Powered By Blogger

15 de septiembre de 2009

666 negociando

No sabía, no estaba seguro del tiempo que debía hervir el arroz.
Cuando uno se dedica a tareas arduas y trascendentes, una simpleza como hacer un arroz se torna un problema irresoluble.
Desesperante si se adereza con una buena dosis de fracaso.
El agua hirviendo ya era más blanca de lo aconsejable, demasiada espuma.
Demasiado trabajo, demasiadas horas invertidas en la ejecución de la última fase del edificio Almena. Por encima de todos los edificios de la ciudad, despuntaba la torre acristalada enteramente con vidrios de color bronce y por supuesto, culminaba con una almena dorada. Un rectángulo perfecto, puro en sus líneas e indecorosamente alto. Situado casi a pie de mar, le daba a la ciudad un aspecto medieval, una ciudad ferozmente defendida.
Bajó la potencia de la placa de inducción, la espuma se encogió y el arroz pareció respirar aliviado. El ingeniero se preguntaba que debía hacer ahora. Decidió dejarlo a fuego lento toda la vida.
Sólo quedaba coronar el edificio con una enorme antena de comunicaciones y transmisiones, y por encima de ella, una baliza roja para señalizar su situación al tráfico aéreo nocturno.
Todo estaba calculado por el gabinete de ingeniería para quien trabajaba. A él le correspondía elegir los mejores presupuestos para la realización del trabajo. Estos eran los que estaban entre los más caros y más baratos. Eran más flexibles a la hora de regatear mejores materiales y una más rápida ejecución sin elevar el coste.
Quinto había regalado a su empresa tres horas al día durante el último año para evitar ser despedido tras la finalización de la obra, tal y como su contrato indicaba.
En realidad habían sido más de tres horas al día, pensaba Quinto con cierta vergüenza.
No había servido de nada. Una vez rematada la última fase, sería despedido.
Cortaba distraídamente unos tacos de jamón y dejó un rastro de sangre en la tabla de teflón. No le importaba manchar el jamón con la sangre de la punta de su dedo índice, ni siquiera se preocupó en limpiarlo.
Su esposa estaba trabajando, su hijo en el colegio. Eran las cuatro de la tarde.
Decidió comer en casa, no estaba de humor para prolongar más la jornada. Se dio cuenta demasiado tarde, el mal ya estaba hecho, había regalado demasiado tiempo para nada.
Quiso celebrar consigo mismo el inminente despido.
Lanzó un grito blasfemo cuando el zumo de la cebolla penetró en la herida del dedo; lo metió bajo el grifo y cuando dejó de escocer, tiró la cebolla y los tacos de jamón en la sartén caliente. Hundió los dedos en el salero y mordiéndose el labio, sazonó los ingredientes con cierta ira.
El dulzón aroma de la cebolla y el jamón le hizo pensar por unos segundos que todo estaba bien, que olía a lo que estaba preparando. Sin engaños.
Tantos cálculos y resolución de problemas que los presupuestos planteaban, le habían obligado a ver el mundo y la vida como algo mensurable y lógico. Todo debería funcionar como en una fórmula. Hay constantes físicas que la vida debería adoptar.
Los materiales tienen un punto de rotura perfectamente definido y aunque difícil de calcular, tiene un sistema, una lógica y una correspondencia.
No como aquella mierda de arroz.
Tampoco era mensurable su despido después de tantas horas y favores regalados. No guardaba proporción alguna con el esfuerzo realizado por mantener su puesto de trabajo. Había pecado de ingenuidad, pero ellos habían pecado de hijos de puta.
Felipe, el veterano delineante de la oficina se lo dijo muchísimas veces cuando llegaba la hora de marchar a casa y Quinto seguía sentado en su silla, tecleando en el ordenador y leyendo todos aquellas cartas e informes.
—Esta gente no se casa con nadie, no regales tu tiempo. No servirá de nada.
—Lo hago por mí, me gusta este proyecto —le mentía Quinto.
Quedaba tan solo un mes para finalizar el proyecto y esa misma tarde, el señor Ginés, dueño de la empresa de ingeniería que llevaba a cabo el proyecto de la Almena, le prometió una buena carta de recomendación junto con el talón del finiquito.
La suerte estaba echada.
No son ponderables la frustración y el desengaño.
Como no sabía calcular el tiempo de cocción del arroz.
Como tampoco sabía como ocultar la vergüenza de contarle a Marga que a pesar de todos sus esfuerzos, se iba a ir a la calle con una carta de recomendación de mierda.
Los perfiles de la estructura de la antena debían de tener en su base un grueso mínimo de veinte milímetros y eso le daba una idea aproximada del peso de la torre. En la vida no hay forma de calcular la masa de miseria que a veces ofrece.
