Silbo feliz paseando por la calle, son las 10:30 de la mañana y todo fluye; sólo pienso en mi propia felicidad, en que tengo algunas cosas por hacer, o tal vez ninguna.
Ya irán surgiendo, me gustan las sorpresas.
Como la que me ha dado el médico hace apenas 15 minutos.
-Tiene un tumor cerebral, Pablo y ya ha afectado una parte muy importante de la masa cerebral, no se puede operar.
-¿Y por qué siento este dolor tan leve y no uno tan fuerte como los de antes?
-Porque se ha destruido tanta masa cerebral, que ya no puede apenas transmitir dolor.
-¿Y cuánto puedo durar?
-Una semana con mucha suerte; aunque en cualquier momento puede llegar una muerte súbita. Es importante ahora relajarse, descansar mucho para no acelerar el proceso.
-Gracias doctor.
Y el bueno del doctor me miraba para evaluar mi respuesta, estaba preparado para una crisis nerviosa. Le ofrecí la mano para distender el ambiente opresivo de esa violenta situación.
Había tristeza en sus ojos.
Estoy seguro de que mi felicidad se debe al mal estado de mi cerebro, pero está bien así; no me gustaría morirme llorando y sufriendo.
Y me decían que el dolor de cabeza era cosa de nervios... Y venga tomar aspirinas y vomitar de puro dolor.
No quería ir al médico precisamente por esto, porque seguro que me iban a encontrar algo malo.
Evito pensar en mi esposa y en mi hijo, su pena y dolor sería más potente que el miedo y dolor que yo pudiera sentir.
A mí no me parece que me quede una semana de vida como máximo; creo que soy eterno.
No me duele nada, soy feliz. No estoy deprimido, la prueba es mi sonrisa amplia.
He decidido vivir una vida plena y despreocupada. Los condenados a muerte tenemos ciertos deseos por cumplir. Como todo el mundo, sólo que a los que nos morimos deprisa, se nos antojan más urgentes
Así que no pienso en nada. Sólo paseo por la ancha avenida disfrutando de los escaparates. Me he comprado una pluma preciosa.
Son las 10:45 y un viejo "amigo" apoya su anciano cuerpo en un bastón, cojeando lentamente y respirando fuerte; deja un olor a sudor rancio que ofende el olfato. Como muchos de los viejos que he tenido que soportar en los transportes públicos. Seguro que todos no son así de cerdos pero; a mí me llaman la atención los hediondos.
Yo tenía doce años y en la puerta del colegio estaba insultando a mi hermana, una pelea de críos. La llamé "cerda" y una mano áspera, desconocida y sorpresiva me abofeteó la cara. Me ardió la mejilla durante días; la vergüenza y la rabia anidaron en mi mente deseando matarlo, destruirlo, joderlo a patadas en la cara. A palos.
- A ver si así aprendes más educación, mocoso.- me dijo un adulto con recia voz mientras yo lloraba de rabia.
Como crío que era, en pocos días el odio dio paso a un velado rencor, después se convirtió en mera antipatía. De tarde en tarde me cruzaba con él, sin que me mirase a la cara. Con el tiempo comprendí que era un borracho de mierda, o eso imaginaba. Me abrió los ojos a lo que era el odio, en aquel instante en el que me abofeteó, supe que podría matar a alguien en un ataque de ira. Era cuestión de crecer para ser poderoso.
Y hasta la fecha, las pocas veces que lo he recordado, ha sido una simple evocación anecdótica que ni siquiera me ha entretenido.
Pero resulta que me voy a morir y el muy cabrón va seguir vivo. Y eso no me gusta.
Avanzo rápido, y le quito el bastón de la mano.
La avenida está flanqueada de bancos de piedra y árboles, hace calor y los viejos a esta hora se encuentran absorbiendo el sol a través de sus pieles cuarteadas; como lagartijas. Reptiles.
Los hay a patadas en ambos lados del paseo ocupando casi todos los asientos.
Me llama cabrón con aquella recia voz con la que me enseñó educación, al arrebatárselo de un tirón.
Y levanto el bastón por encima de mi cabeza, con la empuñadura metálica en lo alto, pesada y agradable. Da confianza.
Con una gran velocidad lo estrello contra su mejilla izquierda y su cabeza apenas se mueve, pero hasta los lagartos que están sentados en los bancos han oído crujir su dentadura postiza que escupe a trozos entre la sangre que mana de su boca.
