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3 de septiembre de 2011

Semen Cristus (15)



Cuando entró en el establo, se encontró con un crucificado en la cruz, éste tenía la cabeza cubierta con un pasamontañas, la piel de su cuerpo era más morena que la del Cristus que ella conoció. Y por su forma de respirar, parecía estar ansioso, nervioso.
María la miraba expectante. La mujer se santiguó ante el cuerpo crucificado y echó tres monedas en la caja metálica.
Se escuchaba el zumbido del vibrador y el tubo de vidrio se agitaba temblón con el pene del nuevo Cristus embutido en él.
María se situó tras Candela que en aquel momento rezaba concentrada frente a la cruz, en una mano llevaba una hoz que levantaba a medida que se acercaba a la feligresa.
Fernando había podido ver a su madre y a María entrar en el establo a través de las hierbas del campo que lo ocultaban. En el momento que las mujeres desaparecieron en el interior del establo, se puso en pie y corrió en su busca.
Cuando entró a gatas a través de la puerta entornada del establo, la santera estaba muy cerca de su madre, con la hoz en alto. Se hizo con una azada que encontró semienterrada en un rimero de paja y avanzó hasta las mujeres.
El cerdo lo observaba avanzar con los ojos brillantes y en un inusual silencio.
María esperaba tras ella con la hoz en alto, Candela se había bajado los pantalones y tenía una mano metida dentro de las bragas.
—Hazme gozar, Sagrado mío —rogaba en voz alta.
Fernando se puso en pie, con la azada en alto y descargó un fuerte golpe con el plano de la hoja en la  espalda de María, ésta cayó al suelo con un grito de dolor y la hoz voló de sus manos.
Candela se subió los pantalones.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó la atemorizada voz del crucificado desde el interior del pasamontañas.
—¡Puta loca de mierda! —Candela se abalanzó sobre la semiinconsciente María golpeándola en cara y pecho.
—No, Candela. Déjame a mí, que no te lleve la ira. Esta víbora ha de responder directamente ante Mí.
Candela dio dos pasos atrás. María no podía moverse por el dolor, tal vez su columna estuviera afectada.
De una caja de herramientas, Semen Cristus, el único, cogió un martillo y unos clavos oxidados. Colocó una tabla en bajo la cabeza de María, extendió un brazo de la loca a lo largo del madero y clavó la mano izquierda atravesando la palma de la mano.
El intenso dolor hacía que María contuviera sus convulsiones para no desgarrar la mano. Cuando sintió el clavo entrar en la mano derecha, no pudo dominarse y su cuerpo se revolvió en el suelo desgarrando más aún los cartílagos afectados.
El cerdo se puso en pie sobre sus patas traseras , apoyando las patas delanteras en los barrotes de hierro de su pocilga gruñendo, con su mirada inteligente clavada en María; de sus colmillos caía una baba espesa y su pene se mostraba excitado entre sus patas traseras y en el sucio suelo.
Candela subió a la cruz por la escalera que usaba María, rozando la piel del falso Cristus. Llegó hasta la balda donde se encontraban las hormonas y jeringuillas.
Inyectó cuatro dosis en los pechos de María, clavando la aguja en los pezones.
María pensaba que no había nada más doloroso que las manos atravesadas por clavos. Se equivocaba.
La aguja entrando en el pezón puso a prueba su lucidez mental, y el líquido inyectado en aquel tejido sensible y glandular se convirtió en fuego dentro de su carne.
Semen Cristus y Candela fumaban observando a María. Tal vez pasaron veinte minutos hasta que sus pechos se inflamaron desmesuradamente, sus pezones se abrieron y dejaron manar una sangre muy clara que se deslizaba por los costados de su cuerpo grasiento. Y sus gritos se hicieron insoportables.
La piel de los pechos se hizo oscura, en los pezones se tornaron verdosos y una costra blanda y húmeda se formó en ellos.
Fernando había recogido la hoz del suelo y se acercaba a María.
La punta de la hoz se clavó con fuerza en la garganta de la santera, un fuerte tirón y se abrió la carne hasta la papada. Durante un minuto se estuvo retorciendo en el suelo, desangrándose, intentando contener la sangre con las manos.
Murió mostrando sus sucias bragas manchadas de menstruación.
Parecía que el cadáver dejaba escapar todo su fétido olor. El cerdo gruñía nervioso en la pocilga y el crucificado intentaba liberarse de las ataduras en la cruz.
Semen Cristus subió por la escalera y preparó una jeringuilla de heroína que clavó en la vena del crucificado. Le administró tres dosis seguidas; las tres papelinas que tenía en la pequeña estantería junto a una sucia y ennegrecida cucharilla y una caja de ampollas de hormonas de uso veterinario.