Un sueldo no basta para pagar la hipoteca. Cristo necesitaba calzado para el otoño, pensar en el calzado de su hijo le deprimía. Nunca hubiera creído haber tenido que pensar en unas zapatillas deportivas para su hijo como un coste que contabilizar.
En el otoño caen las hojas y su trabajo.
Algo ha fallado, alguien se ha equivocado en los cálculos del proyecto de su vida. De la misma forma que él se había equivocado al intentar hacer un arroz que no sabía cocinar.
El finiquito no cubriría ni una décima parte de las horas que había regalado.
Y su orgullo estaba seriamente dañado.
Los humanos no responden con dignidad ante la presión. Cuando las cosas no van bien rememoran con añoranza los mejores momentos; como si fueran de una vieja y gloriosa época que jamás volverá.
Estaba revolviendo el frito de cebolla y jamón sin ser consciente que desde su herida caía la sangre por el tenedor de madera.
Tenía treinta y un años y aún no era un hombre bien situado.
La sangre frita es deliciosa, sea de cerdo de dos patas o de cuatro.
Yo me encontraba fumando con desidia en mi oscura y húmeda cueva, mirando como mis crueles lamían la piel de mi Dama Oscura gimiendo desesperados de no tener sus órganos sexuales con los que penetrarla, desgarrarla, reventarla...
En lugar de sus falos, eran las lenguas las que se metían ávidas y ágiles por los orificios de su cuerpo, toda su maravillosa anatomía se encontraba cubierta de mis infectos esclavos, enormes cerdos bípedos con unos afilados y retorcidos colmillos. Sus cuerpos cubiertos de áspero vello, rayaban la piel morena de mi Dama Oscura. Sus lenguas enormes y velludas dejaban húmedos rastros babosos entre sus muslos, en sus tetas, en sus labios.
Mi pene se encontraba en reposo en el asiento de gélida piedra del trono, dormitando entre mis muslos como una serpiente. Respirando imperceptiblemente.
Empapada en babas, la Dama Oscura gemía con gritos que reverberaban en algún lugar de las penumbras observando mi falo fláccido con sus oscuros y feroces ojos. Le molesta mi pretendida indiferencia y a ambos nos encanta este retorcido juego.
A menudo le hago un regalo y eyaculo sin erección, sin un solo ademán o gemido de placer.
Mi semen comenzó a fluir y el placer parecía reventarme los cojones, pero no lo dejé entrever y mi Dama Oscura, abrió la boca en un intenso orgasmo deseando lamer cada gota de mi esencia maligna.
A mis pies, el tronco de un niño, de un primate al que había amputado brazos y piernas por ser hijo de un pastor de la iglesia evangélica (cantan mucho estos primates fervorosos y me molesta, me irritan sus voces), se retorcía desangrándose.
El pequeño de cinco o seis años era una monada. Su sufrimiento, terror y agonía le otorgaban a su rostro una belleza seráfica.
Los ángeles... Esos ambiguos sexuales que son los esclavos y sodomitas de Dios, el Gran Viejo Loco que asesina y hace daño con su ponzoñosa bondad.
El Sagrado Hipócrita Esquizofrénico y Trino es un dios voluble y enfermo. Trastornos tripolares o algo así. A veces mi propio ingenio provoca una risa que congela las almas de todos los seres vivos.
Cayó una gota de semen en uno de los hombros del pequeño primate y sacudí la ceniza del habano, que cayó en su espalda sucia de sangre. Aspiré el aroma de su agonía y el humo del tabaco a la par.
Creé frente a mis ojos una nube tormentosa con todo aquello, y pensé que tal vez Dios desde ella, podría enviarme unas copias de las tablas de las diez idioteces que han de observar sus pequeños juguetes.
Y por encima del aroma de tabaco, percibí el olor de la sangre cociéndose. Y mi pecho se inflamó, mis escleróticas se inyectaron en sangre y mi pene se hizo duro.
Me puse en pie y relinché como un caballo furioso, de una patada lancé al niño casi muerto a las sombras y los crueles desaparecieron de mi vista. Mi Dama Oscura, sin embargo, observaba con interés mi falo.
Oí los pensamientos de un primate especialmente torturado y olí el sofrito de cebolla, jamón y sangre. Sentí hambre y sed. Había oportunidad de negocio.
A veces compro almas a cambio de favores materiales.
Ahí había una. Me dispuse a negociar.
Lo de negociar es sólo un juego, una forma de distraerme, porque cuando quiero un alma, no necesito un contrato ni hacer favores de ningún tipo para destrozar el cuerpo y fumarme el alma como si fuera un porro de marihuana.