Cuando alzo el bastón de nuevo, comienza a caminar lentamente de espaldas para evitar el próximo golpe, así que le impacto entre los ojos, trastabillea y cae al suelo, descamisado y enseñando el elástico de unos sucios calzoncillos.
Y le golpeo en las sienes con fuerza, como un aizkolari partiendo un tronco; una vieja se aproxima para mediar y le doy una patada en el bajo vientre que la hace caer redonda al suelo gritando como una marrana con ambas manos sujetando su vieja barriga.
Unos cuantos viejos se han puesto en pie y ni siquiera se atreven a acercarse para ayudar a la vieja que no cesa de decir "ay, dios mío, ay dios mío, ay dios mío..." Estoy a punto de darle una patada en la cabeza de lo nervioso que me pone. Así es como este viejo me enseñó a ser bueno, con un buen golpe.
Sólo que yo era un crío.
Sigo con el viejo educador que tiene los dedos rotos, porque ha intentado proteger la cabeza con las manos y no ha servido más que para que sufra más. Sus viejos y baratos pantalones de tergal se han mojado de sus propios orines y su panza blanca asoma por encima del cinturón.
- A ver si tienes cojones ahora para pegarme una bofetada, idiota.
Y me agacho muy cerca de él para que me abofetee como cuando era un crío.
La lengua asoma amoratada por entre su boca rota, y sigo golpeando sus sienes, con gracia, con plena dedicación. Le digo que tiene la suerte de conocer a un inmortal. Que no se queje tanto, cuando muera sonreirá a su puto dios si existe.
- Aunque creo que te pudrirás en un infierno, idiota.- le digo con toda seguridad.
Hay tanta sangre en el suelo y está tan quieto, que me doy cuenta de que está muriendo, su lengua ha virado al azul y en un último golpe de ira le meto el puño metálico en la boca rompiendo las encías e incrustándolo en el paladar.
Cruzo rápido el paseo central de la avenida esquivando coches detenidos, jaleado por los gritos de todos esos reptiles. Me sumerjo en las calles secundarias que tanto conozco, justo en el momento en el que el ruido de una sirena se aproxima desde lejos.
Un corrillo de viejos oculta el cuerpo ensangrentado con curiosidad morbosa. La vieja de la patada está en el suelo lamentándose aún y enseñando sus bragas grandes y horrendas. Sus muslos gordos y viejos. No es erótico.
Los hay que me miran extrañados cuando me cruzo con ellos por las estrechas aceras al verme silbar, al ver que doy pequeños saltitos de alegría.
Sonrío mucho y sólo ahora soy consciente de que me estoy muriendo.
Me siento bien, siento que todos los asuntos se están cerrando, que no quedará ninguna cosa pendiente y que se acordarán de mí durante años. La sombra de la muerte se aleja, sólo ha sido un mal momento.
Soy eterno e inmortal.
A pesar de que ya estoy alejado de la avenida al menos siete calles abajo, me llegan los ecos de las sirenas. A escasos metros frente a mí, un coche de policía ha cruzado veloz la travesía con su sirena ululando a toda hostia.
Al pasar frente a la tienda de juguetes, compro un juego para la cónsola de mi hijo, uno que quería comprarse con lo ahorrado de la paga de sus abuelos. La dependienta lo guarda bajo el mostrador con su nombre. Lo guardará todo el tiempo que haga falta hasta que Jordi lo recoja.
Tengo hambre y entro en un bar de estética rústica donde pido un bocadillo de tortilla de patatas y cebolla, con el pan untado con tomate y aceite, una cocacola grande y unas croquetas artesanas de jamón de bellota.
Sólo un par de mujeres ocupan una de las muchas mesas.
A mi hijo le encanta almorzar conmigo los sábados, le gusta sentarse conmigo en el bar y hablar y hablar de sus cosas, de los juguetes que le gustan, de sus amigos. Me pregunta cosas de los demás, el porque de todo.
Le gustan tanto los bocadillos de tortilla...
Me hace sentir triste.
Y se me escapa una lágrima traidora, así que comienzo a pensar en la buena paliza que le he dado al viejo cabrón y aunque mis ojos lloren, mi alma ríe feliz.
