazón. Lo dejó al lado de la cabeza de Sandra.
Nadie pudo explicar qué clase de locura llevó a Sandra a cometer ese crimen. Ni ella misma lo recordaba. Tampoco hallaron razón alguna para que le metiera una moneda de 50 céntimos en la boca.
Sandra pasea por el jardín del sanatorio mental, han pasado nueve años desde aquella noche y su sangre es un cóctel de psicotrópicos. El viejo pozo está abierto y por él desciende una manguera de un camión cisterna de limpieza.
Desea salir de allí, de ese hospital, desea sentirse bien. Una moneda brilla en el suelo la coge, sube el escalón y apoya la cintura en el brocal; cerrando los ojos lanza la moneda al interior.
Un grito desgarrador que nace de la profundidad sube veloz hacia ella, cuando piensa que sus oídos van a estallar, siente que le arrancan el cuero cabelludo de un tirón. Ya es todo oscuridad y su cuerpo rebota mil veces contra la pared del pozo en una caída interminable.
La risa…
Iconoclasta
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