De repente, el mundo se enmudeció, no habían sonidos y apenas era audible su respiración agitada. Le recorrió un escalofrío que erizó los vellos de sus brazos. Y sintió una gélida corriente de aire en el rostro.
Y escuchó muy cerca de su oído una risa feroz y peligrosa. Pensó que se desmayaría mientras en la sartén bullía la comida sin un solo sonido. Sin olores.
Sintió unos dedos fríos y ásperos correr por su espalda.
—Es hora de negociar.
Creyó vivir una pesadilla cuando al girar la cabeza, una masa borrosa y etérea tomó forma humana. Olía a putrefacción, a carne agusanada, sangre podrida. A compresas sucias de orina y sangre. Semen viejo y seco.
Olía a todo lo malo que había en el mundo.
—Saca el arroz de ahí, está pasado.
No lo hizo, estaba paralizado. Los ojos verdes de aquel hombre indecentemente ancho de hombros, de estatura media, y de piernas como robles, era a lo único que era capaz de prestar atención.
666 susurró (susurré) su nombre al oído y creyó sentir una lengua bífida y sibilante azotar su oreja.
—Quinto...
Otra forma humana se definió ante él, la mujer de larga melena negra y piel morena, invadió de voluptuosidad su mente.
— ¿Te gusta? Fóllala.
La Dama Oscura se sentó en la encimera de granito y separó las piernas. Bajo la corta falda, su sexo se desfloraba húmedo y el clítoris sobresalía impúdicamente de la vulva. Sintió deseos de arrodillarse ante ella y ahogar su fracaso y frustración en aquel coño brillante. No era su idea, era una invasión con aroma putrefacción de la carne.
—Sé que no crees en el alma; aún así, te la compro. Te doy por ella tu trabajo, un importante aumento de sueldo y años de éxitos y estabilidad. Pongamos unos diecisiete años, hora más o menos. Momento en el cual, vendré a por ti y me llevaré tu inexistente alma y con ella crearé a un cruel más que como los otros, no olvidará jamás que un día fue un primate libre y cada segundo de su existencia estará acosado por la angustia de una vida pútrida, lo cual acrecentará su sed de crueldad. Y serás castrado, sólo tu lengua y tus dedos, podrán entrar aquí —666 separó aún más las piernas de la Dama Oscura y presionó en su sexo con una uña curvada como una garra para indicarle a qué se refería—. Siempre hace falta mano de obra en el infierno. Dios tiene ángeles y yo crueles. Es todo perfecto, todo está en equilibrio y no como tu vida.
Quinto no podía responder, era una pesadilla extraña.
-A ver si así te convences.
Las piernas de aquel hombre se transformaron en pezuñas hendidas, sus brazos se recubrieron de una piel resquebrajada, escamosa y unas pardas alas membranosas en las que pulsaban infinitas venas azules, se desplegaron. Su boca pareció expandirse y una sonrisa babosa de afilados dientes rotos se abrió ante él para lanzar una carcajada que lo transportó a un mundo tan absurdo como oscuro y aterrador. La mujer usaba aquel rabo de carne rosada y resbaladiza que nacía del cóccix del diablo, para acariciar su sexo.
Quinto lloraba de terror puro sin darse cuenta, de hecho, creía estar lanzando alaridos.
—Tendrás dinero y poder. Tu mujer no trabajará, no te preocupará tu hijo nunca más, no habrá problemas de otoños ni zapatillas. A los cuarenta y ocho, pagarás.
666 cogió al hombre por la nuca y atrajo hacia la boca abierta su cara. Y cerró los dientes en la nariz del ingeniero.
—Me llevaré tu alma, de la misma forma que te podría arrancar la nariz; pero si no hay trato, si no me vendes tu alma; te prometo el dolor más exclusivo y largo que nadie pueda imaginar.
Cuando abrió la boca y dejó de ejercer presión en la nuca de Quinto, en su nariz había varios cortes en los que se formaron pequeñas gotas de sangre.
— ¡Dime que hay trato, primate! ¡Dime que amas el poder y el dinero! Dime que envidias a los que aparcan su cochazo en una casa de dos plantas y sus mujeres son putas insaciables eternamente aburridas.
666 cogió su mano y se metió el dedo herido en la boca. La lengua se tornó un filo agudo que penetró y abrió la herida más profundamente. Succionaba la sangre del hombre que se encontraba paralizado por la saliva que aquel ser metía en su sangre.
El diablo dejó libre su mano, sus dientes estaban ensangrentados y por su barbilla se deslizaba una baba sangrienta y espesa, le temblaban los labios de pura gula.
—Harás lo mismo conmigo para cerrar el trato —dijo adoptando su forma humana.
Mordió la uñas de su dedo índice y la arrancó de un tirón. La Dama Oscura, cerró el puño con fuerza en sus muslos protegiendo inconscientemente sus uñas.