Abro la agenda de bolsillo y con la nueva pluma escribo:
Mi amado Jordi:
Ahora estoy tomando un bocadillo de tortilla de patatas y me acuerdo mucho de ti. Cuando leas esto, seguramente estaré muerto. No te preocupes, pequeño. No habré sufrido nada y me voy queriéndote como nadie imagina. Resulta que tenía un tumor en la cabeza, un bulto que se come el cerebro. Eso sólo nos pasa a pocos, no te preocupes.
Estudia mucho, pero no creas lo que te cuenten de mí. Si he matado a alguien, es porque se lo merecía. Nunca había hecho daño a nadie, siempre he soportado las malas jugadas con paciencia, esperando que un día pudiera sentirme bien de no haber perdido los nervios.
Y la vida muchas veces es mala, y ha querido que me muera pronto, sin apenas disfrutar de ti.
No existe la justicia, y siempre he tenido miedo de morir sin poder devolver al menos en una parte el daño o las ofensas que me han ido haciendo otros a través de los años.
Y por eso he matado a ese viejo, porque cuando tenía tu edad me abofeteó, me hizo sentir pequeño e insignificante.
Me pegó sin ninguna razón, sólo por placer.
Lo he pensado en muchas ocasiones y yo nunca hubiera pegado a un niño. Ni a ti, mi pequeño.
En la tienda de juguetes que te gusta, has de recoger un paquete que he dejado a tu nombre, ya está pagado, en el departamento de la agenda encontrarás el recibo y el resguardo para retirarlo.
Te quiero mucho, si me cuesta morir es por ti.
No contestes mal a la mama, cuídala porque se va a encontrar tan triste como tú. Abrázala y déjate abrazar y besar. Déjate querer y admirar y sigue mirándola como nos miras a los dos, con ese cariño hacia nosotros que se te escapa por tus ojos brillantes.
Llorad mucho y pronto, os sentiréis mejor y pronto pasará lo malo.
Y cuando pienses en mí, que sea con una sonrisa. Incluso cuando me enfadado porque no entendías los deberes; ya comprenderás que a veces los padres hacemos cosas que no deseamos y que cuando las hemos hecho, nos arrepentimos.
Un beso y un abrazo y una pena por dejarte.
Y así escribiendo, acabo de almorzar. Me enciendo un cigarro mientras tomo el café. Una de las mujeres me sonríe, supongo que un hombre con los ojos llorosos ofrece cierta simpatía.
Cuando salgo de nuevo a la calle todo parece menos ruidoso.
En una joyería compro unos pendientes de coral y oro para Sonia, mi esposa. Si en un par de semanas no ha pasado a recogerlos, la llamarán a su móvil.
Me siento en un banco, son las 12 del mediodía. Abro la agenda y le escribo a Sonia una carta de despedida.
Hola Princesa:
Seguramente cuando leas esto ya lo sabrás todo pero; quiero ser yo el que explique. Aquellos dolores de cabeza se debían a un tumor que ya se encuentra muy avanzado. El médico dice que apenas siento dolor porque ya tengo el cerebro casi podrido.
Te he comprado un regalo, necesitaba hacerlo. Te debía lo mucho que me has cuidado, lo mucho que me has querido. Lo mucho que has tenido que soportar de mis arrebatos de mal genio y rebeldía. Deberás perdonar que me haya amargado más de una vez por no poder hacer algo más diferente a lo que hace el resto de la gente.
¿Te acuerdas que siempre bromeaba sobre lo que haría si me dijeran que me quedaban unas horas de vida? Pues supongo que no era broma, las cosas se han devenido así.
Se me ha cruzado por delante aquel tío que me pegó de pequeño y me ha dado mucho coraje saber que me sobreviviría. No he podido evitarlo, pudiera ser que sea un acto de locura por mi sesos hechos papilla; pero me siento muy bien, mi vida.
Lo he matado a golpes y me siento feliz. Si ahora me muriera, mi cadáver mostraría una sonrisa.
Siento mucho que te quedes sola al frente de los gastos, siento mucho no poder hacerme viejo entre vosotros, si pienso demasiado en ello, se me escapan las lágrimas y como estoy en la calle me deben tomar por un yonqui o algo así.
Consuélate pensando que no has tenido que cuidar de un vegetal, de alguien que poco a poco se va hundiendo en la idiocia para morir al cabo de años de lucha.