Fue en la tercera inyección cuando las costillas del crucificado empezaron a contraerse con fuerza, hasta que en poco menos de dos minutos el cuerpo quedó colgado en la cruz con la lasitud de un cadáver. La orina llenó el tubo de vidrio y sus intestinos se vaciaron quedando pegadas las heces entre sus nalgas y el madero vertical de la cruz.
Semen Cristus cortó las ligaduras de los pies y después las de las manos, no dejó caer el cuerpo. Con suma facilidad lo cargó en el hombro manteniendo el equilibrio en la escalera de madera y lo extendió con cuidado en el suelo.
—Hemos de ser cuidadosos con el cuerpo, lo envolveremos con sábanas tras haberlo limpiado, tenemos que evitar que se magulle; cuando lo llevemos al campo de tu marido, no ha de quedar ningún rastro de este lugar en su piel ni en la ropa que le pongamos.
Candela corrió hacia la casa en busca de sábanas, en la entrada de la casa había un llavero  y cogió las llaves de la furgoneta.
Salió del cuarto de María presurosamente con un lío de sábanas entre los brazos y la ropa que suponía que pertenecía al falso hijo de María.
—Limpia bien la paja que tiene pegada en la piel —dijo Semen Cristus incorporando el tronco del cadáver.
Candela rompió un trozo de sábana y la utilizó para limpiar suave y metódicamente la piel del cadáver. Cuando se aseguró de que no quedaban restos adheridos en la piel, extendió una de las sábanas en el suelo. Semen Cristus dejó caer suavemente el cuerpo en la sábana. Hicieron la misma operación con la parte inferior del cuerpo. Cuando estuvo razonablemente limpio de restos de paja y suciedad, lo envolvieron con dos sábanas limpias.
En dos sacos introdujeron la paja manchada de sangre que había en el suelo y cortaron en pequeños trozos el madero.  Metieron también las jeringuillas y frascos de hormonas.
Candela abrió las dos puertas del establo, y caminó deprisa hacia la furgoneta con las llaves en la mano. Condujo hasta el interior del establo.
Cargaron el cadáver del yonqui y cubrieron el cuerpo de María con paja.
—Tu marido está con mi Padre, Candela. Está feliz y tranquilo. Ahora vamos a la alameda que limita con el campo, allí lo he dejado. Descansa ya en paz.
Candela creyó desmayarse; pero Semen Cristus, el cuerpo de su hijo, metió la mano entre sus muslos y le acarició el sexo con ternura.
—Sé fuerte Candela.
Se sintió imbuida de valor y resolución.
Subió a la furgoneta y se dirigieron al campo.
Cuando llegaron al tractor, el motor aún funcionaba. La sangre había manchado la camisa y los pantalones de Carlos y su mueca de dolor congelado, la boca abierta y su piel cerúlea, provocó el vómito de la mujer que se contuvo a duras penas.
Fernando la acompañó hasta la furgoneta.
—Siéntate mujer, no salgas. Serénate.
Semen Cristus cargó el cadáver en su hombro adentrándose cien metros más allá de donde se encontraba el tractor. Desplegó la gran lámina de plástico para invernadero que había dejado allí antes de ir a la casa de María. Carlos la llevaba en el tractor para proteger la fruta que recogía de pájaros y granizo.  Dejó caer el cadáver y vistió el cuerpo con la ropa que había encontrado Candela, cuidando de que su piel desnuda no entrara en contacto con la tierra.
 Dejó el cadáver sentado en la tierra con la espalda apoyada en el tronco de un chopo, dando la espalda a la furgoneta. Clavó una jeringuilla en el pliegue del codo izquierdo y tras cerrar el puño de David en el mango del cuchillo, lo dejó a su lado, muy cerca de la mano que se apoyaba fláccida en la tierra. En el bolsillo de la cazadora, metió la cartera del padre de Fernando tras limpiarla con un trozo de sábana y dejar las huellas de la mano muerta del cadáver en ella.
Cuando volvió a la furgoneta, Candela aún lloraba ocultando la cara entre las manos.
Semen Cristus la atrajo hacia su asiento y besó sus labios, sus lenguas se encontraron y Candela sintió que sus pezones se erizaban y endurecían. Cuando Semen Cristus metió la mano entre sus piernas, las separó cuanto pudo ofreciéndose a él.
Las adolescentes manos hicieron presa en su sexo agitado de dolor, miedo y deseo.
—Debemos volver, hemos de acabar el trabajo en el establo, nos arriesgamos a que empiecen a llegar feligresas y encuentren el cuerpo de María. Todo saldrá bien, bendita Candela.
De nuevo en el establo, Candela sacó al cerdo de la pocilga.
Semen Cristus cavó una fosa en la pocilga, y metieron allí el cuerpo.
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Iconoclasta

Las imágenes son de la autoría de Aragggón
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