—Esto no está ocurriendo, estoy dormido, es una pesadilla —musitaba Quinto con apenas un hilo de voz.
666 sacó su cuchillo de entre los omoplatos, y clavó la punta en un párpado inferior de Quinto, traspasó el tejido y la punta rozó el globo ocular.
—Puedo seguir presionando para que despiertes, primate.
666 apoyó el dedo al que había arrancado la uña en sus labios.
— ¡Chupa!
—Chupa, chupa, chupa... —susurraba la Dama Oscura.
Quinto abrió la boca y succionó. Sabía a hiel, era amarga y áspera la sangre que le regaba la lengua y parecía detenerse en su garganta negándose a bajar. Se esforzó y consiguió tragarla. El siguiente trago era néctar dulce y su lengua lamía la carne despellejada de aquel dedo ardiente para sacar más sangre.
—Ya está, ya eres mío —dijo 666 retirando el dedo de la boca.
Quinto gimió, deseaba más.
Unos cantos inundaron la casa, fuertes cánticos de voces canoras, de una belleza extraordinaria. Se escuchaba el suave batir de unas alas y las sombras de enormes alas se proyectaban en las paredes de la cocina.
—No les prestes atención, Quinto. Sólo es Dios que intenta que te arrepientas. El mal ya está hecho, pero si los escuchas, te podrían estropear estos diecisiete años de fortuna que te esperan. Dios es un zorro, y conseguirá que te vueles la cabeza o te cortes las venas del cuello en el lavabo No escuches nunca a esos maricones blancos, buscan meterse en tu conciencia y de paso joderme a mí. ¡Astutos...! Te diré una cosa, los ángeles mueren, he despedazado a unos cuantos y antes los he sodomizado para después clavarlos en las puertas del reino de los cielos. No son para tanto. Mueren y sufren como cualquier otro ser animado, no los respetes.
— ¡Hola! —era su hijo Cristo que llegaba del colegio.
El silencio desapareció inundado por el sonido de la realidad, aquellos dos seres desaparecieron y tan sólo quedaba de ellos el dulce sabor de la sangre del diablo en su paladar.
Cristo entró en la cocina siguiendo el aroma del frito. Un chaval de diez años alto y espigado, de largo cabello moreno y mirada un poco triste.
Quinto pensó que fue padre demasiado pronto, que ahora desearía que su hijo tuviera menos diez años. Como una temperatura bajo cero, también algo mensurable.
— ¿Qué no me has oído?
— ¡Hola, Cris! —dijo cogiendo a su hijo entre los brazos, lo abrazó tratando de ocultar las lágrimas. — ¿Cómo ha ido hoy el cole?
—Bi-bien... —contestó el crío confuso por el abrazo y el extraño tono de voz de su padre.
El mismo día en el que formalizamos nuestro convenio de alma-fortuna, le hice una visita al señor Ginés, dueño de la empresa Consultoría de Ingeniería de Proyectos Especiales, y le obligué a escribir una carta dirigida al jefe de personal para que prorrogara el contrato de Quinto indefinidamente, con un aumento del cien por cien de su jornal y nombrándole accionista principal. Lo elevaba así mismo, al rango de director. Me preocupé de que dejara la carta encima de la mesa a quien iba dirigida, con una nota que decía: Urgente y Confidencial.
Antes de entrar en su despacho, tuve que rebanarle el cuello al primate delineante, un tal Felipe, que en aquellos momentos, estaba dibujando un proyecto que el propio Ginés le había pasado a última hora.
El hombre no estaba de muy buen humor, a las nueve y media de la noche, un primate no trabaja contento.
Le coloqué una bolsa de basura bien atada con cinta adhesiva al cuello para que no se vaciara de sangre allí. La idea era que los otros primates, los policías, pensaran que mató a Ginés en su despacho y luego se suicidó.
Con Ginés me lo pasé un rato bien. Le corté los párpados, y empujé su mente para paralizar sus músculos locomotores; pero dejé que los nervios tuvieran una total sensibilidad al dolor.
Cuando le cortéis a alguien los párpados con unas tijeras, recordad que ha de estar perfectamente inmóvil, porque no tiene sentido cortar unos párpados dejando los globos oculares destrozados. Hay que esmerarse un poco. No hay nada más espectacular que los ojos operativos sin párpados. Eso le da un sufrimiento añadido al torturado ya que no le permite cerrar los ojos para evadirse de su propio desmembramiento.
Se debe uno detener unos segundos y admirar esas enormes bolas que se mueven inquietas. Los restos de sangre, otorgan al primate un carácter de insania conmovedor. Si hacéis una foto de vuestro primate asesinado, la podéis colgar en yutub que os dejaré un comentario al respecto, primates de mierda.