Eres muy joven, sé que encontrarás un buen compañero, alguien que te ayude a cuidar y educar a Jordi.
Dile que le quiero tanto como a ti. Que insisto, lo peor de morirse es no veros más.
La lotería nunca nos ha tocado, en cambio somos afortunados para las desgracias.
Que asco de vida ¿verdad?
Aunque tampoco hemos padecido demasiados infortunios, al menos desde que me casé contigo.
Todo fue mejor cuando me uní a ti, mi vida.
Princesa, no siento dolor alguno, te lo juro, no me encuentro mareado y me acuerdo de todo. Es más, incluso me siento mejor que nunca.
No pienses en mí más que para lo bueno, nada de recuerdos tristes; cuando pienses en mí, ríe.
Reíd cuando miréis el álbum de fotos. Reíd mucho pensando en que ha sido una etapa bonita de la vida y que yo la he disfrutado. Que no haya dudas.
Princesa, voy a seguir mi camino, sólo paseo ahora. El médico me ha dicho que con reposo puedo vivir más. No quiero reposar, quiero acabar cuanto antes.
No sé que más encontraré o que ocurrirá en las horas que me quedan de vida, pero no dejaré cosas por hacer. Cosas que me apetezcan.
No quiero morirme en una cama sometido al efecto de los sedantes, esperando con resignación el momento en que el cerebro sea incapaz de hacer funcionar el corazón o los pulmones.
No quiero verte sufrir ni que Jordi no deje de preguntar lo que me pasa y cuándo volveré a casa.
Debes entenderlo.
Te quiero, te querré siempre. Te querré hasta en el momento en que las luces se apaguen.
Estos son los títulos de crédito de la película.
Besos.
Me siento triste cerrando la agenda, me da la impresión de que he dejado de hablar con ellos. Doy vueltas a la pluma entre los dedos hasta que noto el calor del sol en la cabeza y unas gotas de sudor se deslizan de mi frente.
Me levanto para seguir paseando, para no esperar a nada, sino ir yo al encuentro.
Me siento épico, estoy en mi derecho.
Sé que no es justo gastar tanto dinero, pero un día es un día. La daga con la calavera llama poderosamente mi atención, en su hoja de doble filo lleva gravado: Infortunium.
Me gustan los escaparates abigarrados que tienen mil objetos por descubrir. Es un arma barata, de adorno; de esas que Jordi y yo tantas veces hemos querido comprar para que adorne su habitación, Jordi es muy responsable, no me da miedo que en su cuarto coleccione espadas y cuchillos de fantasía.
Entro en la tienda de caza y pesca y la compro, ya en la calle la desenvuelvo, tiro la caja y la oculto bajo mi camisa, en el pantalón.
No quiero despedirme de nadie, sólo conseguiría que sintieran pena de mí, y eso es humillante. No soy penoso, soy valeroso.
Intento serlo.
¿Cuánto tiempo me dijo el médico que me queda? Sí, un par de semanas, creo.
No importa demasiado, la verdad es que no tengo cosas por hacer en mente.
Si pienso demasiado en esto, siento deseos de tener la esperanza de que el diagnóstico sea erróneo. No sé, no quiero pensar, es necesario pasear, vagar...
Casi sin pensar, tan sólo sintetizando el aire y algún cigarro, he desembocado en una gran calle saliendo de una fea calleja; la cara limpia y mentirosa de las grandes ciudades.
El rugido del tráfico me aturde. Coches que aceleran, frenan bruscamente, que se amontonan unos tras otros y aceleran impacientes. La gente esperando a que los autos se detengan para cruzar en hordas la acera.
Y el chico limpia-lunas...
Aprovechando el cambio a rojo del semáforo se lanza con la bayeta goteando en una mano y la goma limpiadora en la cintura del pantalón, contra el capó del primer coche detenido y enjabona el parabrisas a pesar de que la mujer le dice que no lo haga. Como siempre, él ignora cualquier protesta.
- Cada mañana lo mismo... No te voy a dar ni un céntimo. - le grita desde la ventanilla la conductora.
Cuando el chico se acerca recoger su propina, ella sube la ventanilla y le niega con la cabeza. Escupe contra el vidrio en la cara de la mujer, le abolla la puerta de una patada furiosa y le arranca una escobilla del parabrisas.
