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29 de diciembre de 2005

Oscuro

Oscuro...
Quisiera que el sol no saliera. Que las nubes taparan las cimas de los edificios más altos.
Negras nubes de una tormenta sobrenatural.
Opacas nubes que a nadie gustan, que presagian tristeza y fatalidad.
Que tienen el poder de frenar los lejanos rayos de un sol furioso que disfraza de luz el llanto y el sufrimiento.
Colores hipócritas pintados por un dios asesino.
Del sol mentiroso cuyos cancerígenos y rabiosos rayos se han erigido en falsa esperanza.
Como los falsos dioses creados.

El sol que estalla allá lejano y furioso.
Letal...

Un ser eternamente furioso que intenta por todos medios calcinarnos. El sol es una mala cosa; el sol crea colores que distraen de la muerte. Evapora las lágrimas como la muerte evapora el fluido de los cuerpos.
Y en las playas los cuerpos se broncean de mentira y rabia, de un calor que abotarga el cerebro. El sol se ceba en sus pieles, inmisericorde. Los hombres no son plantas, no tienen función fotosintética y sus pieles se resecan. Los humanos no florecen.

Hace décadas, en el colegio nos explicaban sobre los beneficios del sol.
Y yo miraba el sol reverenciándolo como un dios, creyendo que sus rayos me harían más fuerte, más inteligente. Que mi piel almacenaría suficiente luz para refulgir en la oscuridad.
Cada día intentaba mirar directamente al sol, hasta que me saltaban las lágrimas; quería acaparar luz, cerrar los ojos y rasgar la oscuridad de cada noche.
La oscuridad era lo contrario de la vida, la muerte.
Era demasiado pequeño para entender.

El sol dio vida a la tierra.
Mi sol salvador.

Sentía que cada día podía aguantar más tiempo su visión. Y llegó un momento en el que, aunque todo era muy oscuro a mi alrededor conseguía mantener mi mirada fija en él.
Y cogí una lupa y miré el sol a través de ella.
Un calor divino calentó mis iris y pupilas a medida que todo se oscurecía.
En ese momento vi el sol sonreír malvado, un enorme ojo se abrió feroz y escupió sus rayos que entraron a través de la lente y sentí como si los ojos se me frieran.
Y todo fue oscuridad, todo se tornó negro. Mi ultima visión fue ese guiño sádico del sol.
Vagué por las calles tropezando con la cartera en la espalda hasta que alguien me cogió de la mano y me llevó a un hospital.

El sol no quiere que nadie le mire.
Se cree un dios y es un monstruo.

Desde entonces huyo del sol, intento desenmascarar su verdadera maldad, decirle a todo el que conozco que es un ser malvado. Que duele mirar y que él nos bombardea. Nos envejece, nos consume, nos seca. Nos hacemos viejos por él.
Lo entendí con aquel calcinador rayo que abrasó mis retinas.

Que las nubes sean eternas, que ni un solo rayo atraviese la atmósfera.
No creáis en los científicos, ellos son sus servidores.

Cuando siento que el sol calienta mi piel, me escondo en las sombras. Cuando siento el calor del suelo atravesar mi calzado, grito y aúllo.
Yo ya no tengo escape, mis ojos por siempre ciegos, ya no pueden evitar ese punto luminoso y cegador, siempre está aquí dentro.
No puedo cerrar los ojos más de lo que lo están.

En mi cabeza...
He golpeado tan fuerte mi cabeza para sacar la luz de ahí dentro...
Y sólo sale sangre, y dolor. Y desesperación.

Es una claridad cegadora con la que duermo, es la última visión del sol que ha quedado grabada en mi cerebro. Su sonrisa malvada y vengadora.

Oscuro... Quiero ser sombra, quiero ser negro y fundirme con las sombras, quiero morir. Quiero que suelten mis manos atadas a la cama. Que alguien abra mi cráneo y tape mi cerebro con la mano; que me oscurezca.

Una nube, sólo una nube oscura; una nube portadora de muerte, de liberación.
Quiero ser oscuro.

Iconoclasta

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