No os imagináis lo que es capaz de llorar un recio hombre de negocios: lloraba escribiendo la carta que le dictaba de su puño y letra, lloraba cuando le cortaba los párpados y lloraba sin párpados.
Que se meen es natural, pero siempre llama la atención la cantidad de lágrimas que tenéis almacenadas. Dicen que quien llora mucho, mea poco. Mentira.
Ginés se meó como un viejo incontinente, al menos tres veces; y tenía tan sólo cincuenta y cinco años.
Y cuando le corté el escroto y le arranqué los testículos, se cagó.
Le hice un profundo corte en la ingle y seccioné la femoral, metí los dedos y rasgué aún más la herida. A veces se cierran los cortes y la sangre no sale como a mí me gusta: a chorros o borbotones, con mucha fuerza los primeros segundos. Es relajante. Yo le iba diciendo que su sufrimiento no acababa más que empezar, que le esperaba una eternidad de dolor y desasosiego. Él sólo repetía cosas de sus hijos. En sus últimos chorros de sangre, besé sus labios y aspiré su alma.
Metí a su esclavo Felipe en el despacho, le coloqué un cuchillo entre las manos y luego le retiré la bolsa de basura de la cabeza, la sangre cubrió sus ropas. Estaba bastante frío, ya que lo dejé en la silla, justo debajo del difusor de aire acondicionado.
Nada cuadraba, ni las huellas del cuchillo, ni la sangre casi coagulada del delineante, ni la muerte tan larga y dolorosa del dueño de la empresa. Se preguntarían los primates policías sobre los restos de adhesivo en el cuello del delineante y todo eso.
Pero lo importante era librar de toda sospecha a Quinto, ya que la carta que Ginés dejó sobre la mesa del jefe de personal era ciertamente extraña. No me preocupaba una mierda la investigación policial, porque si he de matar a mil policías y sus hijos, esposas, madres, padres y hermanos, lo hago. Y no es un alarde gratuito.
Podría haber hecho que a Quinto le cayera una gran suma de dinero jugando a la lotería o algo así. Pero yo no hago el bien, yo hago las cosas con y por maldad pura, no tengo un pelo de hipócrita. Ya está Dios para las hipocresías.
A Quinto le fue bien. En pocos meses se hizo dueño de la empresa y firmó varios contratos importantes con empresas que habían conseguido proyectos en varios países americanos. Conducía un coche para ir a su oficina, otro para sus ratos de ocio y otro para moverse entre los lugares lujosos.
Su hijo estudió ingeniería para luego trabajar en la empresa. Su mujer se convirtió en una de esas primates ocupadas todo el día en ir al gimnasio, merendar con las amigas y planeando las próximas vacaciones, que solían hacer cada tres meses.
Quinto vivió la venta de su alma como una pesadilla, aunque sabía angustiosamente que había ocurrido, la cicatriz de su dedo se abría cada cierto tiempo y dejaba escapar unas gotas de sangre.
Pensó mil veces en la casualidad del asesinato de Ginés a manos de Felipe el delineante, la dureza de la mirada del jefe de personal cuando le comunicó su contrato indefinido y su mejora laboral. Hay primates que con sólo un gesto, ya se hacen detestables. Seguro que a vosotros también os pasa.
La mirada de reprobación que el jefe de personal le lanzó a Quinto, no me gustó nada. Una noche entré en su casa, Francisco Elguerrero, se llamaba. Le até las manos con el cordón del teléfono, lo arrastré hasta el salón y decapité en aquella amplia y luminosa estancia a su mujer, y luego a los dos gemelos de diez años. Le perforé varías veces cada pulmón y lo rodeé durante su lenta muerte, de las cabezas de sus seres amados. Cogí la cabeza de su mujer y acerqué su boca a la bragueta del pantalón, como si me hiciera una mamada; pero no lanzó ni una sonrisa.
Y si hubiera reído, le hubiera arrancado los dientes con unos alicates.
Quinto soñaba a menudo con la hediondez de aquel ser, y la enfermiza lujuria que el sexo de aquella mujer sentada en la cocina despertaba con su feroz descaro. Las pesadillas eran recurrentes, y su subconsciente buscó salidas a aquella presión. El tiempo pasaba, diecisiete años no son nada cuando las cosas van bien, cuando la vida es perfecta. Pero no era perfecto, debía pagar y todo su ser lo sabía.
Yo me preocupaba que ni un solo día se olvidara de que un día sintió su mundo amenazado por perder un simple trabajo. Me preocupaba de que aprendiera que hay cosas peores que perder.
Y buscó paz en la iglesia. Tímidamente, Quinto el calculador y ateo, se acercó a la iglesia, y un día entró.