Algunos peatones miran con curiosidad y otros ríen. La mujer arranca el coche chirriando ruedas, evidentemente nerviosa, cuando aún no ha cambiado a verde el semáforo.
Hace un par de semanas este cabrón escupió en la luna de nuestro coche porque no le dejé limpiarlo. Mi mujer me rogó que no bajara del coche, yo le quería pegar una paliza.
Y es que hoy todo sale bien, parece que si yo tengo un mal día, los hay que también. Hay equilibrio en lo que me queda de vida.
Semáforo rojo, el chico de melena sucia y negra, con el torso sucio y bronceado se lanza a otro coche.
Saco la daga de debajo de la camisa y la desenvaino, la funda metálica roza en la hoja y hace ese ruido que tanto me gusta en las películas.
Se encuentra muy estirado, casi apoyado en el capó porque está limpiando la zona del copiloto, se notan sus costillas. Y entre ellas clavo la daga sin titubear; noto perfectamente como la daga se arrastra contra una de las costillas; consigo meterla hasta el puño.
Alguna curiosa lanza un alarido.
El morenazo se arrastra por el capó como un animal herido hasta caer al suelo, con la boca muy abierta. Sale sangre burbujeante de la pequeña incisión y se arrastra lentamente por el asfalto. El conductor está haciendo sonar el claxon con insistencia pero no tiene valor para bajar.
Y clavo la daga de nuevo en la flaca espalda cuando reptando aún, no ha sobrepasado el parachoques delantero del auto pero; no la clavo profundamente porque tropiezo con la columna vertebral, lo intento de nuevo con una nueva estocada pero; el chico se arrastra por el suelo y sólo consigo pinchar el omoplato. Alza la cabeza para mirarme y por entre sus dientes apretados por el dolor y el miedo se escapan unas palabras en un idioma que desconozco. Otro pinchazo más en la zona lumbar y ahora grita.
Infortunium se tiñe de sangre y la espalda sucia y huesuda se inunda en sangre.
Consigo penetrar de nuevo entre un par de costillas y he sentido como la punta de la hoja tocaba el asfalto.
Antes de envainar la daga uso la mugrienta bayeta para limpiarla de sangre.
Y con ella en la mano y casi rodeado por la gente, me abro paso a empujones y gritos para salir corriendo de allí. Un valiente intenta frenarme cogiéndome por la manga de la camisa y me la rasga; le doy con el asta del arma en la cabeza y me suelta cuando se da cuenta de que la sangre mana hasta sus ojos. Vuelvo a meterme de nuevo en las tristes y feas calles de las que he salido hace apenas unos minutos.
Algunos me han seguido y gritan:
- ¡Al asesino, al asesino!
Me cruzo con varias personas de frente y me dejan pasar con toda tranquilidad. Es la suerte de vivir en una gran ciudad.
Aún siento sus músculos defenderse del metal, la presión que ejercía para evitar que penetrara más adentro el metal.
Asqueroso.
He girado un par de calles en direcciones alternativas hasta alejarme escalonadamente por la que me han seguido. Hay calma ahora.
Son las 13:45.
Un hombre marcha tranquilamente delante de mí, a unos pocos metros.
Una chica con unos libros en la mano llama al interfono de un edificio. Viste pantalón corto y zapatos de plataforma, sus piernas son largas y delgadas. Los muslos musculosos, sus pechos a través de la camiseta de tirantes de las Supernenas parecen enormes, firmes.
- ¡Soy yo, abre...! -pronuncia en alto pegando la boca a la rejilla del micrófono.
El hombre que va delante de mí, la mira con atención mientras ella espera que se abra la puerta.
Se escucha el zumbido metálico y la chica empuja la puerta. Antes de que se cierre, el hombre entra tras ella. Los sigo con curiosidad y sin dejar que se cierre la puerta, por el resquicio puedo ver como el hombre la alcanza a mitad de la escalera, la eleva en el aire abrazándola por la espalda y tapando su boca con la mano izquierda.
La chica, pataleando deja caer los libros y él la arrastra hacia la oscuridad del hueco que hay bajo la escalera, en un pequeño espacio que queda entre la zona más baja y la caseta de contadores eléctricos.
Me llevo la mano a la cintura, pero no tengo la daga, la he perdido.
Me arrastro en la penumbra por el suelo para observar lo que ocurre. El hombre ha roto su camiseta y le está chupando los pechos, mordiéndolos. Ella solloza ahogadamente con la mano del violador en la boca.