Y escuchó a los ángeles.
—Aún no es tarde, abraza a Dios.
Es mentira, Dios no perdona y no recuperaría su alma; pero al igual que la idiosincrasia de un cerdo es revolcarse en su propia mierda, la de Dios es buscar quien le adore. Vanidoso...
A partir de aquel momento, cuando quedaban tan sólo cinco años para pagar su deuda, Quinto se convirtió en un fervoroso católico, cuanto más fuertes eran los ataques de pánico, más rememoraba con total nitidez aquel día que vendió su alma, en la cual no creía porque no era mensurable ni proyectable.
Me molestan los físicos y matemáticos, su imaginación está demasiado atada a las constantes. Son previsibles.
Está bien, más que un trato fue casi un robo, no tuvo opción; pero me comporté bien con él, le di lo prometido. A otros primates los he matado y torturado sin más y me he quedado con su alma.
Mi comportamiento es voluble como el de cualquier dios.
Con cuarenta y ocho años debía pagar.
Se encontraba en su despacho, era ya noche entrada y seguía trabajando en el ordenador, una maqueta de un puente en Arabia Saudí adornaba la mesa de reuniones y las fotos de su hijo y de su mujer compartían espacio con otras fotos de de singulares edificios y construcciones en su mesa.
—Es hora de pagar, Quinto.
Entré por la puerta, como cualquier otro primate. El guarda de seguridad del edificio de oficinas, estaba muerto con el corazón acuchillado. Aún sentía el sabor rancio de su alma en mi paladar.
—No puedo irme, aún me quedan cosas por hacer. Tienes que darme algo de tiempo, déjame acabar este proyecto.
Los primates siempre encuentran razonables y lógicos argumentos para hacer esperar a otros semejantes suyos, sólo que yo no soy un semejante de mierda. Yo destrozo, mutilo, desangro y me follo a los primates hasta que se convierten en pulpa, no espero.
—Mira, de morir no te libras, y eso será lo más dulce. Te aseguro que si ahora mismo no coges este cuchillo y te rebanas el cuello ahora mismo, en pocas horas te desangrarás igualmente; pero con mucho más dolor y desesperación.
Por toda respuesta, Quinto sacó un crucifijo que llevaba colgado, lo encerró entre sus manos y comenzó a rezar un padrenuestro.
Estuve a punto de reírme, a punto de morder su cabeza y arrancarla con un movimiento rápido de mi cuello; pero yo no doy segundas oportunidades a nadie.
Me volatilicé en el aire y el pobre imbécil pensó que me había expulsado con ayuda de su fe.
La Dama Oscura se encontraba en casa de los Campoamor, una casa de dos pisos rodeada de un gran jardín en la zona alta de la ciudad. Quinto Campoamor era un ciudadano de clase media-alta, un ejemplo de éxito social, y tan sólo por su alma sin apenas valor. Fue injustamente afortunado.
Cristo tenía ya veintisiete años, y seguía viviendo con sus papás, como todo hijo bien que no acaba de encontrar el momento de independizarse a pesar de chorrear dinero por los poros de su piel de mono.
Tenía su propia parte de la casa, por la que entraba sin que fuera necesario encontrarse con sus padres. Había entablado una sensual conversación con la Dama Oscura. Querer hablar con la Dama Oscura es un eufemismo por penetrarla como a una perra y morder hasta arrancar sus oscuros pezones.
Ella se había clavado a él, a horcajadas sobre su vientre, hacía subir y bajar su empapado coño por aquella verga demasiado dura, demasiado ansiosa.
Con el brazo debajo de sus nalgas, masajeaba los cojones del chico, y éste eyaculó en pocos minutos. La Dama Oscura se enfureció.
—Lo siento, Ana, tendremos que esperar un rato, me has trabajado con mucha ansia, caliente zorra.
—No puedo esperar, Cristo. Me arde el coño, necesito más de tu leche. Haz un esfuerzo, mono mío.
—Lo siento nen...
En la espalda, bajo el top que dejaba su ombligo al descubierto, sacó una varilla fina de acero, una aguja larga. Con la otra mano estaba exprimiendo el falo de Cristo, arrancándole las últimas gotas de semen que salpicaban sus pezones. Introdujo con rapidez la aguja por el ano y la clavó profundamente en la próstata. Tapó con fuerza su boca con la mano a la vez que aprisionaba su cintura con las rodillas, para frenar las fuertes convulsionaba ante el dolor indomable que se expandía desde las entrañas del hijo de Quinto.
El pene se endureció de nuevo y la Dama Oscura se sentó sobre él, la sangre que manaba por el meato lubricaba la penetración y al espesarse hacía un contacto más intenso.
—Tu padre vendió su alma, y no quiere pagar, dijéramos que tú y tu madre sois los avales. –hablaba con la voz entrecortada entre embates de placer.
De la cópula rezumaba una sangre espesa y acuosa que bajaba por los rasurados y contraídos testículos de Cristo. Los muslos de la Dama Oscura estaban rojos de sangre. Sus ojos negros, brillaban observando la expresión de dolor del chico.
Aparqué mi Aston Martin frente a la puerta de Villa Campoamor, le di una patada a la puerta de la verja y la abrí.
A través del camino del jardín llegué a la puerta principal, estaba abierta.
En el salón no había nadie, los gemidos de placer de la Dama Oscura me llegaban desde la otra ala de la casa, el del hijo.
Marga se encontraba en el dormitorio de matrimonio, se estaba acicalando en el baño de la habitación, seguramente para ir a alguna cena con su Quinto. Tan solo vestía una braguita de encaje blanca que dejaba ver un monte de Venus abultado por el abundante vello. Sus pechos eran firmes y duros, y a los cuarenta y pico largos, ninguna primate tiene unas tetas así. Al igual que su culo: duro y redondeado. Su rostro era demasiado perfecto, y la nariz artificiosamente pequeña. Había una importante inversión en cirugía plástica en el cuerpo de la primate. El resultado era bueno, una mona penetrable, violable. Apta para ser follada con lujuria mientras se desangra.
Estaba depilándose las cejas y no prestaba demasiada atención a lo que el espejo reflejaba, hasta que fue demasiado tarde. Claro que también había que tener en cuenta que las lentillas estaban en su estuche y no en sus cansados ojos de madura.
La sujeté por la espalda sin molestarme en taparle la boca, mi pene estaba duro y erecto, fuera de la bragueta del pantalón. Me había humedecido los dedos con saliva, la obligué a separar las piernas y con el cuchillo rasgué la braguita por el centro del culo. Le humedecí el ano con los dedos y la penetré. La tenía completamente inmovilizada y mi glande se abrió paso rasgando el ano.
El bueno de Quinto no había estrenado el culo de su esposa, ni sus amantes. Quinto era un primate cornudo.
La Dama Oscura había acabado con Cristo, y la vi reflejada en el espejo, detrás de nosotros, se estaba acariciando con el pene del primogénito; no lo había amputado limpiamente (es tan impulsiva...) y los nervios y pequeñas venas colgaban como cables retorcidos, metiéndose entre los labios del coño aquel fláccido y amoratado glande.
La amo con todas mis almas.
Pero que no se fíe.
—Por favor, por favor... —lloriqueaba la maciza Marga.
Con el cuchillo corté la parte inferior de una nalga y metí allí los dedos, la primate se mordió la lengua de dolor cuando le arranqué una de las prótesis de silicona.
Era difícil sodomizarla con toda aquella sangre por el suelo; pero a mí me pasa como a cualquier animal, cuanta más sangre, más se enfurece y enloquece.
La Dama Oscura se colocó frente a ella, me cogió el cuchillo de la mano y por debajo del pecho izquierdo hizo un profundo corte, la primate había girado sus ojos hacia dentro, posiblemente para buscar paz interior.
De aquel corte, además de manar la sangre, cayó otra prótesis de silicona del tamaño de un limón. La chimpancé había perdido su gracia; con una nalga caída y una mama desinflada, no molaba.
La Dama Oscura estaba a punto de cortar sus labios para vaciarlos de votox.
—Déjala, tiene que recibir a su marido, si la cortas más se vaciará aquí mismo. Y no me quiero perder el encuentro.
Hay que trabajar con gusto, no basta con asesinar, los primates sois tan anodinos, que es preciso hacer de vuestro asesinato y tortura una auténtica perfomance, algo que deje huella en vuestra alma durante toda la eternidad.
Un coche estaba dirigiéndose a la casa. Olía desde allí el alma de mi primate afortunado.
Cuando entró en la casa, su mujer bajaba las escaleras ya casi vacía de sangre. Nosotros íbamos tras ella, divertidos, nerviosos por ver la reacción del primate.
—Marga... ¿Qué ocurre, cielo?
— ¡Quinto, me matan! Algo le han hecho a Cristo.
Quinto miraba aquel trozo de carne que Marga llevaba en la palma de la mano, con los dedos muy abiertos; evitando tocarla. No pudo reconocer la polla de su hijo que le habíamos pegado con pegamento.
—Primate de mierda, me es más fácil aún arrancarte el alma que la polla de tu cría. Has de pagar y no quiero más demora. Ya nadie te espera, tu empresa ahora mismo está ardiendo igual que arderá esta casa.
Su hembra había llegado hasta él y la abrazaba manchando su costoso traje de sangre.
Le tiré el cuchillo a los pies.