- Me cago en Dios...- dice el hombre, le ha mordido la mano.
Y en el vientre desnudo, por encima de la cintura del pantalón, clava mi daga.
A mí se me escapa un sonido de sorpresa ante la brutal estocada y el hombre me mira por unos segundos, fíjamente.
- Lo siento, no sé que me ocurre...
Deja caer la daga y la vaina, y salta por encima de mí huyendo.
La niña sale del hueco, encorvada y sujetando su vientre herido con una mano, con la otra me demanda ayuda. Pero no le hago caso, estoy asustado y me incorporo para escapar de allí.
Aún no se ha cerrado la puerta cuando desde la calle puedo oír el grito de la cría amplificado por el hueco de la escalera.
El asta de la daga está empapada en sangre.
La vuelvo a guardar bajo mi camisa.
No hay rastro del violador.
Son las 14:55, he andado tanto alejándome de las sirenas, que no sé donde me encuentro. Es una placeta pequeña, un par de bancos y unos balancines; dos árboles jóvenes no consiguen dar suficiente sombra para aliviarse del calor.
Me siento tan cansado de caminar y correr, que hasta los mocos me gotean.
No son mocos, es sangre, tengo una hemorragia nasal que mancha mi camisa. Seguro que es cosa del tumor. No creía que fuera tan escandaloso.
No importa ya, nada importa salvo vivir lo que queda.
Evitar dolor y pena.
Saco la pluma y la agenda del bolsillo trasero del pantalón. Voy a escribir alguna cosa más a Sonia, que sepa lo que he vivido hasta ahora.
Una madre y su hijo pasan a unos metros de mí, la mujer me mira con desconfianza y acelera el paso. El niño con su enorme mochila bamboleante, intenta seguir el paso prendido de su mano.
Sonia debe estar haciendo lo mismo con Jordi. Yo a veces lo hacía cuando tenía alguna fiesta.
¡Qué miedo tengo de perderlos! Jordi no cesa de contar cosas cuando vamos hacia el colegio, me gusta su sonido.
No me acuerdo de lo último que me contó, pero el sonido de su voz es mágico y me calma.
¡Dios! Qué dolor de cabeza...
Mi camisa está sucia de sangre y siento la nariz encostrada. Me arranco los pegotes con la uña y siento alivio.
Un cigarro se está quemando entre la piel de mis dedos, no duele a pesar de la piel carbonizada. De las feas llagas. ¿Qué ocurre? ¿Qué hago en este parque?
Son las 17:07, debería estar trabajando y no sentado en un parque.
¿Qué es lo no debería?
Morir...
¿Por qué pienso en morir?
No puedo ponerme en pie, las piernas no obedecen a mi voluntad. De hecho, no parecen muertas. A veces tiemblan solas.
Pequeños espasmos. Parecen morir.
Tengo miedo.
Alguien me espera y todo está mal. Lo presiento.
Me miran con cierta extrañeza e intento preguntarles si tengo monos en la cara.
Los monos se matan, como nosotros nos matamos. Lo vi en... ¿Dónde lo vi? No sé si lo vi. Sólo se que es algo que sé. Tengo la certeza de que es así.
Hay una daga en mi cintura, y recuerdo un niño y a su madre apuñalados, los pechos de una niña y el sabor de su miedo, sirenas... Un limpiaparabrisas sucio.
Un hombre abofetea a un crío.
Entre las hojas de la agenda hay una pluma y con una letra que debe ser mía dice:
No quería apuñalar a la madre y al pequeño, pero ha sido imposible evitarlo. Es como si el destino me mostrara lo más precioso que puedo perder: vosotros.
Y yo no me acobardo ante el destino, y le he demostrado lo muy poco que me asusta. Apenas nada. Los he apuñalado en la misma entrada del colegio, a los ojos de Dios. Casi me atrapan...
Estoy muy cansado, me sangra la nariz y lo veo todo oscuro...
Más sirenas, a lo lejos.
O cerca, ya no sé si los sonidos son lejanos o cercanos.
Hubo un día en el que me sentí bien.
La sangre se derrama incontenible por mi nariz, por mis ojos; es una cortina, una alfombra. Son mis párpados pesados.
Muertos.
Un dolor... Un nada.
Iconoclasta
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