—Acaba con su sufrimiento y luego córtate el gaznate. Nos vamos ya, esto me aburre.
Por toda respuesta, sacó de nuevo su crucifijo de dentro de la camisa y alzó la mano.
—Vamos, no seas ridículo. Dios se lo está pasando en grande. Seguro que te envía uno de sus querubines para darte consuelo. Incluso guiará tu mano con un cántico maricón para cortarte el cuello. Soltará un par de lágrimas y al igual que cuando intentabas cocinar aquel arroz, todo el tiempo que has pasado rezándole, no te servirá de nada. No has aprendido nada, mono. Y no me importa, sólo te quiero como cruel, con toda tu imbecilidad intacta.
—No puedes... Dios me acogerá en su seno, cuida de nosotros.
—Soy yo el que ha cuidado de ti. Es a mí a quien debes sumisión y respeto. Y ya te he dicho que me estoy cansando de esta mierda.
Entonces, como ya es habitual, una bestia blanca de considerables dimensiones y que apenas podía desplegar sus blancas alas en aquel salón, aterrizó al lado de mi mercancía. Como siempre montó su teatro y cantó un aria detestablemente aburrida.
Quinto lo miraba con sus ojillos encendidos de esperanza.
Esta vez, el pervertido Dios en lugar de enviar a Uriel, el consolador de penas, envió a un simple custodio, un tal Reiyel, una especie de socorrista divino.
—Éste no viene a salvarte, simplemente te va a dar la mano mientras acabas con tu mujer y te rajas el cuello. Es como si fuera la carta de recomendación pegada al finiquito. Y ahora, de una puta vez, mata a tu mona y págame.
Le lancé una mirada furiosa, venenosa a Reiyel y éste se apartó unos metros de Quinto.
Me acerqué a la pareja, apoyé el cañón de la pistola en la sien de Marga y disparé, la sien opuesta se desgajó del resto del cráneo y lleno el rostro de Quinto de sesos.
La Dama Oscura había subido de nuevo las escaleras y tras unos taconeos deliciosos y prolongados, la oímos avanzar por el piso superior arrastrando algo.
Cuando llegó a la escalera, lanzó el cuerpo de Cristo que acabó muy cerca de su padre, mirándole con las cuencas de los ojos vacías. Me metí sus ojos en la boca y los reventé con los dientes. Los ojos de primate no son tan buenos como los de reno, pero hay que tener una dieta variada.
Quinto perdió la razón, Reiyel se sentía incómodo al no poder hacer nada por consolarlo y canturreaba mirando distraídamente una colección de miniaturas de plata.
La uña de mi índice se prolongó, se curvó y agudizó con una punta tan peligrosa como mi pensamiento.
La apoyé en el cuello de Quinto e hice un corte superficial. Quinto estaba paralizado, como aquel día que no sabía cuando sacar el arroz del fuego.
Encima de ese corte, hice otro, y otro, y otro. Y así siete veces hasta que por fin seccioné la yugular externa e interna.
Dejé que se vaciara pisando su cabeza contra el suelo. Y cuando ya su color era de un azulón eléctrico, le arranqué los labios de un bocado y con ellos su alma.
Los labios se los escupí al ambiguo ángel custodio.
—Llévaselos a Dios y que se los implante en el culo.
Ha sido él quien se ha llevado a hurtadillas, como una comadreja asustada al niño agonizante sin brazos ni piernas, el cruel Quinto.
No descansa y a veces me mira con un profundo brillo de primate en sus ojos, esperando una recompensa.
Y en el infierno, no hay cartas de recomendación. Y lo que es peor: el contrato es indefinido.
Qué ironía...
Soy tan sarcástico e ingenioso...
Nunca hagáis la pelota, no seáis serviles gratuitamente, primates.
Al final, si no soy yo, será vuestro jefe quien os joda a pesar de vuestros esfuerzos, de vuestras mamadas. Y que sea vuestro jefe, porque si me obligáis a comprar vuestra alma no haréis un buen negocio.
Mirad a Quinto jugar con los intestinos del hijo del pastor evangelista. Está llorando por su hijo y por su esposa, por el constante terror de vivir bajo la maldad más pura. Y por eso intenta ser cada día más cruel, para eliminar cualquier rastro de humanidad que un día tuvo.
No lo permitiré jamás, lo recordará siempre, a cada segundo.
¡Así durante toda la puta eternidad! ¡Hasta que a mí me de la gana!
Mi Dama Oscura está apoyando su vulva en mi muslo, se desliza viscosa frotándose por él. Y mi polla late golpeando la piedra de mi trono.
Ya os contaré más cosas, más negocios.
Más miserias.
Secretos...
Siempre sangriento: 666


Iconoclasta

No hay comentarios: